Capítulo 1:

Capítulo 1:

El viento helado de San Petersburgo se colaba por las rendijas del viejo apartamento de Sabina Petrova, pero ella apenas lo notaba. Sus dedos, ágiles y delicados, danzaban sobre las teclas del piano de cola que ocupaba la mitad de su salón. Claro de Luna de Debussy fluía como un susurro melancólico, mezclándose con el aroma del café que se enfriaba en la mesa de centro. 

Era su rutina: enseñar a niños desafinados durante el día, refugiarse en la música por las noches. El timbre del teléfono la hizo saltar. El sonido estridente cortó la melodía como un cuchillo. Sabina contuvo el aire, los ojos fijos en la pantalla. Anton. 

—¿H-Hermano? —dijo Sabina, aliviada al reconocer el número, aunque el temblor en su voz delataba su nerviosismo habitual—. ¿Estás bien? —La respiración entrecortada de Antón al otro lado le heló la sangre. 

—¡Sabina, escúchame! —dijo Anton, su voz era un susurro frenético—. Tienes que salir de ahí. Ahora. 

—¿Q-qué pasa? —preguntó Sabina, los dedos aferrándose al teléfono con fuerza. 

—No hay tiempo. Vinieron por mí, pero si no me encuentran... —un ruido seco, como un portazo, interrumpió su frase—. ¡Mierda! Sabina, ¡corre! 

El grito de su hermano fue seguido por un estruendo. Algo o alguien había derribado la puerta. Sabina sintió cómo el mundo se desmoronaba bajo sus pies. 

—¡Anton! —gritó, pero la línea se cortó. 

El silencio que siguió fue peor que cualquier respuesta. Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos cuando escuchó los pasos en el pasillo. Demasiado tarde. La puerta de su apartamento se abrió de un golpe antes de que pudiera reaccionar. Tres hombres vestidos de negro cruzaron el umbral con la precisión de quienes habían hecho esto antes. 

—P-Por favor... —balbuceó Sabina, retrocediendo hasta chocar contra el piano. Una nota desafinada retumbó en el aire. El más alto de ellos, un tipo de mirada gélida, sonrió sin humor. 

—No hagas esto difícil, pápirosa —dijo, usando el término despectivo para alguien frágil—. El jefe quiere conocerte. 

Antes de que pudiera gritar, un paño húmedo cubrió su nariz y boca. El mundo se desvaneció en una espiral de sombras. 

El primer pensamiento de Sabina al recuperar la conciencia fue que debía estar muerta. El techo sobre ella no era el de su humilde apartamento, sino uno alto, adornado con molduras doradas y una lámpara de cristal que difundía una luz tenue. Se incorporó con un gemido, las sábanas de seda resbalando sobre su piel. Llevaba puesto un vestido que no era suyo blanco, sencillo, demasiado caro para su gusto. 

—No te asustes. No estás lastimada. —La voz la hizo girar hacia la ventana. 

Un hombre alto, de espaldas anchas y cabello oscuro peinado con precisión militar, contemplaba la ciudad a través de los ventanales. La nieve caía suave sobre San Petersburgo, pintando de blanco las calles que Sabina conocía tan bien. 

—¿Dónde... estoy? —logró decir Sabina, aunque cada palabra le quemaba la garganta. El hombre se volvió lentamente. Dylan Sokolov. 

Aún en la penumbra, su perfil era cortante como el filo de una navaja. Ojos grises fríos, calculadores la estudiaron sin prisa. No llevaba armas visibles, pero Sabina sintió el peligro emanando de él como el humo de un incendio. 

—En un lugar seguro —respondió Dylan, aunque la palabra sonó a burla—. Al menos por ahora. —Sabina apretó las sábanas contra su pecho, como si eso pudiera protegerla. 

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Sabina 

Dylan se acercó, cada paso medido. Cuando se detuvo a un metro de distancia, Sabina pudo ver las cicatrices apenas visibles en sus nudillos. Marcas de una vida violenta. 

—Tu hermano te vendió, Sabina —dijo DYlan, y su voz no era áspera, sino casi... lastimosa, como si el hecho le desagradara—. Una deuda de medio millón de euros. Tú eras el pago. —Ella negó con la cabeza, las lágrimas nublando su visión. 

—No... Anton no haría eso. —dijo Sabina sin creerle 

—Los números no mienten —Dylan sacó un teléfono de su bolsillo y deslizó una foto hacia ella: Anton, sonriendo mientras contaba fajos de billetes—. Cobró por ti y desapareció. —Sabina sintió que el suelo cedía. ¿Por qué, Anton? 

—¿Y ahora? —susurró Sabina—. ¿Me matarás? —Dylan inclinó la cabeza, como si la pregunta le sorprendiera. 

—No. Eres valiosa. —Su mirada recorrió su rostro, deteniéndose en sus manos—. Tocas el piano. — Era una afirmación, no una pregunta. 

—Sí... 

—Tocarás para mí. Cada atardecer. —Dylan señaló hacia un rincón de la suite, donde un piano de cola negro brillaba bajo la luz—. Y obedecerás. Sin preguntas. —Sabina tragó saliva. 

—¿Y si me niego? —preguntó Sabina y Dylan sonrió, pero no hubo calidez en ese gesto. 

—Prefiero que no lo hagas. —dijo Dylan, no era una amenaza directa, pero el mensaje estaba claro. 

Cuando él salió de la habitación, dejando solo el eco de sus pasos, Sabina se dejó caer sobre la cama. Las lágrimas cayeron entonces, silenciosas, amargas. Afuera, la nieve seguía cayendo. Y en algún lugar de la ciudad, su hermano había vendido su vida por un puñado de billetes manchados de sangre. 

Esa noche Dylan, envío sirvientas a la habitación de Sabina para que la prepararan, pues tocara para él y algunos socios que estaban reunidos con él en el salon principal. La puerta de la suite se abrió sin previo aviso, y tres mujeres entraron con la eficacia silenciosa de quienes estaban acostumbradas a seguir órdenes. Sabina, aún sentada en la cama con el vestido blanco que Dylan le había provisto, se encogió instintivamente. 

—El señor Sokolov requiere su presencia en el salón principal —dijo la mayor de ellas, una mujer de cabello plateado y rostro impasible—. Deberá tocar para él y sus invitados. 

Sabina abrió la boca para protestar, pero las palabras murieron en sus labios cuando las otras dos sirvientas avanzaron hacia ella, llevando entre sus brazos un atuendo que la hizo palidecer. Un vestido rojo. Demasiado rojo. 

—E-Eso no es para mí —murmuró Sabina, retrocediendo hasta que la espalda chocó contra el cabecero de la cama. La mujer de cabello plateado no mostró emoción alguna. 

—Es una orden. 

Sabina nunca había usado algo así. El vestido era corto, ajustado, con un escote que dejaba al descubierto más piel de la que ella había mostrado en toda su vida. Las mangas eran inexistentes, y la tela, aunque de una seda costosa, parecía más una segunda piel que una prenda. 

—No puedo usar esto —susurró Sabina, pero ya las mujeres la rodeaban, sus manos expertas desabrochando el vestido blanco sin ceremonias. 

Sabina cerró los ojos, sintiendo cómo la desnudaban y volvían a vestirla como si fuera una muñeca. El roce del vestido rojo contra su piel le produjo escalofríos. No era solo la prenda, era lo que representaba: una transformación forzada, una Sabina que no existía. Luego vinieron los zapatos. 

Tacones rojos de plataforma, con una punta afilada que parecía diseñada para clavar enemigos más que para caminar. Sabina miró sus pies, siempre acostumbrados a botas cómodas o zapatillas planas, y sintió que el mundo seguía torciéndose bajo ella. 

—No sé caminar con estos —confesó Sabina, casi con vergüenza. 

—Aprenderá —respondió la sirvienta, sin pizca de empatía. 

Le cepillaron el cabello hasta dejarlo brillante y lacio, le maquillaron los ojos con un delineado oscuro que los hacía parecer más grandes, más asustados, y le pintaron los labios de un rojo que coincidía con el vestido. Cuando terminaron, Sabina apenas reconocía el reflejo en el espejo. 

—Está lista —anunció la mayor de ellas, como si hubieran terminado de preparar un objeto, no a una persona. 

Sabina intentó dar un paso, pero los tacones traicioneros casi la hicieron caer. Agarró el borde de la cómoda para sostenerse, las mejillas ardiendo de humillación. 

—Por favor… —dijo Sabina, su voz sonó pequeña—. ¿Puedo usar otros zapatos? —Las sirvientas intercambiaron miradas, pero fue inútil. 

—El señor Sokolov eligió esto personalmente. 

El corazón de Sabina se encogió. ¿Por qué? ¿Era algún tipo de castigo? ¿Una manera de recordarle que ahora era suya para moldear como quisiera? La llevaron por pasillos largos y alfombrados, con luces tenues que proyectaban sombras alargadas en las paredes. Sabina caminaba con torpeza, cada paso un suplicio, cada respiro cargado de la vergüenza de sentirse expuesta, convertida en algo que no era. 

Finalmente, llegaron a unas puertas dobles talladas en madera oscura. Del otro lado, se escuchaban murmullos de voces masculinas y el sonido de cristales chocando. Cócteles. Negocios. Hombres peligrosos. Las puertas se abrieron. 

El salón principal era vasto, iluminado por candelabros que colgaban del techo alto. Varios hombres, todos trajeados, algunos con cicatrices visibles en los rostros, se volvieron hacia ella al entrar. Sabina sintió cómo sus miradas la recorrían, evaluando, aprobando, codiciando. 

Y en el centro de todo, sentado en un sofá de cuero negro como un trono improvisado, estaba Dylan Sokolov. 

Vestido de negro impecable, con una camisa abierta en el cuello que revelaba una cadena de plata discreta, Dylan la observó con esos ojos grises que parecían verlo todo. 

—Ah. Llegas justo a tiempo —dijo Dylan, como si no hubiera sido él quien dictó cada segundo de su preparación—. El piano te espera. —Sabina tragó saliva, sintiendo cómo todas las miradas se clavaban en ella. 

—No… no puedo caminar bien con estos zapatos —murmuró Sabina, lo suficientemente bajo para que solo él escuchara. Dylan inclinó la cabeza, estudiándola con una calma perturbadora. 

—¿Quieres que te lleven en brazos? —preguntó Dylan, y aunque su tono era neutro, había algo en su voz que hacía que la pregunta sonara a desafío. Sabina apretó los puños. No. No le daré ese gusto. 

Con determinación temblorosa, dio un paso. Luego otro. Y otro más.nCada movimiento era una batalla, cada instante una humillación, pero llegó hasta el piano de cola negro que brillaba bajo la luz de las velas. Se sentó, las piernas rozándose por la incomodidad del vestido corto, los tacones presionando sus pies ya adoloridos. 

—¿Qué debo tocar? —preguntó Sabina, evitando mirarlo. Dylan tomó un sorbo de su copa, los labios curvándose apenas. 

—Algo que les recuerde por qué estás aquí. —dijo Dylan 

Sabina cerró los ojos por un segundo. No soy esto. No soy el vestido. No soy los tacones. Soy la música. Y entonces, sus dedos, esos mismos que habían enseñado a niños a amar las notas, se posaron sobre las teclas. 

Y comenzó a tocar. Claro de Luna volvió a nacer bajo sus manos, pero esta vez no era melancolía lo que transmitía, sino rabia. Rabia por Anton, por Dylan, por los tacones que le cortaban la circulación, por el vestido que la hacía sentir desnuda frente a depredadores. 

Cuando terminó, el salón quedó en silencio. Hasta que Dylan aplaudió, lento, deliberado. 

—Perfecto —dijo Dylan, y Sabina supo que no hablaba de la música, sino de su sumisión. 

Ella bajó la vista, las lágrimas amenazando con arruinar el maquillaje que le habían aplicado. ¿Cuánto tiempo podré soportar esto? Y, más importante aún… ¿Cuánto tiempo querrá Dylan jugar conmigo antes de romperme? 

Continuará...