La primera luz verdadera del día alcanzó el interior de la Librería Errante poco después de que Nia la Chatarrera desapareciera entre la niebla. Durante unos minutos, Kael escuchó en silencio el crujido del puerto: el chasquido metálico de cadenas que se tensaban en los mástiles de los dirigibles, el gemido de poleas recién engrasadas y la letanía lejana de olas que golpeaban los pilotes bajo la plataforma. Era un rumor que recordaba a un viejo poema marinero leído en voz baja, y para el joven librero aquel murmullo significaba algo sencillo y práctico: los posibles clientes acababan de despertar.
Kael estiró la espalda, se sacudió el polvo invisible de las solapas del gabán y se dirigió al pequeño reducto que haría de trastienda. El espacio consistía en un cuartito de ladrillo y vigas bajas con apenas un ventanuco elevado; dentro, Marcapáginas había saltado a un banco de trabajo que hacía las veces de mostrador improvisado y se dedicaba a inspeccionar, con aire ofendido, un tarro de galletas duras y un hornillo de alcohol que Folio vigilaba con cola expectante.
—No vamos a abrir estómagos vacíos —comentó Kael. Colocó la tetera esmaltada sobre la llama azulada y buscó en el estante de provisiones un saquito de hojas de té. Tardó un momento en encontrarlo—lo había dejado el día anterior dentro de una jarra olvidada—, se reprochó por enésima vez su distracción crónica y vació las hojas en el agua burbujeante.
Mientras el aroma a bergamota se elevaba en espirales, Folio, sabiendo lo que venía, se acomodó en el suelo y deslizó un cuenco metálico hacia el librero con un golpecito de hocico. Kael sonrió; vertió parte del líquido, aseguró que se enfriara un poco y añadió un chorrito de leche que mantuviera satisfecho al perro. Marcapáginas, por su parte, recibió una galleta quebrada que aceptó con un centelleo de ojos—no porque fuera la comida felina perfecta, sino porque la textura crujiente le agradaba para afilar los colmillos.
Con la taza aún caliente en la mano, Kael regresó a la sala principal. El sol ya empujaba rayos anaranjados a través del tragaluz remendado, prendiendo destellos en los lomos barnizados. Sobre la estantería de Mecánica, la pareja de comillas verdosas que había aparecido cuando Nia tomó el manual aún flotaba, aletargada, como si reposara después de un largo vuelo nocturno. Kael las contempló un instante y, con un suspiro, decidió no interrumpirlas: los ecos narrativos eran sensibles; tocarlos podía alterar la filigrana sutil de una historia aún en gestación.
Dejó la tetera en un posavasos, sacó su libreta de cuentas y revisó el inventario. Aparte de la venta hecha, todo estaba en orden: los libros se habían colocado en categorías—Fantasía Eólica, Cartografías de Altitud, Filosofías del Vapor—y cada estante emitía un suave murmullo de satisfacción bibliográfica. Sólo le faltaba colgar un pequeño cartel con los precios básicos para evitar regateos imposibles. Encontró la tablilla de pizarra entre un montón de plumas—exactamente donde no la había buscado antes—y la colocó frente a la puerta.
“Precios orientativos:
Gremio de mecánicos — 10 cc
Navegantes — 8 cc
Estudiantes — 5 cc
*Compro sueños escritos.*”
El asterisco pedía explicaciones, por supuesto, y lo sabía. Pero Kael disfrutaba observando la cara de la gente cuando le preguntaban cuánto valía un sueño escrito. Siempre respondía: «Depende del recuerdo que estés dispuesto a pagar», y esa clase de respuestas, lo sabía, atraía a lectores adecuados.
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Cuando la tetera silbó avisando que quedaba poco, la puerta principal emitió un chirrido ligero. Kael levantó la vista: un muchacho de unos diecisiete años asomaba la cabeza. Llevaba uniforme de estibador—pantalón gris, camisa clara remangada, tirantes aflojados—y sostenía un fajo de periódicos manchados de tinta. Sus manos mostraban cortes recientes, y en la comisura de la boca tenía la expresión de quien aprende a madrugar desde los diez.
—Disculpe, señor… —dijo, dejando la frase en suspenso mientras analizaba la librería—. Creí que esto seguía cerrado. ¿Puedo entrar?
—Adelante —respondió Kael con su sonrisa más acogedora—. Aún estoy atando cabos, pero un buen libro no entiende de horarios.
El muchacho avanzó despacio, como quien pone un pie sobre un puente improvisado. Folio lo olfateó y se sentó sin gruñir: aroma honesto, nada que temer. Marcapáginas siguió la escena con ojos semicerrados que no juzgaban, sólo apuntaban mentalmente debilidades por si en el futuro hacían falta.
—Me llamo Emil —se presentó el recién llegado—. Traigo la hoja de avisos del puerto. Pensé que… quizá querría anunciarse. —Levantó el fajo de papeles con timidez.
Kael negó con suavidad.
—La mejor publicidad es la curiosidad. —Le hizo un gesto señalando los estantes—. Pero agradezco la cortesía. ¿Buscas algo para ti?
El chico parpadeó.
—No tengo mucha plata. Sólo quería matar la espera antes de empezar turno.
Kael medía siempre al lector oportuno igual que un orfebre pesa el oro en la balanza. Observó las manillas del forjador improvisado—callos recientes, quemaduras viejas—y pensó en la estantería de Relatos Breves para Jornaleros, una colección que se desplazaba sola cuando la dignidad despedía su primera fragancia.
—Sígueme —indicó, recorriendo el pasillo derecho. Cada paso hacía crujir vigas que ya no estaban corroídas; cada lomo susurraba su contenido—. ¿Has oído hablar del capitán Arum Kerr?
—¿El loco que cruzó el Torbellino Septentrional? —preguntó Emil, curioso.
—El mismo. —Kael extrajo un librito de tapas enceradas color perla—. «Bitácora de bolsillo: Instrucciones para no hundirse en los días malos». Lectura de quince minutos, grosor de medio dedo, precio de un desayuno sencillo. Garantizado que sueltas el primer bostezo de satisfacción antes de la cuarta página.
El chico, asombrado, pasó los dedos por la cubierta. Abrió al azar; el texto estaba impreso en tinta marrón, letra clara, con ilustraciones mínimas de anclas metamorfoseándose en alas. Suspiró; la tensión de hombros pareció ceder un grado.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Dos coronas de cobre —respondió Kael—. O una historia breve de tu propia cosecha que valga lo mismo.
Emil vació un bolsillo y colocó las dos monedas sobre la mesa, y Kael recordó la sensación agradable de las transacciones honestas: sonaban diferente que los tratos apresurados. El Libro Vacío, en su pecho, palpitó apenas—una señal leve; la influencia de ese librito sobre el destino del joven sería menor que la del manual de Nia, pero aun así merecería una nota marginal.
Cuando Emil se despidió, ya con el librito en el bolso, agradeció el té de bergamota que Kael le sirvió en un vaso de loza desparejado. Todo el ritual se alargó apenas diez minutos, pero cuando el chico salió a la pasarela, la primera sirena del puerto rugió como un dragón de hierro y vapor; Emil sonrió, listo para cargar cajas.
Kael limpió la loza, se giró—y vio que las comillas verdes habían ganado compañía: dos pequeños paréntesis azulados, translúcidos, se mecían como colibríes en torno al estante de Relatos Breves. Relajó el gesto y decidió no darles importancia inmediata. *Mientras no empiecen a discutir con las comillas, estamos a salvo*.
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A media mañana, el muelle bullía. A lo lejos, la plataforma de carga del dirigible **Evadne III** se llenaba de toneles; los silbatos de los capataces competían con el repiquetear de remaches. Desde la puerta entreabierta, Kael los observaba entre sorbos de té frío. Anotó mentalmente patrones: cuándo pasaban los estibadores, qué calles se poblaban primero, qué puestos abrían antes. Esos detalles serían valiosos para predecir picos de clientela—y también para anticipar cuándo algún inspector de aduanas decidiría comprobar por qué un almacén de cometas había resucitado como librería.
La siguiente visita llegó envuelta en aroma a especias y pergamino mojado. Era una mujer alta, aspecto de contable, que transportaba un baúl de muestras de té rumbo a la lonja. Leyó el cartel, asomó la cabeza, inhaló el olor a cuero y tinta y dejó el baúl a la entrada.
—¿Tiene algo sobre infusiones exóticas que no sean simple publicidad? —preguntó, mientras se quitaba los guantes manchados de tinta de sándalo.
Kael la acompañó a la sección de Botánica de Altitud y le vendió una edición abreviada de «Herbario de Nieblas y Rocíos»: veinticuatro láminas a color, explicación de oxidaciones aromáticas y un capítulo extra sobre la resonancia de las hojas en las alturas. El precio lo fijó en doce coronas—moneda justa, y ella no regateó. Al entregar las monedas, Folio agitó el rabo satisfecho; la mujer, divertida, le deslizó un trozo de galleta con semillas de anís que el perro aceptó con dignidad.
Cuando se marchó, Marcapáginas, que llevaba un rato oteando por la ventana, dio un respingo. El gato bajó de la viga, cruzó la librería y arañó una esquina detrás del mostrador. El rasguño destelló: un portal minúsculo se abrió un segundo, mostrando un pasillo de ladrillo iluminado por faroles. Folio gruñó, alerta; Kael dejó la tetera y se aproximó.
—¿Qué ves? —preguntó, aunque el felino no solía contestar con palabras. Marcapáginas bufó, como si aquel destello hubiera olido a algo desagradable. El portal se cerró con un chasquido, y en el aire quedó un olor vago a humo y tinta quemada.
*Demasiado pronto para visitas equivocadas* —pensó Kael—. Pero el mundo no siempre respeta preludios.
Acarició la cabeza del gato, que fingió no disfrutar, y regresó al trabajo. Revisó la caja—ahora rebosaba de monedas de cobre—y apuntó la segunda venta del día. Cuando cerró la libreta, reparó en que el espacio donde había dejado la pizarra con los precios aparecía vacío. Frunció el ceño; mirando alrededor, vio la tablilla medio oculta tras una torre de diccionarios.
—Pierdo relojes y casi pierdo la lista de precios —dijo en voz baja—. Bravo, Kael, eres una tormenta de eficacia.
Su mente respondió con sarcasmo: *Al menos los libros no se pierden solos, ¿o sí?*
A mediodía, el puerto estaba en pleno ajetreo. Grupos de obreros pasaban delante del local; algunos miraban con curiosidad, tentados por el aroma y la novedad, pero la mayoría tenía horario estricto y ganchos que levantar. Kael aprovechó para ordenar la sección de Historia de Dirigibles: reparó en que algunos tomos pedían alineación cabal y los recitó en susurros para calmarlos. Folio dormitaba a ratos y a ratos acompañaba con la mirada las sombras que se movían tras los cristales. Marcapáginas, desde la ventana lateral, vigilaba la calle.
Así transcurrió el resto de la mañana: sin sobresaltos ni inspectores curiosos, sólo el rumor de motores y el tintinear ocasional de las comillas verdes—como si charlasen con los nuevos paréntesis azules acerca de la emoción de vender un libro correcto a la persona correcta.
Cuando el reloj del campanario náutico dio doce campanadas —Kael utilizaba ese sonido como referencia desde que perdiera su cronómetro—decidió que era hora de almorzar. Cerró el pestillo, colgó hacia afuera un letrero modesto («Vuelvo en un soplo de viento») y condujo a Folio al callejón trasero para una breve ronda. Marcapáginas abrió la carreta de provisiones con un leve empujón de nariz y se sirvió a sí mismo un trozo de bacalao seco, ronroneando en voz baja: una concesión felina a la cotidianidad.
Mientras el gato comía y el perro olisqueaba cajas, Kael se permitió posar la mano sobre la cubierta de cuero del Libro Vacío. No lo abrió; bastaba notar el pulso templado para saber que dos líneas nuevas latían en sus páginas. Una sobre Nia y las alas; otra, apenas un verso, sobre un estibador que leía quince minutos antes de cargar el primer tonel. Eran trazos pequeños, sí, pero cada uno era una hebra que, inevitablemente, acabaría hilando la historia de aquel puerto con la suya.
—Paso a paso —susurró—. Si el destino quiere sorprenderme, tendrá que trabajar duro.
*Y tú recordar dónde dejas el cronómetro*, se burló su voz interna, justo cuando Folio regresó satisfecho de su inspección.
El joven bibliotecario regresó al mostrador, listo para abrir de nuevo. La tarde prometía. El muelle olía a carbón y salmuera, y Kael presentía que las horas venideras traerían más lectores y quizá alguna pregunta incómoda de los gremios. Pero de momento la Librería Errante respiraba tranquila: comillas verdes apoyadas en las vigas, paréntesis azules orbitando la estantería de Relatos, un perro que custodiaba verdades impresas y un gato que cerraba portales innecesarios.
Cuando Kael descorrió el pestillo para recibir la brisa de después del mediodía, el libro bajo su chaleco latió con un tercer impulso, ligero como un aleteo: algo en la ciudad—alguna curiosidad latente, algún corazón ansioso—acababa de alinearse con las estanterías. Sonrió.
—A por el siguiente lector —dijo, empujando la puerta con gesto de anfitrión.
Y el puerto, con su tumulto de hierros y pájaros, respondió con un coro de engranajes listos para girar una página más.