Capítulo 2:
Los días se fundían en una neblina de humo de cigarrillos caros, risas ásperas y copas de vodka que nunca se vaciaban. Sabina había perdido la cuenta de cuántas noches había pasado sentada frente al piano de cola, con vestidos que apenas le cubrían lo necesario y tacones que le dejaban los pies en carne viva. Esa noche no era diferente.
Las sirvientas siempre silenciosas, siempre eficientes la habían vestido con un ajustado vestido negro que se detenía a mitad de los muslos, con un escote que dejaba poco a la imaginación. Los tacones, esta vez, eran más altos, con una delgada tira de cuero que se enrollaba alrededor de su tobillo como una serpiente.
—Por favor —murmuró Sabina mientras una de las mujeres le ajustaba el corsé interno del vestido, haciendo que su ya pequeña cintura se viera aún más delgada— Estos zapatos me lastiman.
Ninguna respondió. Cuando entró al salón, los ojos de los hombres se clavaron en ella como cuchillos. Algunos murmuraban entre dientes, otros sonreían con esa sonrisa húmeda que Sabina había aprendido a temer. Dylan, como siempre, estaba sentado en su sofá, un cigarrillo entre los dedos, la mirada impasible.
—Empieza —ordenó Dylan, sin siquiera mirarla.
Sabina apretó los dientes y caminó hacia el piano, sintiendo cómo cada paso le quemaba la planta de los pies. Cuando se sentó, el vestido se subió aún más, exponiendo más piel de la que ella habría mostrado voluntariamente en toda su vida. Un murmullo de aprobación recorrió la sala.
Sus dedos, antes ágiles y seguros, ahora temblaban levemente antes de tocar la primera nota. Pero una vez que la música comenzó, algo dentro de ella se aferró a la única cosa que aún le pertenecía: el sonido. Tocó *Rachmaninoff*, una pieza oscura, llena de furia contenida. Cada nota era un grito ahogado, cada acorde, una rebelión silenciosa.
Pero los hombres no escuchaban la música. Escuchaban los aplausos forzados, las risas borrachas, los comentarios que llegaban a sus oídos como puñaladas:
—*Sokolov sabe elegir sus juguetes.*
—*¿Cuánto crees que pagaría por una noche con ella?*
—*Mira cómo se mueven esas piernas al tocar…*
Sabina quería taparse los oídos, quería correr, pero sus pies estaban atrapados en esos malditos tacones, y Dylan la observaba desde la distancia, como un gato vigilando a un ratón. Cuando terminó, uno de los mafiosos, un hombre corpulento con una cicatriz que le cruzaba el labio se acercó tambaleándose, una botella de vodka en la mano.
—Toca algo más alegre, princesa —dijo, arrastrando las palabras. Su aliento apestaba a alcohol y tabaco.
Sabina se encogió en el asiento, pero antes de que pudiera responder, una voz cortó el aire como un látigo:
—Ella toca lo que yo diga —Dylan había hablado sin levantar la voz, pero el hombre retrocedió al instante, como si le hubieran golpeado.
Un silencio incómodo llenó la sala. Dylan se levantó con elegancia y se acercó al piano. Sabina contuvo el aliento cuando su sombra la cubrió.
—Tienes los pies hinchados —dijo Dylan, inesperadamente.
Ella no supo cómo responder. ¿Era eso… preocupación? ¿O solo otra manera de recordarle que él notaba cada detalle de su sufrimiento?
—Sí —murmuró al final, evitando su mirada.
Dylan observó sus tobillos enrojecidos, luego deslizó los ojos hacia arriba, recorriendo el vestido que la encorsetaba como un envoltorio de regalo.
—Mañana usarás otro par —dijo Dylan, como si eso solucionara algo. Sabina apretó los puños sobre las teclas.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Sabina en un susurro tan bajo que solo él pudo escucharlo—. ¿Por qué me humillas así? —Dylan inclinó la cabeza, como si la pregunta lo intrigara.
—No es humillación —respondió Dyla, su voz un susurro helado—. Es un recordatorio.
—¿De qué? —preguntó Sabina
—De que ya no eres la profesora de piano. Eres mía. —dijo Dylan y con eso, se alejó, dejándola con el corazón latiendo furioso en el pecho.
Esa noche, cuando las sirvientas la desvistieron y la ayudaron a entrar en la bañera, Sabina miró sus pies llenos de ampollas y se preguntó cuánto tiempo más aguantaría. Pero más que eso, se preguntó por qué, en medio de todo, los ojos de Dylan eran lo único que no podía olvidar.
Al día siguiente...
El nuevo par de tacones llegó al amanecer, depositado sobre una bandeja de plata como si fuera un regalo y no un instrumento de tortura. Eran más bajos que los anteriores, pero seguían siendo tacones, con una punta estrecha que prometía seguir destrozando sus pies ya maltratados.
Sabina los miró con los ojos vidriosos. Sus pies, antes delicados y cuidados, siempre protegidos por botas de piel suave o zapatillas cómodas ahora eran un paisaje de ampollas rotas, piel morada e hinchazón deforme. Ni siquiera podía reconocerlos.
—Por favor —rogó Sabina a las sirvientas mientras una de ellas tomaba el zapato izquierdo— No me los pongan. No puedo caminar.
Pero las mujeres no la escucharon. Ni siquiera parpadearon. Con manos expertas, le calzaron los tacones, ajustando las tiras alrededor de sus tobillos inflamados. Sabina contuvo un grito cuando el cuero rozó las heridas abiertas.
—El señor Sokolov espera —dijo la mayor de ellas, como si eso explicara todo.
El camino hacia el salón fue una marcha lenta y agonizante. Cada paso sentía como si caminara sobre cuchillas, el dolor irradiando desde sus pies hasta las rodillas. El vestido de esa noche—un modelo azul oscuro que brillaba bajo las luces, demasiado corto, demasiado ajustado—no hacía más que recordarle lo expuesta que estaba.
Cuando entró al salón, las risas y las conversaciones no cesaron. Algunas miradas se posaron en ella, evaluadoras, frías. Entre los invitados, esta vez, había mujeres elegantes, peligrosas, con vestidos que costaban más que su salario de un año en el conservatorio—pero sus ojos no eran más amables que los de los hombres.
Dylan estaba de pie junto a la chimenea, con un traje negro que se fundía con la penumbra. No la miró cuando entró, pero Sabina sabía que él notaba cada uno de sus movimientos. Ella respiró hondo y avanzó hacia el piano.
Uno. Dos. Tres pasos. El cuarto paso fue su perdición. Un dolor agudo le atravesó el pie derecho, como si un hueso se hubiera quebrado. Sus rodillas cedieron antes de que pudiera reaccionar, y cayó al suelo con un golpe seco que resonó en el salón.
—¡Ah !—escapó de sus labios un grito ahogado, seguido de lágrimas instantáneas. El dolor en las rodillas donde había impactado contra el piso de mármol era solo un añadido a la agonía de sus pies.
Por un segundo, el silencio llenó la habitación. Luego, las risas comenzaron. *Parece que el juguete de Sokolov está roto* comentó alguien entre carcajadas. *¿No te enseñaron a caminar, princesa?*, Sabina apretó los dientes, las mejillas ardiendo de vergüenza. Intentó levantarse, pero sus pies ya no respondían.
Y entonces, algo inesperado sucedió. Las risas se cortaron de golpe. Dylan había bajado el vaso que sostenía y avanzó hacia ella. Su expresión era impenetrable, pero había algo en su mirada—algo oscuro, peligroso—que hizo que incluso los mafiosos más borrachos cerraran la boca. Se detuvo frente a Sabina, mirándola desde arriba.
—Levántate —ordenó Dylan, sin inflexión en la voz. Ella lo intentó, pero sus rodillas temblaban demasiado.
—No… no puedo —susurró Sabina, las lágrimas cayendo libremente ahora.
Dylan observó sus pies, luego los ojos de los invitados, como si estuviera midiendo algo. Finalmente, se inclinó. Y, ante el asombro de todos, la levantó en brazos. El salón contuvo el aliento.
Sabina estaba demasiado conmocionada para protestar. Dylan la sostenía con una facilidad inquietante, como si su peso no significara nada. Su cuerpo, contra el de él, notaba la firmeza de sus músculos bajo el traje, el calor que emanaba a pesar de su fría exterior.
—La velada termina aquí —anunció Dylan, sin mirar a nadie.
Y luego, ante las miradas atónitas de todos, se llevó a Sabina fuera del salón. No la llevó a su habitación. En cambio, entraron en un baño que Sabina no había visto antes grande, con una bañera de mármol negro y espejos empañados. Dylan la depositó con suavidad en un banco de piedra antes de abrir el grifo. El sonido del agua caliente llenando la bañera era el único ruido en la habitación. Sabina no entendía qué estaba pasando.
—Quítate los zapatos —dijo Dylan, sin mirarla.
Ella, temblorosa, obedeció. Cada movimiento le arrancaba un gemido, pero logró deshacerse de los malditos tacones. Dylan se arrodilló frente a ella y tomó uno de sus pies en sus manos. Sabina contuvo el aliento. Sus manos, las mismas que, según los rumores, habían matado a hombres sin hacer ruido eran sorprendentemente suaves al examinar sus heridas.
—Esto es una infección —murmuró Dylan, los ojos fijos en las ampollas supurantes. Sabina no respondió. No podía. Dylan se levantó, buscó algo en un gabinete y regresó con un frasco de ungüento y vendas.
—Esto va a doler —advirtió Dylan, antes de aplicar el líquido. Y sí, dolió. Sabina mordió su labio hasta sangrar para no gritar.
Mientras Dylan vendaba sus pies con una precisión quirúrgica, ella finalmente encontró la voz.
—¿Por qué… haces esto? —preguntó Sabina, confundida. Él no dejó de trabajar.
—Porque eres mía —respondió Dylan, como si eso lo explicara todo—. Y no permito que lo que me pertenece se arruine por estupideces.
Sabina lo miró, buscando algo, cualquier cosa en esos ojos grises. Pero Dylan Sokolov seguía siendo un misterio. Un fantasma. Y esa noche, por primera vez, Sabina se preguntó si algún día lograría escapar de él… O si, en el fondo, ya no quería hacerlo.
Continuará...