Capítulo 3

Capítulo 3: 

El silencio en la suite de Sabina era tan denso que Sabina podía escuchar el tictac del reloj de pared. Sus pies, ahora vendados, descansaban sobre un cojín de seda mientras observaba a Dylan desde el sofá. Él estaba de pie junto a la ventana, la espalda recta, los nudillos blanquecinos al aferrarse al borde de una copa de cristal. 

—No tocarás esta noche —anunció Dylan de pronto, sin volverse. Sabina parpadeó. Era la primera vez en semanas que le concedía un respiro. 

—¿Por qué? —preguntó Sabina, incapaz de contener la sospecha en su voz. Dylan giró lentamente. La luz de la luna recortaba su perfil como un cuchillo. 

—Porque esta noche tengo trabajo que hacer —respondió Dylan, y en sus ojos grises brilló algo que hizo que Sabina se estremeciera—. Y tú vas a venir conmigo. 

Horas más tarde...

El auto negro se detuvo frente a un almacén abandonado en los muelles de San Petersburgo. La niebla se aferraba a los contenedores oxidados, y el olor a salitre y podredumbre llenaba el aire. Dylan salió primero, su abrigo largo ondeando como las alas de un cuervo. 

—Quédate detrás de mí —ordenó Dylan, mientras sacaba un arma del interior de su chaqueta. 

Sabina, aún con los pies doloridos, lo siguió. No porque obedeciera, sino porque el miedo la paralizaba más que el dolor. Dentro del almacén, la oscuridad era casi absoluta. Hasta que, de repente, focos cegadores se encendieron. Cuatro hombres estaban arrodillados en el centro, ensangrentados, con las manos atadas. Detrás de ellos, tres guardias de Dylan apuntaban a sus cabezas. 

—Dime, Petrov —dijo Dylan, acercándose al hombre más magullado—, ¿Creíste que no descubriría que fuiste tú quien le advirtió a Anton Petrova que huyera? —Sabina contuvo el aliento. *Anton*. 

—¡No sé de qué hablas, Sokolov! —gritó el hombre, escupiendo un diente roto. Dylan sonrió. Fue la expresión más aterradora que Sabina había visto. 

—Mentira —susurró Dylan, antes de dispararle en la rodilla. El grito del hombre resonó en el almacén. Sabina se llevó las manos a la boca para ahogar un gemido. 

—¡Anton me debía dinero! —rugió Petrov—. ¡Pero no lo toqué! ¡Alguien más llegó primero! —Dylan se agachó hasta estar a su altura. 

—¿Quién? —pregunto Dylan 

—¡No lo sé! ¡Pero pregúntale a los *chechenos*! ¡Ellos tienen un archivo sobre ti! —dijo el hombre y un silencio mortal cayó. Dylan se irguió, limpiando el cañón de su arma con un pañuelo de seda. 

—Gracias por tu cooperación —dijo Dylan, antes de hacer un gesto a sus hombres. 

Sabina apenas tuvo tiempo de cerrar los ojos antes de que los disparos estallaran. Cuando los abrió, los cuatro cuerpos yacían en charcos oscuros. Dylan se volvió hacia ella, la sangre de los hombres reflejada en sus zapatos impecables. 

—Ahora lo entiendes, ¿verdad? —preguntó Dylan, avanzando—. Anton no te vendió. Huyó porque alguien más lo estaba cazando. —Sabina temblaba. 

—¿Y… y yo? —logró decir Sabina. Dylan se detuvo a solo centímetros de ella. Su aliento era cálido contra su piel. 

—Tú eras el cebo —confesó Dylan—. Sabía que si te tenía, tarde o temprano, quienquiera que esté tras Anton vendría por ti. —Ella retrocedió, sintiendo que el mundo giraba. 

—¿Así que todo esto… los vestidos, el piano, los tacones…? 

—Fue para hacerte visible —cortó Dylan—. Para que pensaran que eras solo mi trofeo, no mi ventaja. —Sabina sintió que algo se quebraba dentro de ella. 

—Me usaste —susurró Sabina. Dylan la miró, y por primera vez, hubo algo parecido a remordimiento en su mirada. 

—Sí —admitió Dylan—. Pero ahora, sabes la verdad. —Se acercó más, hasta que sus labios rozaron su oreja— Y también sabes esto: nadie te tocará mientras estés bajo mi protección.* 

El corazón de Sabina latió con fuerza. ¿Era una amenaza? ¿Una promesa? No lo sabía. Pero cuando Dylan se alejó, dejándola parada entre los cadáveres y la niebla, Sabina comprendió una cosa: El juego había cambiado. Y ella ya no era solo una prisionera. Era parte de la partitura sangrienta de Dylan Sokolov. 

Mansión Sokolov, 9:30 PM

La sala de invitados estaba envuelta en un silencio poco habitual. No había murmullos de sirvientas preparándola, ni el roce de telas ajustadas contra su piel. Sólo el crujido lejano de la madera del piano bajo sus dedos y el suspiro del viento contra los ventanales. 

Sabina se ajustó el suéter holgado sobre los hombros, sintiendo por primera vez en semanas que podía respirar. Las cholas de lana prestadas por una de las sirvientas acariciaban sus pies vendados sin lastimarlos. No era elegancia, pero era *libertad*. 

Dylan observaba desde el sillón junto al fuego, un libro abierto sobre sus rodillas que no leía. Su traje negro seguía impecable, pero había algo distinto en él esta noche: la corbata ausente, el primer botón de la camisa desabrochado. Pequeñas rendijas en su armadura. 

—No tienes que tocar —dijo Dylan, sin levantar la vista del libro. Sabina posó los dedos sobre las teclas, probando un acorde menor. El sonido vibró en el aire como un suspiro. 

—Lo sé —respondió ella. Y sin embargo, tocó. 

*Clair de Lune* emergió, pero esta vez no era la versión furiosa de sus primeras noches, ni la interpretación mecánica para los mafiosos. Era *su* versión: lenta, trémula, llena de preguntas sin respuesta. Dylan cerró el libro. 

—Anton debe tres millones de euros a los chechenos —habló Dylan de pronto, como si la música hubiera roto algo en él—. No es solo el dinero. Es a *quienes* se lo debe. —Sabina detuvo las teclas con las palmas ahogando una nota. 

—¿Quiénes son? —preguntó Sabina, aunque no estaba segura de querer saber. Dylan se levantó, acercándose al piano con esa calma felina que hacía que hasta sus pasos sonaran a amenaza. 

—Gente que no perdona —respondió Dylan, apoyando una mano en el piano—. Gente que, para llegar a Anton, no dudaría en descuartizarte frente a él. 

El aire se espesó. Sabina miró sus manos las mismas que habían vendado sus pies horas antes ahora apoyadas a centímetros de las suyas. 

—¿Por qué me protegiste? —susurró Sabina. Dylan inclinó el torso, hasta que su aliento calentó su mejilla. 

—Porque eres mía —dijo Dylan, pero esta vez la palabra no sonó a posesión. Sonó a promesa. Y entonces, lo imposible sucedió: 

Dylan Sokolov se sentó junto a ella en el banco del piano. Sus manos grandes, marcadas por cicatrices que contaban historias que Sabina no quería escuchar se posaron sobre las teclas. Y comenzó a tocar. 

Tchaikovsky. Una pieza oscura, apasionada, llena de errores deliberados que la hicieron contener el aliento. No era la técnica perfecta de un concertista. Era la interpretación visceral de alguien que había aprendido música en otro tiempo, en otra vida. Cuando terminó, Sabina lo miró como si lo viera por primera vez. 

—¿Cuándo…? 

—Mi madre era profesora de piano —interrumpió Dylan, los ojos fijos en sus propias manos—. En otra vida. 

El silencio que siguió fue distinto a todos los anteriores. No incómodo. No peligroso. Solo presente. Sabina, movida por un impulso que no entendió, extendió la mano y tocó la cicatriz más larga en sus nudillos. 

—¿Y esto? —pregunto y Dylan no apartó la mano. 

—El precio por sobrevivir—murmuró. 

Fuera, la nieve seguía cayendo sobre San Petersburgo. Pero dentro, por primera vez, Sabina sintió algo más frágil que el miedo y más peligroso que la ira: Curiosidad. Y cuando Dylan se levantó para irse, dejando atrás el eco de su música y el calor compartido del banco, Sabina se preguntó si alguna vez volvería a ver el mundo en blanco y negro. Porque ahora, había un matiz nuevo. Y su nombre era gris. 

Continuará...