El olor a papel viejo flotaba en la bruma fría cuando Kael apareció en el Muelle de los Vientos. Todavía no había amanecido: los faroles de gas parpadeaban, las góndolas aéreas dormitaban atadas a sus torres y la madera húmeda de los embarcaderos crujía como si sus tablones exhalaran sueños salinos. Nadie lo vio salir de la niebla; sólo una gaviota insomne giró el cuello, encogió las alas y decidió que no valía la pena graznar.
Kael no pasaba de los veinte en apariencia. Vestía un gabán gris petróleo de caída limpia, forrado en seda rúnica que repelía la humedad; un chaleco borgoña con cinco botones de latón —cada uno grabado con un motivo literario distinto—; camisa de lino crudo y botas tan curtidas que parecían haber nacido con él. Bajo el ala ladeada del sombrero, mechones oscuros se pegaban a la frente, pero sus ojos castaños brillaban despiertos, atentos a cada pliegue de la realidad. En cada mano portaba una caja de madera ajada y, tras él, avanzaban sus inseparables compañeros: Folio, un perro de pelaje castaño que olía los adoquines con la minuciosidad de un archivero, y Marcapáginas, un gato atigrado de ojos dorados que caminaba con la suficiencia de quien sabe que el mundo es apenas telón de fondo.
—Perfecto lugar para una librería —murmuró Kael, depositando las cajas junto a los pilares de hierro que sostenían la pasarela superior.
Perfecto para los fantasmas que cobran alquiler a las gaviotas —replicó su voz interna, siempre afilada. Folio respondió con un ladrido breve, mitad reproche, mitad broma compartida; Marcapáginas se estiró sobre las patas traseras, arañó el aire y cerró de un zarpazo el rasguño luminoso que se formó, como quien pasa página en un libro que no le interesa.
Diez pasos más allá se alzaba el edificio elegido: ladrillo rojizo descascarado, ventanas tapiadas con tablones hinchados y un cartel herrumbroso que aún dejaba leer «Aw & Hijos, Almacén de Cometas». Kael golpeó la puerta con los nudillos; el sonido devuelto recordaba a un mueble quejoso.
—Cometas —susurró—. Nada mal para una fachada nueva.
Empujó. La hoja cedió con un gemido prolongado y dejó escapar un aliento denso: cuerda mojada, aceite rancio, ambición olvidada. Dentro, vigas de hierro mordidas por óxido sostenían un techo perforado; la luz gris goteaba por el tragaluz cuarteado y pintaba en el suelo mapas de polvo. Montones de tela encerada se apilaban como dosseles derrotados; engranajes herrumbrosos dormían en cajones rotos.
—Suficientemente discreto —dictaminó Kael, y su sonrisa cortés no se alteró cuando su mente añadió: Y lo bastante barato para no arruinarme antes de vender el primer volumen.
Folio dio tres vueltas y se echó junto a una mancha de humedad con forma de continente invertido; Marcapáginas saltó a la cima de un rollo de tela, inspeccionando el territorio con ojos entrecerrados. Kael chasqueó los dedos. Las cajas vibraron; los clavos retrocedieron con sonido de plumas de acero y las tablas se plegaron hacia dentro como flores mecánicas. En su lugar brotaron estanterías altas que, en un abrir y cerrar de ojos, se cubrieron de volúmenes encuadernados en cuero, tela o pergamino. Surgió un mostrador de madera oscura junto a la entrada; lámparas de aceite colgaron de cadenas recién nacidas; una alfombra persa de tonos rojo óxido y azul desgastado se extendió sobre el polvo. Todo sucedió en menos de un minuto: el almacén abandonado se convirtió en un salón de lectura que parecía llevar decenios perfumando sus páginas con historias.
Kael pasó la mano por un lomo de color burdeos.
—Bienvenido a casa —musitó.
Bajo el chaleco, un libro sin título, encuadernado en piel negra, palpitó con un leve calor: el Libro Vacío, estrictamente suyo. Nadie más debía verlo ni tocarlo. Cada vez que cambiaba el destino de alguien ofreciendo la obra adecuada, el volumen escribía por sí mismo una línea nueva en tinta que ninguna imprenta podía imitar. Esa madrugada, las páginas estaban calladas… por el momento.
Salió al umbral. El cartel crujió sobre su cabeza; las letras corroídas se alisaron y recompusieron hasta lucir «Librería Errante – Libros Nuevos y Usados». La bruma se replegó, intimidada por la nueva luz que refulgía desde el interior. Kael sacó un frasquito tan translúcido que casi no se veía, retiró el corcho y dejó escapar una neblina de perfume: cuero curtido, sándalo, tinta fresca. Folio estornudó de placer y Marcapáginas aprobó con un parpadeo.
—Horario… —susurró, buscando en el bolsillo el viejo cronómetro heredado—. Ah, cierto. Desaparecido en combate.
Abriremos cuando el destino mande clientes; cerraremos cuando se aburra el destino —ironizó su voz interna.
El chirrido de ruedas metálicas se adelgazó a través de la niebla. Una niña empujaba un carro improvisado rebosante de engranajes, chapas y resortes: Nia, cabellos enmarañados, gorro de aviador gigante, chaleco remendado, ojos ámbar encendidos por la bruma naciente. Se detuvo ante la puerta, evaluó la librería recién nacida y frunció el ceño.
—Anoche este local estaba vacío —dijo, sin saludo, sin parpadear.
—Las buenas historias viajan más rápido que los cotillas —repuso Kael, inclinando levemente la cabeza—. ¿Buscas algo en particular?
—Planos de alas —contestó—. Planos que vuelen de verdad, no papeles bonitos para turistas crédulos.
—Entonces entra, Nia la Chatarrera —respondió Kael, haciéndose a un lado—. Necesitas un libro exacto, y creo que acaba de despertarse con tu nombre.
Folio meneó la cola como señal de bienvenida; el gato, desde la viga, los observó sin disimular cierto escepticismo. Nia empujó su carro dentro; los engranajes tintinearon como campanillas rotas. El librero la guió por pasillos recién alumbrados. A cada roce de sus dedos, los libros susurraban, vibraban, se ofrecían o callaban.
—Manual de Propulsión por Viento Ligero —leyó—. Diagramas desplegables, cálculos revisados, planes de hélices de tela encerada. La página veintisiete suele enamorar al lector indicado.
Nia abrió la cubierta; un desplegable reveló alas tensadas, ejes de latón, flechas de flujo y anotaciones en lápiz minúsculo. Sus ojos se agrandaron.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó, como si temiera el golpe de una cifra imposible.
—Diez coronas de cobre —dijo Kael—. O, si prefieres, piezas mecánicas de primera: latón sin heridas, rodamientos de precisión, un muelle de torsión templado.
La niña vació un bolsillo. Monedas gastadas tintinearon sobre el mostrador. Folio las olfateó; Marcapáginas saltó, tocó el montón con la pata y maulló en señal de autenticidad. Kael sonrió y deslizó la bolsa en un cajón.
En su pecho, el Libro Vacío latió: una línea nueva se imprimía. No necesitaba comprobarla; la sensación era inconfundible.
—Cuida esas páginas —aconsejó—. Y, cuando abandones el suelo, no olvides volver para ajustar los datos. No es un pago extra, sólo curiosidad de colega.
—Volveré —prometió Nia—. Y traeré un tornillo del color del cielo para tu colección.
—Los tornillos celestes sostienen sueños pesados —rió Kael.
La lámpara sobre ellos titiló; dos comillas de luz verdosa se materializaron, flotando un instante antes de pegarse a una viga. Nia las miró con asombro.
—¿Son…?
—Ecos —explicó Kael—. Señales de que un libro ha encontrado a su lector. No muerden; sólo vigilan.
La niña sonrió, acomodó el manual en su mochila, agarró su carro y rodó hacia la salida. Antes de cruzar el umbral se volvió.
—Gracias. Nadie cree que yo pueda construir alas que vuelen.
Kael ladeó la cabeza.
—Los incrédulos mantienen los pies en tierra. Nosotros los usamos para tomar impulso.
Nia soltó una risita, empujó el carro y desapareció en la niebla temprana. Las comillas verdes chisporrotearon y se desvanecieron.
Kael exhaló despacio. Primer libro vendido, dinero en caja. Un comienzo decente —admitió su voz interior. El puerto aún roncaba; ningún inspector ni aeronauta curioso había notado el local. Tenía horas para ordenar inventario y preparar el registro contable.
Cerró la puerta, echó el pestillo y regresó al mostrador. Sacó una libreta de notas y anotó:
VENTA n.º 1
Cliente: Nia la Chatarrera
Título: Manual de Propulsión por Viento Ligero
Pago: 10 coronas de cobre
Observaciones: proyecto de alas personales; probabilidad de éxito 64 %. Echo narrativo leve (comillas luminosas).
Guardó la libreta, abrió un falso fondo y deslizó el dinero. Folio, satisfecho, se tumbó junto a la estufa; Marcapáginas trepó por una estantería y se acurrucó sobre un atlas polvoriento.
Kael se asomó a la calle y saboreó la brisa. El cielo apenas se aclaraba; las sirenas de los dirigibles preparaban su canto metálico. Fue entonces cuando algo le rozó el pecho: el Libro Vacío vibró, cálido, reclamando atención. Lo sacó y abrió la primera página escrita. Una frase nueva brillaba en tinta viva:
«Alas de tela buscan el cielo; el viento, intrigado, aparta las nubes para mirar.»
Sonrió, cerró el libro y lo guardó bajo el chaleco.
—Una línea, mil cuatrocientas noventa y nueve por delante —susurró—. Aunque quizá hoy escribamos dos.
Siempre que no pierdas otra vez el cronómetro, replicó su mente.
Se rió para sus adentros. Ajustó el sombrero, tomó la pluma de inventario y comenzó a revisar estantes. Aquel puerto abandonado aún no sabía que albergaba un santuario de historias, pero lo averiguaría pronto. Él sólo necesitaba esperar a que el destino empujara la puerta de su librería por segunda vez. Mientras tanto, el perfume a cuero, papel y vino antiguo seguiría flotando, y la Librería Errante respiraría como un corazón recién despertado, lista para el próximo lector que se atreva a soñar.