Capítulo 5 – Día de licencias y silencios

El amanecer siguiente trajo un cielo plomizo que olía a tormenta contenida. Las sirenas de los primeros dirigibles resonaban apagadas, como si el puerto de los Vientos prefiriera no llamar demasiado la atención sobre sí mismo. Dentro de la Librería Errante, Kael terminó de ajustar el nudo de la bufanda verde y se contempló en el espejo manchado que había colgado tras el mostrador para ensayar sonrisas de cortesía. El reflejo le devolvió un joven de gesto amable, ojos despiertos y mechones oscuros empeñados en escapar del sombre­ro; detrás, como en un segundo plano, se adivinaba la sombra de su sarcasmo interior —una ceja casi imperceptiblemente levantada.

Folio dormitaba junto a la puerta con las patas delanteras cruzadas, listos los músculos para levantarse al primer golpe dudoso. Marcapáginas, encaramado a la lámpara central, observaba la calle a través del tragaluz; la cola se movía despacio, signo de que escrutaba cada figura que pasaba bajo la neblina.

Kael sirvió té de bergamota en dos tazas de loza sin gemelas y dejó la segunda sobre el peldaño más bajo de la escalera. El gato bajó de la lámpara con un salto perfecto y bebió un sorbo, sólo para darse el gusto de despreciar el resto. El perro, que aborrecía el té, soltó un ladrido breve: lo que le interesaba era el pedazo de galleta de avena que Kael había colocado junto a su cuenco. Rutinas: así se construyen trincheras cuando la incertidumbre llama a la puerta.

—Hoy vendrá el gremio con todo su papeleo —susurró Kael como si los estantes necesitaran la noticia—, y no pienso dejar que se lleven ni un lomo.

La voz interior bromeó: *¿Y si se llevan dos y te pagan doble?*. El propio Kael reprimió una sonrisa. El humor privado lo mantenía despierto, pero también lo distraía, y aquel día necesitaba cada fibra de atención.

Revisó por última vez la trastienda. La trampilla secreta que escondía la maqueta de Nia y los manuales más sensibles seguía intacta, la madera confundida con un panel de pared. Tocó tres veces; la superficie no respondió. Los compartimentos interpliegue nunca fallaban, pero la inspección matutina era costumbre desde que perdiera un lote entero de códices en un mundo cuya gravedad cambiaba de eje cada solsticio.

Regresó a la sala principal y abrió la puerta para que el aire húmedo le despejara la mente. Apenas lo hizo, la figura de Nia apareció corriendo escaleras arriba; traía el gorro de aviador ladeado y el cuaderno técnico bajo el brazo. Su sonrisa era tan ancha como el día anterior, pero sus ojeras contaban otra historia.

—Tensé los largueros —saludó sin aliento—. Probé en la explanada de carbón: planeó quince metros. El gremio ni se enteró. Pero el maestro Larkin oyó rumores de que buscan planos no licenciados. ¿Crees que vengan hoy?

—Vendrán —respondió Kael, invitándola a pasar—. Traen la cámara de comercio para legitimar una requisa. Les daremos té y trámites.

—Tengo miedo de que confisquen mi cuaderno —confesó la niña.

Kael palmeó la tapa del Libro Vacío, oculto bajo el chaleco.

—No dejaremos que lo lean. Guarda tu cuaderno aquí mientras duren las preguntas. —Señaló un cajoncito bajo el mostrador, protegido con un discreto hechizo de tinta que difuminaba cualquier texto a ojos ajenos.

Nia vaciló, pero confió. Depositó el cuaderno y recibió a cambio una galleta de avena. La masticó con cara de circunstancias.

Un golpe firme retumbó en la puerta. Tres toques secos, autorizados, sin impaciencia. Kael enderezó la espalda.

—Hora de la función —murmuró.

Entraron tres personas: el inspector de rango medio de la víspera —charreteras más pulidas hoy—, un escribano de la cámara de comercio con chaqueta color topacio y puños de encaje, y una mujer alta vestida de negro funcional, sin galones visibles. La acompañaba un maletín de metal, demasiado pesado para ser simple archivador. La presencia de la mujer imponía: su rostro mostraba paciencia dura, y sus ojos grises se deslizaban sobre cada estante con la pulcritud de un escalpelo.

Folio gruñó apenas. Marcapáginas soltó un maullido bajo y se acomodó en la viga sin perder a la mujer de vista. Kael sonrió con la exacta calidez que se reserva a una visita potencialmente hostil.

—Bienvenidos de nuevo —saludó—. Tengo té fuerte y facturas más fuertes; ustedes dirán por dónde empezamos.

El escribano desplegó una carpeta. El inspector tomó la palabra:

—Orden de examen y posible incautación de cualquier plano aeronáutico no registrado. Este local no figura como taller, de modo que los textos son lo relevante. —Se aclaró la garganta—. Debe entregarlos para cotejo.

Kael extendió las manos.

—Mis libros son bienes de información, no planos operativos. Revisen lo que necesiten, con guantes de algodón y cuidado: algunos son piezas únicas. Cobro por fotocopia, no por hoja arrancada.

El escribano asintió, deslizó una mirada al inspector y sacó guantes blancos. La mujer del maletín permaneció en segundo plano, sin pronunciar palabra.

El protocolo duró casi una hora. El escribano abrió, listó y cerró treinta volúmenes. Cada vez que una página contenía un diagrama, el inspector anotaba en su libreta. Kael observaba, listo para corregir cualquier cifra mal citada. Nia, sentada en una banqueta, masticaba compulsivamente el último pedazo de galleta; Folio apoyaba el hocico en sus rodillas, calmándola con la inmovilidad de una estatua; Marcapáginas, desde lo alto, seguía con exactitud los movimientos de la mujer de negro.

Todo transcurrió en silencio hasta que el inspector señaló el estante de Botánica y vio espacio de sobra donde la tarde anterior reposaba la maqueta. Se acercó, entrecerró los ojos.

—Recuerdo un prototipo de ala contra esta pared. Ya no está.

—Propiedad privada de una clienta —explicó Kael—. Se la llevó anoche. Puedo darle su dirección si teme por la seguridad aérea.

El hombre dudó, miró al escribano. Este encogió los hombros, como diciendo: no es mío decidir. Fue entonces cuando la mujer del maletín avanzó. Lo abrió sobre la mesa con un chasquido metálico: dentro relucían sellos de lacre con hilos de oro, un tampón oficial y varias tiras de tela satín oscura. Sacó una de las tiras; cada extremo tenía un ojal y, bordadas en plata, las palabras Confiscación Temporal.

—Si el objeto regresa a este local, deberá ser señalado con estas bandas —dictaminó la mujer—. Mi firma autoriza custodia preventiva. Permítame comprobar las instalaciones de almacenaje traseras.

Kael inspiró lento; su sonrisa no cambió.

—No guardo stock fuera de los estantes en exposición —respondió—. Pero si desea ver los registros de importación, dispongo de copias.

La mujer escudriñó su rostro; sus ojos grises no pestañearon. Marcapáginas tensó los bigotes y se deslizó a un segundo travesaño, acercándose por encima. Folio emitió un gruñido sordo; Nia sujetó al perro por el collar.

Un silencio más denso que polvo antiguo. Entonces, casi imperceptibles, dos comillas verdes destellaron sobre la tapa de un diccionario náutico. El inspector las vio; frunció el ceño y alzó la mano para atraparlas. Las comillas se deshicieron como humo con un chispazo turquesa. El hombre abrió la boca, confuso.

—Ionización de linotipia antigua —improvisó Kael sin parpadear—. El cobre de los viejos empastes reacciona con la bruma salina. Suele parecerse a chispas verdes.

El escribano levantó las cejas, tomó nota. La mujer de negro solo ladeó ligeramente la cabeza, como si calibrara la explicación.

Kael se adelantó un paso.

—¿Algo más?

Ella cerró el maletín.

—Nada que exija sellado hoy —declaró—. Pero el gremio se reserva el derecho de reinspección. —Se volvió hacia Nia—. Si aparece ese prototipo, preséntelo en la oficina de licencias antes de hacer pruebas públicas. Las alas mal calibradas matan con la misma facilidad que la mala teoría.

Nia tragó saliva y asintió. La comitiva se retiró; el inspector, al cruzar la puerta, aún miraba la estantería tratando de entender las “chispas verdes”. Kael esperó a que la calle los devorara. Entonces soltó un suspiro largo que arrastró la tensión acumulada.

Marcapáginas bajó de la viga; Folio dejó escapar un ladrido triunfal. Nia se dejó caer sobre el taburete, temblando entre nervios y alivio.

—Casi me estalla el corazón —confesó—. Pensé que abrirían la trampilla.

—No podían verla —explicó Kael—. La Librería decide quién la reconoce. Pero mañana inventarán otra excusa. Es hora de acelerar tu proyecto.

La niña se incorporó.

—Puedo terminar la versión uno a tamaño real en tres días si consigo lona ligera.

Kael pensó un instante. Conocía un comerciante de tejidos al otro lado del puerto que debía un favor a su alfombra persa: le encontró un pigmento que no destiñó durante media vuelta al mundo.

—Te daré una carta. Pide tres metros de lona de seda encerada. Dile que el librero necesita que una mariposa piense que sus alas son leves. Te cobrará mitad de precio.

Nia se iluminó. Cogió una pluma del tintero y apuntó medidas en la palma. Kael escribió la carta, selló con un pequeño sello en forma de libro abierto y se la entregó.

—Recuerda: vuelas cerca de los ojos más curiosos del puerto. Ensaya al amanecer, antes de que los inspectores despierten.

—Sí, señor —dijo ella.

Antes de marchar, Nia se giró:

—Usted… ¿por qué me ayuda tanto?

Kael apoyó los nudillos en el mostrador.

—Porque las historias que merecen alas también merecen un despegue digno —contestó—. Y porque guardar libros sin lectores sería como guardar puertos sin barcos.

La niña sonrió con gratitud que no cabía en su rostro y salió con paso veloz. Folio trotó tras ella hasta la esquina para asegurarse de que nada peligroso la siguiera. Cuando el perro volvió, Kael se agachó y apoyó la frente en su cabeza.

—Buen chico —susurró—. Hoy nos ahorraste un interrogatorio.

Marcapáginas, desde la lámpara, soltó un maullido que sonó a “¿y yo qué?”, pero el librero no se dejó chantajear: le arrojó un trocito de bacalao seco que el gato atrapó al vuelo.

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La tarde continuó sin visita oficial, pero con un desfile constante de curiosos. Kael vendió un tratado de poleas autoengrasantes a un mecánico, un cuento de terror marinero a un timonel supersticioso y un compendio de insultos náuticos en trece dialectos a un mozo de cuerda que pagó con tres clavos de bronce pulido. Cada venta dejaba un eco leve: una tilde dorada que parpadeó sobre el insultario; un paréntesis azulado que abrazó, apenas un segundo, la cubierta del tratado de poleas. Siempre efímeros, siempre dentro de la tienda.

Al cerrar el pestillo por la noche, Kael abrió el Libro Vacío. Dos nuevas líneas brillaban todavía húmedas:

*«Alas que doblan bambú alargan el susurro del amanecer.»*

*«La tinta de la sospecha se borra si la cortesía la encierra entre pliegos.»*

Las leyó en voz baja. Folio bostezó; Marcapáginas se acomodó sobre el diccionario náutico. Afuera, el viento del oeste golpeó los cristales con olor a tormenta. Kael cerró el libro y lo guardó bajo el chaleco.

—Mañana necesitaremos lona, remaches y algún argumento nuevo —dijo a nadie—. Y quizás un truco de gato para redirigir inspectores.

Su voz interior respondió: *Y un cronómetro, si pudiéramos recordar dónde lo perdiste.* Esta vez Kael rió de verdad, un sonido suave pero lleno.

Apagó la lámpara principal. La librería quedó sumida en una penumbra dorada que apenas lamía los lomos. Mientras subía la escalera hacia la buhardilla, escuchó el ronroneo de Marcapáginas mezclado con el respirar pausado de Folio. Eran música doméstica, la armonía que había inventado para que una biblioteca itinerante se sintiera hogar.

Mañana volverían los papeles oficiales y las miradas recelosas, pero también un ala incompleta buscando su cielo. Y Kael —amable al exterior, irónico por dentro— aguardaba ese instante en que un lector encuentra el libro exacto y el universo, durante un latido, respira tinta y se reescribe.

La tormenta retumbó a lo lejos; quizá llegaría con la madrugada. El librero cerró la ventana, pero dejó un resquicio para que el olor a lluvia fresca se mezclara con el cuero viejo y el pergamino. Entonces se recostó, cruzó las manos detrás de la cabeza y se permitió un lujo: imaginar la primera vez que Nia saltaría desde la torre del faro y el viento, sorprendido, tendría que inventar corrientes nuevas para sostenerla.

Se quedó dormido con esa imagen, y la Librería Errante guardó silencio, consciente de que, en el breve respiro nocturno, la historia afinaba sus engranajes para un giro más grande.