El sol todavía no había trepado sobre los almacenes cuando un golpe de brisa fría se coló por el tragaluz de la buhardilla. Kael abrió los ojos, recordó dónde estaba —primera parada del nuevo itinerario, ciudad-puerto steampunk— y sonrió antes de que su mente interna añadiera la pulla habitual: *Cinco horas de sueño… cifras generosas para un librero itinerante con vocación de reloj estropeado.*
Se vistió, bajó la escalera y encontró a Folio en guardia junto a la puerta trasera; el perro movió la cola con un saludo que olía a «rutina segura». En lo alto de la barandilla, Marcapáginas terminó de desperezarse y bajó con un salto perfecto, aterrizando sobre el mostrador sin derramar una sola mota de polvo.
—Buenos días —susurró Kael, ajustándose el chaleco borgoña—. O lo que sea que diga el reloj de los estibadores.
Encendió el hornillo de alcohol, puso agua a calentar y buscó la latita de galletas. Tardó diez segundos en localizarla—bastante rápido, considerando su historial de extravíos—y premiar a sus compañeros: trozo de avena para Folio, puntita de bacalao seco para Marcapáginas. Mientras esperaba el primer borboteo, abrió la puerta principal; la calle exhaló un vaho de sal y humo de carbón. El rumor de cadenas despertando sobre mástiles se mezclaba con el chisporroteo de los hornos de vapor que calentaban la ciudad como un gigantesco estómago metálico.
Kael llenó su taza, tomó un sorbo aún hirviendo, y se dispuso a barrer. No lo necesitaba —la alfombra persa se mantenía limpia como por magia—, pero el gesto servía para templar los hilos del día. Cuando pasó por delante de la estantería de Mecánica, la pareja de comillas verdes apareció de nuevo, vibró un instante alrededor del lomo del *Manual de Propulsión por Viento Ligero* y se deshizo como briznas de niebla. Era la señal inequívoca de que el destino recordaba a su primera lectora.
—Nia volverá pronto —murmuró, con una mezcla de expectación y aprensión—. Espero que el gremio de aeronautas aún no haya puesto precio a su curiosidad.
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No había terminado de colocar la pizarra de precios cuando la puerta se abrió con un chasquido. Nia irrumpió en la librería, cubierta de polvo de carbón y con la camisa salpicada de óxido. Llevaba el manual apretado contra el pecho, y unos ojos ámbar que brillaban tanto de sueño como de adrenalina.
—¡Las alas se inclinan demasiado a babor! —exclamó antes de saludar—. Necesito verificar un ángulo, pero el diagrama desplegable no coincide con la curvatura real de los listones.
—Buenos días para ti también —respondió Kael, inclinado sobre el mostrador—. Sírvete té antes de que explotes y me llenes el piso de tuercas.
La niña depositó el libro sobre la mesa. Kael lo abrió por la página veintisiete: allí se extendía el fold-out con las alas de tela encerada, ejes de latón y notas a lápiz. Folio apoyó el hocico en el borde para olfatear; Marcapáginas, curioso, se sentó a medio metro, pero su cola serpenteaba con alerta.
—Ves aquí —Kael señaló la sección central—: el manual asume listones de fresno. Tú usas varillas recicladas de cometa, ¿verdad?
—De bambú —admitió Nia—. Pesan menos, pero flexan distinto.
—Entonces ajusta tres grados adicionales de torsión. Y cambia la costura: puntada corta doble en la tela para que la carga se distribuya.
Nia miró, comprendió, y los engranajes mentales giraron con un brillo casi audible.
—¿Puedo fotografiarlo? —preguntó, sacando de su bolsa una cámara de cajón más grande que su antebrazo—. No tengo cómo volver cada hora.
—No es foto lo que necesitas. —Kael se inclinó bajo el mostrador y sacó un cuaderno pequeño, tapas de cartón crema, hojas milimetradas—. Es de segunda mano, pero el papel aguanta tiza y aceite. Un cuaderno técnico cuesta… una corona de cobre y una anécdota sobre dónde encontrar bambú en un puerto que vive de pinos.
Nia soltó una risita asombrada, sacó la moneda y la soltó sobre la mesa.
—Lo corto en los jardines del viejo faro. Nadie mira esas cañas secas.
—Información valiosa —admitió Kael—; quizá la reutilice en un ensayo sobre botánica urbana.
La niña comenzó a copiar las medidas. Al hacerlo, una tilde dorada prendió un segundo sobre la página del manual, como para subrayar la última línea. Se consumió al instante. Nia, demasiado concentrada, ni se percató. Folio soltó un ladrido abafado; Marcapáginas entornó los ojos, pero no interfirió.
—¿Cómo vas de presupuesto para remaches? —preguntó Kael.
—Fatal —suspiró—. Tuve que empeñar una válvula. Con suerte el señor Larkin me fía un lote de tornillos finos.
Kael meditó. Tenía en la trastienda una caja de remaches huecos rescatada en otro mundo, reliquia que ya no usaría. Se inclinó, las buscó; cuando regresó, las depositó suavemente:
—Llévalos. Párteme la diferencia en metal sobrante cuando acabes las alas.
La niña lo miró incrédula.
—¿Así de fácil?
—Nada es fácil. Pero prefiero ver alas en lugar de óxido. —Sonrió con esa cordialidad que usaba como escudo contra su propio cinismo. Por dentro, su mente murmuraba: *Y mientras tanto te cubro las espaldas frente a los aeronautas que ya sospechan.*
Nia cerró el cuaderno, guardó remaches y manual, y giró hacia la puerta.
—Volveré antes del atardecer. Quiero probar el planeador a escala.
—Evita precipicios excesivos. Y si ves gaviotas demasiado curiosas, recuerda que cobran peaje de pescado salado.
La niña rió y desapareció escaleras abajo con paso de vendaval. Las comillas verdes no aparecieron esta vez; quizás reservaran energía para un salto mayor.
Kael exhaló. Folio gimió como preguntando “¿Qué sigue?”. Marcapáginas hizo un medio maullido —un recordatorio de que los problemas suelen llegar por la puerta trasera.
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Al mediodía, la puerta principal recibió a otro visitante: un muchacho de uniforme azul oscuro, gorra con el emblema del Gremio de Aeronautas bordado en hilo dorado. Llevaba una carpeta bajo el brazo y el aire de quien recita textos memorizados antes de dormir.
—Buenas tardes, caballero —dijo con cortesía forzada—. El Gremio inspecciona documentación de patentes aéreas. Se ha mencionado la circulación de planos no registrados. ¿Podría contestar unas preguntas?
Kael sonrió y palmeó la tapa del registro de ventas.
—Pregunte lo que necesite. Pero no vendo patentes; vendo libros. Las ideas son responsabilidad de quien las lee.
El joven soltó un «hmm» dubitativo. Abrió la carpeta y sacó un formulario.
—¿Ha vendido recientemente manuales de vuelo a particulares sin acreditación?
—He vendido un manual de teoría aerodinámica. No entrega motor ni hélice, sólo diagramas.
—Aun así, el gremio debe verificar —continuó el inspector-aprendiz— que dichos diagramas no infrinjan la patente B-47… —Buscó con prisa—. ¿Tiene registro del comprador?
—Nombre y pago debidamente anotados —respondió Kael, ofreciendo la libreta.
Mientras hablaba, Folio olisqueó los bajos del uniforme. Detectó algo extraño; el perro ladró una sola vez, grave. Un olor a tinta duplicada: el inspector portaba, en un bolsillo interior, un pliego de papel que no era formulario gremial. Marcapáginas alzó las orejas.
El muchacho apartó discretamente la carpeta, inquieto con el perro.
—¿Problema? —preguntó Kael en tono neutro.
—No… supongo su perro no aprecia uniformes —balbuceó.
Kael esbozó una sonrisa paciente. Dentro, su mente sarcástica gruñó: *Ni Folio ni yo apreciamos preguntas que ya traen sentencia.* Con una palmada suave, llamó al gato. Marcapáginas saltó al mostrador y arqueó el lomo, estirándose hasta rozar la solapa interior de la chaqueta del inspector. Bastó un toque de su cola para que un portal delgado como una hebra se abriera un segundo y dejase ver un sello: un ala dorada encima de la palabra “Confiscación”.
El portal se cerró antes de que el muchacho notara nada. Kael entendió: el gremio planeaba requisar cualquier pieza sospechosa. Agradeció que Nia hubiese salido hace rato.
Entregó al inspector la hoja de registro de ventas (dos líneas, nombres y pagos). El joven anotó, devolvió el cuaderno y se retiró con excusa de seguir la ronda.
Cuando la puerta se cerró, Kael chasqueó la lengua.
—Vendrán oficiales de rango superior —murmuró—. Y traerán órdenes firmadas.
Folio gimió; sabía que significaba problemas. Marcapáginas bufó: él detestaba a cualquiera que quisiera censurar planos —aunque, desde luego, detestaba casi todo lo que implicara papel confiscado.
Kael examinó mentalmente el inventario. El gremio no podía confiscar libros legítimos, pero sí podía complicarle la vida con multas y cierres temporales. Necesitaba preparar defensa y, quizás, un escondite rápido para los textos más técnicos.
Fue a la trastienda y movió un estante. Detrás había una puerta baja que revelaba un “entre-pliegue”: un almacén de respaldo que la librería ofrecía como parte de su bolsillo dimensional. Colocó allí los manuales más controvertidos: aerodinámica avanzada, turbinas experimentales, catálogos de combustibles volátiles. Los selló con un gesto de la mano: las tablas encajaron y la rendija se desvaneció, dejando solo ladrillo viejo.
Regresó justo a tiempo para oír un golpeteo en la entrada. Esta vez no era uniforme azul, sino un hombre rechoncho con chaleco a rayas, sombrero bombín y la inconfundible cartera de un recaudador de impuestos. Kael rodó los ojos en silencio: *Cuando no es el gremio, es la tesorería.*
—Señor Kael, ¿verdad? —El recaudador alzó las cejas—. Revisamos el impuesto de espectáculos e importaciones. Este local figura como “librería ambulante”. Necesito pruebas de origen de su catálogo.
Kael sintió que la ironía interna reía a carcajadas. Decidió actuar rápido.
—Tengo facturas de compra en varios puertos —dijo—. ¿Le serviría una copia?
—Firmadas por testigo gremial —insistió el recaudador.
Kael extrajo un legajo que la librería misma confeccionaba al plegarse: facturas impresas con sellos reconocibles en cualquier mundo de nivel burocrático medio. Se las mostró. Mientras el hombre las examinaba, Folio se acercó por detrás y olfateó; su cola se relajó: todo en orden, al menos en términos de autenticidad.
Diez minutos después, el recaudador se marchó, satisfecho y con un descuento en forma de manual de recetas de té que Kael le “vendió” a precio simbólico de dos monedas —una estratagema para que el hombre recordara la tienda con agrado y no con desgana recaudatoria.
La tarde avanzó entre visitas de curiosos, ningún comprador grande y el eco ocasional de un guion flotante cuando un acordeón callejero interpretó una tonada sentimental demasiado cerca del umbral. Cada eco se evaporaba en segundos; ni Folio ni Marcapáginas daban señales de alarma: no eran peligros, sólo la casa bostezando.
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El sol rozaba las grúas del puerto cuando Nia regresó. Traía un ala a escala media —metro y medio de punta a punta— y una sonrisa tan grande que la hacía parecer dos años mayor. Entró con toda la pieza a rastras, esparciendo virutas.
—¡Vuelo estable en la prueba! —anunció antes de recuperar el aliento—. Solo cinco metros de planeo, pero mantuvo la dirección. Necesito reforzar el larguero frontal… ¿Podré comprar tu libro sobre ejes de latón? —Mostró dos monedas de plata —lo que quedaba después de fiarse tornillos— y una bolsita de semillas esféricas color bronce.
—Ese libro cuesta una moneda —replicó Kael—. Y una pregunta: ¿para qué sirven esas semillas?
—Son de árbol de resina ligera —explicó—. Pueden sustituir arandelas cuando germinan: perforas la corteza y crece alrededor del eje, se endurece igual que madera de haya.
Kael arqueó las cejas, gratamente sorprendido. A Folio se le erizaron los bigotes de curiosidad; Marcapáginas olió la bolsa y soltó un maullido que sonó a aprobación genuina. Kael aceptó el pago y le pasó un volumen delgado: *“Ligaduras y Articulaciones Flexivas en Ingeniería Orgánica”*.
Ni bien transfirió el libro, apareció una pareja de comillas verdes sobre la cubierta, brillaron y se esfumaron antes de que la puerta se abriera. En el umbral estaban ahora dos hombres del gremio, uniformes azul oscuro, pero estos de rango superior: charreteras doradas, brusco olor a autoridad.
—Cerraremos en breve —anunció el primero, sin pedir permiso—. Orden de incautación de planos.
Nia se pegó a la estantería, como si quisiera volverse invisible. Kael avanzó, sonrisa diplomática.
—Señores, esta es una librería, no un taller clandestino. Todos mis textos tienen registro de importación legal. —Levanto el legajo de facturas todavía sobre el mostrador—. Revisado hace tres horas por la oficina correspondiente.
El segundo oficial dejó caer un sobre lacrado con el sello del gremio.
—Cualquier plano de aeronave desarrollado sin licencia es propiedad provisional del Aeroparlamento. Tenemos constancia de que aquí circula material eliminado del archivo central.
Un silencio pesado. Folio gruñó; Marcapáginas cruzó la mirada con Kael y, con un leve golpe de cola, activó un hilo portal tras la estantería de Botánica. Las alas a escala —apoyadas contra la pared— vibraron, y uno de los uniformados abrió mucho los ojos.
—¿Qué es eso?
—Maqueta educativa —respondió Kael sin titubear—. Vendo teoría, no prototipos. Y esa maqueta tiene copyright de dominio público. Pueden revisar.
El oficial dio un paso y tocó la tela; la estructura se mantuvo firme. Kael vio cómo Nia contenía la respiración.
—Corte adecuado —admitió el hombre—, pero eso no prueba nada.
—Entonces necesitamos abogado —replicó Kael con calma—. Y un representante de la cámara de comercio. Sin esos formularios, su orden carece de vigencia sobre libros.
El argumento funcionó: los uniformados intercambiaron una mirada; un político presente valía más que confiscar tres alas.
—Volveremos mañana con la cámara —advirtió el de mayor rango.
—Estaré encantado de servirles té —concedió Kael, abriendo la puerta—. Y de mostrarles la línea completa de tratados de jurisprudencia aeronáutica.
Los hombres se retiraron. Kael cerró, echó el cerrojo y dejó escapar el aire.
—Eso… estuvo cerca —susurró Nia.
—Demasiado —confirmó Kael—. Necesitaré mover parte del catálogo a… otro estante.
—¿A qué te refieres?
Kael se agachó, abrió la trampilla secreta y le mostró las estanterías vacías del pliegue.
—A estantes que la realidad no ve salvo cuando yo quiero. Guarda tu maqueta ahí. Mañana vendrán con sellos nuevos, y prefiero que tus alas no aparezcan en su inventario.
Nia dudó un segundo, pero obedeció. Mientras la niña y el gato acomodaban la estructura dentro, Folio vigilaba la puerta, fiel. Kael notó que el Libro Vacío, pegado a su pecho, latía con fuerza —no de alarma, sino con un pulso nervioso de tinta que se prepara a escribir algo grande. Todavía no estaba listo, pero la sensación era clara: el destino de la niña, del gremio, quizá del puerto entero, estaba al borde de una línea carmesí.
Cuando terminaron, Kael cerró la trampilla. El aire pareció tensarse, como si la librería contuviera el aliento. Afuera, el sol se hundía en un horizonte teñido de cobre y humo. Entre las velas de los dirigibles, hordas de gaviotas giraban alborotadas, presagiando un frente de tormenta.
—Ve a casa —dijo Kael a Nia—. Mañana habrá interrogatorios. Necesitarás descanso para contestar con cabeza clara.
—¿Vendrás tú? —preguntó la niña.
—Siempre que haya libros en juego —sonrió él—. Y las alas aún no han contado su historia.
Nia asintió; abrazó el cuaderno técnico y salió corriendo. Folio la acompañó hasta el quicio, satisfecho. Marcapáginas, desde la viga, lanzó un maullido que sonó a un lacónico «suerte».
Kael observó las sombras estirarse sobre la alfombra. En algún rincón de la librería, un fugaz punto y coma luminoso destelló y se apagó: la puntuación celebraba, quizá, el suspenso recién nacido. El joven librero ajustó el sombrero, respiró hondo y apagó una lámpara: mañana tendría que defender conocimiento frente a la sospecha, y eso, para un amante de las historias, era el equivalente a afilar la pluma antes de la batalla.
—Mañana —susurró—. Promete párrafos intensos.
Y la Librería Errante, con sus estantes plegables y su corazón de páginas, escuchó en silencio, lista para el próximo renglón.