Capítulo 9 Visita a los abuelos

—¿Vamos a la casa de la abuela? —pregunta mi madre hacia mí y Edwin

—¿Y si mejor vamos mañana? —pregunto mientras me dejo caer en el sillón, tirando la mochila al suelo como si me hubiera cargado un elefante todo el día.

—No —responde mamá desde la cocina, sin ni siquiera voltear—. Hoy. Tu abuela ya hizo arroz con leche. Y sabes cómo se pone si no vamos.

—Pero tengo tarea...

—Y yo no quiero ir —protesta Edwin desde el otro sillón, con una dona en la boca—. La abuela siempre me pellizca la cara.

—Y tú siempre te quejas —responde mamá, saliendo por fin con un trapo en la mano—. Vamos los tres. Ya se los había dicho ayer. Después de clases. Además, tu abuelo dice que quiere contarles algo.

—¿Algo real o una de sus historias inventadas? —pregunto, arqueando una ceja.

—No lo sé. Pero eso es lo divertido, ¿no?

Edwin y yo nos miramos como si estuviéramos firmando un tratado silencioso. Sabemos que no hay forma de evitarlo, pero nos tomamos un momento para fingir que tenemos opción.

—¿Va a haber pan dulce? —pregunta él.

—Seguro —responde mamá con media sonrisa.

—Estoy dentro —dice Edwin, levantando una mano como si votara en un juicio.

Yo me encojo de hombros y también cedo.

—Solo si hay arroz con leche para llevar.

—Eso se negocia con tu abuela, no conmigo —responde mamá, dándonos una palmadita en la espalda antes de ir a buscar las llaves del coche.

Y así, sin mucha ceremonia, salimos rumbo a la casa donde todo siempre huele a historia, a cariño... y a postres.

La casa de mis abuelos huele igual desde que tengo memoria: mezcla de café recién hecho, pan dulce y algo que solo puedo describir como infancia.

Mamá María abre la puerta antes de que siquiera toquemos el timbre. Como si supiera exactamente cuándo íbamos a llegar. O como si hubiera estado espiando por la ventana, lo cual no me sorprendería.

—¡Mi niña bonita! —exclama, y yo apenas alcanzo a soltar la mochila cuando ya me tiene en brazos, apretándome como si me pudiera deshacer de tanto cariño.

—¡Abue, me estás aplastando las costillas! —me quejo con risa.

—Bah, las costillas se acomodan solas. Lo importante es que viniste.

Atrás viene mi mamá, saludando con una sonrisa. Papá Julián sale del fondo de la casa con su clásico "¡ey, ey, ey!" que siempre anuncia que ya tiene chistes preparados o alguna historia que probablemente se inventó.

Me dejan entrar y la casa es justo como la recordaba: los sillones cubiertos con fundas tejidas, el florero con flores falsas en la mesa, y esa sensación de que aquí el tiempo camina más lento.

Mamá María me lleva directo a la cocina.

—Te hice arroz con leche. Y no, no me importa si ya comiste. Aquí se prueba todo.

—Sabes que no me voy a resistir.

—Por eso eres mi favorita —dice, guiñándome un ojo, aunque le dice lo mismo a todos los nietos. Pero no importa. A mí me gusta creer que con ella sí soy su favorita de verdad.

Nos sentamos a platicar mientras ella revuelve algo en una olla que huele a gloria. Le cuento de la escuela, de mis clases de arte, de Aiden (pero sin tantos detalles, solo los justos). Ella escucha todo como si fuera el noticiero más importante del planeta.

—Tienes luz, mi niña. Aunque a veces no la veas, tú sigues brillando. Eso no se apaga tan fácil —dice de pronto, mientras me acaricia el cabello.

Y no sé por qué, pero eso me da ganas de llorar un poquito. Solo un poquito. Del bueno. Del que alivia.

Más tarde, me quedo un rato con Papá Julián en el patio. Me cuenta la historia de cómo casi se cae de un burro cuando era joven, pero termina divagando sobre política, ovnis y que ya nadie sabe hacer frijoles como los de antes.

Río. Me echo en la hamaca un rato. Cierro los ojos.

Y por un momento, me olvido del ruido, de la presión, de todo. Solo soy la nieta de María y Julián, en una casa donde siempre hay arroz con leche, sillones con fundas, y amor que no necesita explicación.

Después de la comida y las risas, mamá María desaparece un momento en su habitación. Todos seguimos platicando en el comedor hasta que regresa con algo escondido detrás de la espalda.

—A ver, mi niña —dice, mirándome con esos ojos de "prepárate para derretirte"—. Tengo algo para ti.

—¿Para mí? —pregunto, sorprendida.

Asiente con una sonrisa que ya me da ganas de llorar, y saca de detrás de ella un peluche.

Un osito rosa, suavecito, con un corazón rojo entre las manos que dice en letras bordadas: Te amo.

—¡Abue...! —digo, llevándome las manos a la boca sin poder evitar sonreír como niña chiquita—. ¡Está precioso!

—Lo vi el otro día en el tianguis y pensé en ti. Para que me tengas cerquita, aunque estemos lejos.

Lo agarro con cuidado, como si se pudiera romper de tanto amor. Es tierno, cursi y absolutamente perfecto.

—Gracias... de verdad, gracias —le digo, abrazándola con fuerza mientras todavía aprieto el osito con una mano.

—Te lo mereces. Por valiente. Por buena. Y porque nunca está de más que te recuerden cuánto te quieren.

Me siento en el sillón con el peluche en las piernas y no dejo de mirarlo. A veces el corazón necesita cosas así: pequeñas, simples, con forma de osito rosa y palabras claras.

Y en ese momento, ahí con mamá María, con el olor a canela flotando en el aire, me siento completamente querida.

Estamos sentados en la sala después de cenar. Edwin hojea un álbum de fotos viejas con papá Julián, riéndose de los peinados imposibles de los noventa, mientras yo sigo abrazando al osito rosa que mi abuela me regaló.

Mamá María se sienta a mi lado. Suspira profundo, de esos suspiros que traen muchos años encima. Nos mira a los dos con una ternura que casi se puede tocar.

—¿Saben? —dice, con voz bajita pero firme—. Yo sé que ya están grandes, que tienen su vida, su escuela, sus cosas... pero yo los veo y siguen siendo mis chiquitos.

Edwin levanta la vista, medio confundido, pero atento. Yo solo la miro, sintiendo que algo se aprieta suavecito en el pecho.

—A veces me pongo a pensar en todo lo que ha pasado —continúa—. En cómo han crecido, en cómo la vida sigue... y me da una mezcla de orgullo y nostalgia. Porque los amo tanto que a veces me duele.

Hace una pausa. La voz le tiembla apenas.

—Solo quiero que lo sepan. Que los quiero con todo mi corazón. Que si algún día andan bajitos de ánimo, si sienten que el mundo pesa, recuerden que siempre tienen una abuela que los adora sin medida.

—Ay, abue... —susurro, dejando el osito sobre mis piernas y abrazándola como si tuviera cinco años otra vez.

Edwin se acerca también, un poco más torpe, pero se recarga en su hombro como si no necesitara palabras.

Y ahí nos quedamos los tres.

Sin música, sin memes, sin pantallas. Solo con el calor de ese amor antiguo, silencioso y gigante.

El tipo de amor que no necesita adornos. Solo presencia.

Mientras mi abuela nos abraza a Edwin y a mí con fuerza, yo cierro los ojos por un segundo. Solo un segundo. Y sin razón aparente, algo me aprieta el pecho.

Una sensación rara.

Como si ese momento fuera demasiado perfecto. Demasiado cálido. Demasiado... último.

Sacudo la cabeza. No. No es nada.

Pero el pensamiento se cuela igual, silencioso:

¿Y si todo cambiara? ¿Si algo se rompiera sin avisar?

No lo digo. Ni siquiera lo entiendo bien. Solo sé que, de pronto, quiero quedarme ahí un ratito más. Abrazarla más fuerte. Memorizar su voz. Su olor a crema de manos y canela. El sonido de su risa cuando Edwin le cuenta algo tonto.

No sé por qué lo pienso.

Solo sé que... a veces, todo cambia de la noche a la mañana.

Y cuando eso pasa, uno se arrepiente de no haber prestado más atención.

Así que cierro los ojos otra vez. Y guardo este momento como si pudiera meterlo en un frasco.

Por si acaso.

Mamá María nos mira a Edwin y a mí con los ojos brillosos, todavía abrazándonos fuerte. Luego, afloja el abrazo y se recuesta un poquito en el respaldo del sillón, como si el cuerpo le pesara más de lo normal.

—¿Y Erick? —pregunta de pronto, con una sonrisa suave—. Ya tiene rato que no viene, ¿no?

—Está en la universidad —respondo—. Le tocó quedarse este fin de semana por un proyecto, pero seguro pronto se da una vuelta.

Ella asiente, aunque su mirada se queda perdida un par de segundos en la ventana. No está triste, pero hay algo en su voz que suena distinto.

—Ojalá venga pronto... quiero verlo. No para regañarlo, aunque se lo merece —dice, intentando bromear—. Solo quiero abrazarlo también. Que no se me olvide cómo se siente tenerlos a todos juntos.

Me quedo callada. No sé bien qué decir. Solo la observo, memorizando cada arruguita alrededor de sus ojos, el modo en que acomoda las manos sobre el regazo, su voz pausada.

—Le diré que venga —digo al fin, con una sonrisa que intento mantener firme.

—Dile que le tengo guardadas sus galletas favoritas. Aunque me las termine comiendo yo antes.

Reímos. Pero algo en el aire se queda flotando. Algo invisible que no entendemos del todo... pero que sentimos igual.

...

Ya estamos de regreso en casa. Edwin se va directo a su cuarto y yo me quedo un momento en la cocina, con el celular en la mano. Lo desbloqueo y busco el contacto de Erick.

Adellai [8:41 p.m.]

Ey, estuve hoy en casa de los abuelos.

Mamá María preguntó por ti. Dijo que te quiere ver. Mucho.

Y que tiene galletas guardadas... aunque no promete no comérselas antes 😅

Tardo unos segundos en mandarlo. No sé por qué. Tal vez porque algo en mí quiere que él también lo sienta. Que entienda que no es solo una invitación casual. Que es importante.

La respuesta no tarda.

Erick [8:43 p.m.]

¿Dijo eso?

🥹

Adellai [8:44 p.m.]

Sí. Literal dijo que no quería que se le olvidara cómo se siente tenernos a todos juntos.

Erick [8:45 p.m.]

Ok... ya me hiciste llorar, gracias 🙄

Le voy a marcar mañana. A ver si me escapo el finde. Aunque sea un ratito.

Adellai [8:46 p.m.]

Hazlo. Le va a hacer muy feliz. Y a mí también.

Erick [8:47 p.m.]

Entonces es trato. Gracias, enana. Neta. Te quiero.

Adellai [8:48 p.m.]

Yo a ti, tonto.

Guardo el celular con una sonrisa un poco melancólica.

Y subo a mi cuarto pensando en cómo, a veces, una conversación simple puede sostener algo muy grande.

Es lunes y me siento como si fuera el primer día de clases... otra vez.

Reviso por quinta vez mi mochila: credencial, libreta, pluma, botella de agua, una barrita de avena (por si el hambre traiciona). Todo está, pero igual siento que me falta algo. Tal vez confianza. Tal vez un manual que diga "cómo no parecer un desastre en tu primer día de servicio social".

Me miro al espejo. Uniforme planchado, peinado decente, cara de "yo puedo con esto"... más o menos.

—¿Lista? —pregunta mi mamá desde la puerta.

—Más o menos. ¿Puedo no ir y fingir que ya cumplí con mis horas?

—¿Y perderte la oportunidad de vivir cosas nuevas y traumarte con adultos? No, mi amor —responde, guiñándome un ojo.

Resoplo, medio riendo. La acompaño a la cocina, donde Edwin desayuna con cara de zombi y me ignora por completo. Normal.

Tomo mis cosas y salgo al sol de la mañana, que me pega en la cara como un recordatorio de que el mundo sigue girando, con o sin ganas.

Camino hacia la parada con los audífonos puestos. Pongo una playlist suave, de esas que no me ponen triste pero tampoco me hacen querer bailar. El punto medio perfecto para mantener la calma.

Es solo el primer día de la semana. Vas a observar, ayudar un poco, no vas a cambiar el mundo hoy. Solo empieza el dia de hoy.

Y eso hago.

Empiezo.

—Buenos días, Adellai —dice la maestra Isabel apenas cruzo la puerta del aula-taller, con su típica sonrisa de "hoy hay caos, pero del bueno".

—Justo a tiempo, como siempre —añade el maestro Caleb desde el fondo, con un pincel en una mano y un rollo de papel kraft en la otra.

Me cuelgo la mochila en una silla y me amarro el cabello en una trenza rápida. Ya aprendí que venir con el cabello suelto aquí es una invitación directa a salir con pintura azul en las puntas.

—¿En qué ayudo hoy? —pregunto, lista para lo que venga.

—¿Recuerdas los carteles de colores que vamos a usar para el mural de los niños de segundo? —dice Isabel—. ¿Podrías ayudarnos a marcarlos con las siluetas antes de que lleguen?

—Claro —respondo, y me acerco a la mesa donde ya están los materiales esparcidos.

Caleb me pasa una hoja con figuras que vamos a calcar: estrellas, manos, animalitos medio extraños que parecen mezcla de gato y nube.

—Y también —agrega—, si alcanzas, necesitamos armar cinco kits de materiales: tijeras, pinceles, crayones y hojas. Están en la bodega, en la caja azul.

Asiento, ya con una rutina mental armada. Me gusta que me pidan ayuda. Me hace sentir útil. Parte del lugar.

Mientras calco las figuras en los carteles, escucho cómo Isabel repasa la lista del día y Caleb hace bromas malas que solo él se ríe. Entre todo ese ruido suave, me doy cuenta de que ya no me siento una extra. Me siento... dentro.

—Por cierto, Adellai —dice Isabel cuando pasa junto a mí—. Gracias por tu ayuda, de verdad. Con los niños conectas muy bien. Se nota.

—Gracias a ustedes —respondo, sintiendo que se me dibuja una sonrisa sin darme cuenta—. Me gusta estar aquí.

Y sí. Me gusta. Aunque salga con pintura en la cara o brillantina en las pestañas. Aunque me duelan los pies al final. Aquí hay algo que me hace bien.

Y eso, en esta etapa de mi vida, vale mucho.

Regreso del servicio social con la mochila un poco más ligera, aunque mis pies me recuerdan que no fue un día cualquiera. Camino por la calle con paso lento, disfrutando del aire fresco y del sonido de las hojas moviéndose con el viento.

En el bolsillo llevo el osito rosa que me regaló mi abuela, todavía suave y cálido entre mis dedos. A veces me sorprendo a mí misma sonriendo sin razón aparente solo con tocarlo.

Llego a casa, dejo la mochila en el sillón y me tiro sobre la cama, sacando el celular de la bolsa con calma. Me cuesta trabajo encontrar las palabras para explicarle cómo fue mi día, pero sé que él entenderá, como siempre.

Empiezo a escribirle un mensaje, dudando un poco, pero al final decido enviarle lo que llevo en el corazón.

Adellai:

Hoy fui un rato a casa de los abuelos. Necesitaba un poco de paz... y arroz con leche.

Aiden:

¿Arroz con leche? Eso suena como la mejor excusa para escaparse. ¿Y qué te dijo la abuela?

Adellai:

Me regaló un osito rosa que tiene un corazón que dice "te amo". No sé por qué, pero me hizo sentir mucho mejor.

Aiden:

Wow, eso es súper tierno. Seguro tienes un ejército de peluches ahora.

Adellai:

Jajaja, solo uno pero especial. La verdad hoy no tenía muchas ganas de ir al servicio social.

Aiden:

Lo entiendo. A veces solo necesitas un respiro. ¿Cómo te fue cuando fuiste?

Adellai:

Fue raro. No quería ir, pero luego me sentí bien, ayudando con los niños y pintando. Me recuerda que no todo es tan pesado.

Aiden:

Me alegra escucharlo. Sabes que está bien no estar siempre al 100. Solo haz lo que puedas.

Adellai:

Gracias, Aiden. Eres mi consejero oficial.

Aiden:

Acepto el título. Para lo que necesites, aquí estoy.

Después de enviarle lo que pasó conmigo, decido preguntarle algo que me quedó rondando en la cabeza.

Adellai:

Oye, ¿y a ti cómo te fue hoy en tu servicio?

Adellai:

No te vi en la salida, pensé que quizá ibas a pasar por mí.

Aiden:

Jajaja, hoy me tocó un día raro en la uni. Estaba con un montón de cosas y ni tiempo para salir.

Aiden:

Y sí, la verdad no te fui a buscar porque pensé que estabas ocupada. Pero la próxima vez te prometo que te secuestro para que no te escapes.

Aiden:

Aunque con tu ejército de peluches, creo que tendré que pelear por tu atención.

Adellai:

Ya tengo mucho sueño... creo que me voy a dormir.

Adellai:

Gracias por hablar conmigo, Aiden. Me ayudaste más de lo que crees.

Aiden:

Duerme bien, Adel. Que tus sueños sean mejores que cualquier realidad loca.

Aiden:

Aquí estaré, siempre que necesites.

Apago la luz y me enrosco entre las sábanas, sintiendo el peso del día apretándome en el pecho. El osito rosa está junto a mí, como un pequeño guardián silencioso. Cierro los ojos, dejando que la oscuridad me envuelva lentamente.

Al principio, todo está bien. La respiración se va haciendo profunda, los pensamientos se vuelven nebulosos, y la calma empieza a instalarse como una melodía suave.

Pero entonces, como una corriente fría que atraviesa el cuerpo, la mente se despierta.

Son las tres de la madrugada.

Abro los ojos y la habitación parece más grande, más vacía. El reloj en la pared brilla con esos números rojos que se sienten como una acusación: 3:00 a.m.

Intento moverme, buscar otra postura, pero el cuerpo se siente pesado y la cabeza está llena de ecos.

Ideas, miedos, preguntas sin respuesta. Un repaso infinito de lo que fue el día, lo que podría ser mañana, lo que nunca quise decir, lo que quizás debería haber hecho.

Me doy vuelta, abrazo al osito con fuerza. Quisiera que me dijera que todo está bien, que esta tormenta en mi pecho va a pasar. Pero claro, es un peluche.

Respiro hondo, intentando hacer silencio en mi mente. Cuento lentamente hasta diez, y luego hacia atrás. Pero las palabras se escapan y los números se mezclan con imágenes y sensaciones que no puedo controlar.

Me levanto despacio, sin hacer ruido, y camino hacia la ventana. El aire frío de la noche me golpea la cara. La calle está silenciosa, salvo por el susurro lejano de un perro y el leve crujir de las hojas.

Me quedo mirando las estrellas, buscando alguna señal de calma. Pero todo parece distante, como si el mundo siguiera su camino sin importar si yo puedo dormir o no.

Pienso en Aiden, en su voz suave y tranquila, en las palabras que me dijo antes de que me durmiera. Eso me ayuda un poco, como un faro en medio de la oscuridad.

Regreso a la cama, me acomodo con cuidado y cierro los ojos otra vez.

Después de varios intentos, por fin siento que me voy quedando dormida. El cansancio es pesado, y mis párpados parecen rendirse ante el sueño. Por fin, logro sumergirme en un descanso ligero, como flotando en una nube.

Pero entonces, A las cuatro en punto me despierto otra vez. La ansiedad se enciende de nuevo, y no logro encontrar la calma. Me doy vueltas en la cama, pero la inquietud no me deja.

Decido levantarme despacio para no despertar a nadie. Camino hacia la escalera que lleva al segundo piso de la casa, un espacio vacío y sin construir, solo con el suelo desnudo y las paredes sin terminar.

Subo con cuidado y me dejo caer en el suelo frío, sintiendo el cemento rugoso bajo mi espalda. El silencio y la inmensidad del lugar me envuelven, me hacen sentir pequeña, pero también un poco libre.

Miro hacia el techo abierto y dejo que el aire fresco de la madrugada me acaricie la cara. Cierro los ojos, intentando que mi respiración se calme.

En ese espacio vacío, sin luces ni ruido, me doy cuenta de que está bien estar así, sola con mis pensamientos, porque a veces eso es justo lo que necesito para encontrarme de nuevo.

Aunque el sueño no regresa rápido, siento que, por un momento, estoy en paz conmigo misma.

El frío del cemento y el silencio del segundo piso vacío poco a poco me arrullan. Sin darme cuenta, cierro los ojos y me dejo llevar por un sueño pesado pero tranquilo, como si el techo abierto me regalara una calma que la cama no pudo darme.

No sé cuánto tiempo pasa, pero el sonido de la alarma de mi celular me despierta a las seis en punto. Me cuesta trabajo abrir los ojos, siento el cuerpo adormilado y la mente todavía pegada a los restos del sueño.

Me incorporo con cuidado, mirando el cielo pálido que empieza a asomar entre las paredes sin terminar. El frío de la madrugada sigue allí, pero ahora se siente menos frío, casi como un abrazo.

Bajo las escaleras con lentitud, sintiendo cada paso mientras me dirijo a preparar mi mochila y cambiarme para la escuela.

Me veo al espejo y me obligo a sonreír. No es la mejor mañana, pero es un nuevo día. Y eso, para mí, es suficiente por ahora.

...

Llego a la escuela sintiéndome como un zombi en plena misión. Mis pies parecen moverse solos, pero mi mente está en otro lado, atrapada entre el sueño y el café que aún no he tomado.

Las luces del pasillo me lastiman un poco los ojos, y tengo que parpadear varias veces para enfocarme. Mis compañeros me saludan, pero solo respondo con un gesto distraído y una sonrisa débil, sin muchas ganas de hablar.

Entro al salón y me dejo caer en mi lugar como si fuera una pluma que no puede sostenerse. Apoyo la cabeza sobre la mesa un momento, cerrando los ojos para robar unos segundos de descanso.

La maestra empieza la clase, pero mi atención va y viene. Trato de seguir, de tomar apuntes, pero mis párpados se sienten pesados, y la mente se desvía hacia pensamientos confusos y fragmentos de sueños que se niegan a irse.

Siento que mis dedos tiemblan un poco al sostener la pluma, y no puedo evitar bostezar varias veces sin poder evitarlo.

"Hoy será un día largo", pienso, mientras me esfuerzo por mantener los ojos abiertos y no hundirme en un mar de sueño.

La campana suena, y el murmullo del salón vuelve a llenarse de vida. Pero yo me quedo un momento más en mi lugar, recogiendo mis cosas despacio, como si al hacerlo pudiera juntar también las piezas dispersas de mi ánimo.

Salgo de la escuela con pasos lentos, sintiendo el sol en la cara y el aire fresco que, de alguna forma, me recuerda que no todo es pesado. Que aunque las noches sean largas y los días cansados, siempre hay momentos pequeños que valen la pena.

Mientras camino a casa, aprieto el osito rosa contra mi pecho, recordando la sonrisa de mi abuela y la promesa de seguir adelante.

Y, aunque no sé qué traerá el mañana, decido que hoy quiero brillar, aunque sea un poquito.

Porque, a veces, brillar es solo cuestión de empezar.