Capítulo 10 El tiempo no avisa

Una semana.

Eso fue todo lo que necesitó el mundo para cambiar.

Una semana después de haberme regalado ese osito rosa y decirme que nos quería mucho, mamá María ya no se ve igual. La ropa le cuelga floja, como si su cuerpo se estuviera encogiendo, desapareciendo despacito. Sus manos tiemblan cuando intenta servir el té y sus pasos son más cortos, más lentos... más frágiles.

No sé qué me duele más: verla así o no entender bien cómo pasó tan rápido.

Mis papás dijeron que fuéramos todos a verla. Que era importante. Que estar unidos como familia también era una forma de sanar, aunque no sepamos bien de qué.

Así que fuimos. Mi mamá, mi papá, Edwin, Erick (que vino desde la universidad con ojeras y cara de preocupación) y yo. También llegaron mis tíos, mis primos, hasta algunos que no veía desde hacía meses.

La casa de los abuelos olía a café con canela y a algo más. Algo silencioso. Como si todos habláramos bajito para no molestar al tiempo. O al miedo.

La abuela estaba recostada en su sillón favorito, envuelta en una cobija de flores que apenas la protegía del frío de septiembre. Cuando nos vio llegar, sonrió. No como antes, de oreja a oreja, sino chiquito, con los ojos. Cansado, pero sincero.

—Mira nomás cuántos —susurró—. Ahora sí me trajeron todo el circo.

Reímos, aunque todos sabíamos que estábamos riendo para no llorar.

Me acerqué a ella con cuidado. Me arrodillé a su lado y tomé su mano. Estaba tibia. Frágil. Pero aún era su mano.

—Abue... —dije bajito.

Ella me acarició la mejilla con los dedos lentos y me miró como si quisiera memorizarme.

—Mi niña bonita. Tú sigue brillando, ¿sí? Aunque sea poquito cada día.

Y ahí supe que algo en mí también iba a cambiar.

Porque cuando la gente que amamos empieza a irse, aunque sigan con nosotros, algo adentro empieza a despedirse.

Me escabullí al patio trasero, ese en el que podemos encontrar flores de todos los colores y tamaños, ese jardín en el que mi abuela a puesto todo de sí. Con una taza de té entre las manos, buscando un rincón donde el aire se sintiera un poco más ligero.

Ahí estaba Dolly, sentada en la jardinera con las piernas cruzadas, viendo las nubes sin decir nada. Siempre fue la prima con la que compartí los juegos más tontos, las peleas más breves y las risas más fuertes. Ahora solo estábamos ahí, en silencio, como si nos costara reconocernos en medio de todo esto.

Me senté junto a ella, sin decir nada. Solo escuchamos el viento mover las hojas secas.

—¿También se te encoge el corazón cuando la ves? —preguntó, sin mirarme.

Asentí. —Como si tuviera una piedrita adentro que no puedo sacar.

Ella apretó los labios y suspiró. —La abue siempre decía que los momentos más bonitos eran los más simples. Las meriendas en su cocina, las tardes de dominó, cuando nos dejaba meter la mano en la masa aunque todo terminara hecho un desastre...

—Y luego nos decía que éramos sus chefs estrella aunque quemáramos las galletas —añadí, sonriendo con los ojos llenos de agua.

Lucía giró la cabeza y me miró con ese gesto que mezcla tristeza y cariño. —¿Crees que sepa cuánto la queremos?

—Sí. Y si no lo sabe, se lo vamos a recordar todos los días que podamos —le dije, firme, sintiendo el nudo en la garganta subir y bajar como una ola.

Nos quedamos ahí un rato más, las dos apoyadas una contra la otra, compartiendo el silencio. A veces, las palabras no alcanzan, pero la compañía sí.

Y en ese pequeño rincón del patio, entre el viento, las hojas y el murmullo lejano de voces familiares, supe que no estábamos solas para llevar este dolor.

El murmullo de voces comenzó a hacerse más fuerte desde la cocina. Olía a pan recién horneado y a chocolate caliente. Una de mis tías, no sé cuál, había empezado a repartir pan dulce como si eso pudiera sostenernos. Y tal vez sí, un poco.

Dolly y yo nos levantamos despacio del jardín. El té en mi taza ya estaba frío, pero lo seguí sujetando como si me anclara a algo.

Al entrar, vi a mamá junto a la estufa removiendo con paciencia una olla de avena, mientras papá le alcanzaba cucharas y servilletas con su cara de "no sé qué hacer, pero quiero ayudar". Edwin se asomó desde el comedor con una concha en la mano y bigote de leche en la cara. Erick estaba en silencio, recargado contra la pared, con los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo.

La abuela seguía en su sillón, esta vez dormida. Respiraba lento, casi imperceptible, y cada exhalación parecía pesar más que la anterior.

Me senté junto a mamá, en la pequeña mesa de la cocina, y la vi servir una taza para ella misma sin probarla.

—¿Cómo estás, ma? —le pregunté en voz baja.

Me miró un momento. Sus ojos estaban rojos, pero su voz fue firme.

—Aquí, mi amor. Estoy... aquí.

La frase me supo a todo: a lucha, a dolor, a sostén. Mamá estaba ahí. Todos lo estábamos. Como si quedarnos cerca fuera una forma de detener lo inevitable.

Después, la casa se llenó con más primos, más tías, más abrazos largos y silencios incómodos. Alguien sacó las cartas, otro conectó música bajita en el patio. No como fiesta, más como recordatorio de que aún estamos vivos.

Yo me quedé sentada al borde del sofá, observando todo. Cómo la familia se tejía en gestos simples: una manta sobre las piernas de la abuela, un pan partido a la mitad para compartir, una caricia en la espalda.

Y aunque había tristeza, también había amor.

Amor del que se entrega sin pedir nada. Del que sostiene cuando el alma ya no puede sola.

Miré a mi abuela dormida, frágil como un suspiro. Y me prometí, en silencio, que cada parte de este momento —las miradas, los abrazos, los murmullos, el jardín, el pan dulce, el silencio— se quedaría conmigo. Que no la olvidaría. Que no permitiría que el amor que sembró desapareciera cuando ella no esté.

Me levanté del sofá con cuidado, como si el silencio fuera algo que pudiera romperse con un mal paso.

Papá seguía en la cocina, organizando platos desechables sin mucho sentido, doblando servilletas que nadie le había pedido doblar. A veces, cuando no sabemos qué hacer con el dolor, nos aferramos a lo que sí podemos controlar. Aunque sea una torre de platos perfectamente alineada.

Me acerqué despacito, sin saber bien cómo empezar.

—Pa... —dije, suave, casi como si me costara nombrarlo.

Él volteó, sus ojos cansados pero atentos. Me sonrió con esa ternura suya que siempre aparece cuando más la necesito.

—¿Qué pasó, chiquita?

Tragué saliva. Me costaba más de lo que pensaba.

—¿Y tú cómo estás?

Se quedó en silencio un momento, como si la pregunta lo tomara por sorpresa. Bajó la mirada, apoyando las manos en la mesa con los dedos extendidos.

—No lo sé —respondió al fin—. Creo que todavía no lo entiendo. O no quiero.

Asentí. Me acerqué más y lo abracé por la cintura. No me importó si alguien nos veía. Él se quedó quieto unos segundos, y luego me envolvió con fuerza, apoyando la barbilla sobre mi cabeza.

—Es mi mamá —murmuró—. Yo sé que ya está grande, que el cuerpo se cansa... pero en mi cabeza ella siempre fue invencible. Como si nunca fuera a dejar de hacer su pan de elote o de regañarme por llegar tarde. No estaba preparado para verla así.

Sus palabras me rompieron un poquito por dentro. Porque papá no suele hablar mucho de lo que siente. Pero ahora, ahí conmigo, lo estaba diciendo todo sin filtro.

—Ella te ama muchísimo, pa. Y está muy orgullosa de ti. Siempre lo dice —le recordé, sintiendo que se me apretaba la garganta.

—Y yo de ella —respondió, con la voz quebrada.

Nos quedamos así, abrazados en medio del ajetreo silencioso de la cocina. Él y yo. Hija y padre. Nieta y madre. Cada uno llevando lo suyo. Pero juntos.

Porque a veces no hay nada que decir. Solo estar. Acompañar. Sostener.

La casa comenzaba a vaciarse de a poco. Algunos de mis primos ya se habían despedido, los adultos hablaban bajito en el comedor, y el silencio se iba haciendo más profundo, como si también se preparara para descansar.

Me acerqué al sillón donde la abuela seguía recostada, ahora más despierta, con los ojos abiertos pero la mirada ida, como si estuviera viajando por recuerdos lejanos.

Me senté a su lado sin decir nada. Solo tomé su mano.

Ella parpadeó lento y me miró, reconociéndome al instante. Sonrió, apenas.

—¿Todavía estás aquí, mi niña? —susurró, su voz una brisa apenas audible.

—No me quería ir sin abrazarte otra vez.

La abuela movió los dedos, acariciando los míos con lentitud. Como si su piel intentara memorizarme también.

—Eres tan bonita... por dentro —dijo, con una ternura que me hizo temblar—. No dejes que el mundo te apague, ¿sí?

Sentí que algo se me quebraba muy despacio, desde dentro. Asentí sin poder hablar, tragándome las lágrimas que me subían sin permiso.

—Abue, gracias... por todo. Por cada pastel, por cada juego, por enseñarme a hablar con las plantas... —solté, con una risa entrecortada.

Ella cerró los ojos por un momento, como saboreando los recuerdos.

—La vida no siempre es justa... —dijo al fin— pero es hermosa. Y tú la vas a vivir bien. Lo sé. Solo... no tengas miedo de sentirla.

Me incliné y la abracé con delicadeza, cuidando no hacerle daño. Su cuerpo estaba tan liviano que parecía flotar entre mis brazos.

—Te amo, abue —le susurré al oído.

—Y yo a ti, mi corazón. Para siempre.

Me separé despacio, y su mano rozó mi mejilla por última vez esa noche. Sus ojos se cerraron suavemente, como si el cansancio finalmente la reclamara.

Me quedé ahí un instante más, viéndola dormir, intentando guardar su imagen, su voz, su olor a crema de rosas y café con canela.

Sabía que algo estaba cambiando. Que tal vez este era uno de esos momentos que después, con los años, se vuelven sagrados.

Y en silencio, me despedí.

El carro iba en completo silencio. Solo se oía el ruido del motor y, de fondo, una canción suave que mi papá había puesto sin pensar, como si necesitara llenar el aire con algo que no fuera tristeza.

Edwin se quedó dormido contra la ventana. Mamá miraba hacia afuera sin ver nada, y papá mantenía las dos manos firmes en el volante, como si eso le ayudara a mantenerse entero.

Yo me quedé abrazando al osito rosa, el que la abuela me dio hace apenas una semana. Lo apreté fuerte, sintiendo ese "te amo" bordado en el corazón de felpa, y me obligué a no llorar otra vez.

Cuando llegamos a casa, todos fuimos directo a nuestros cuartos. Sin palabras. Sin luces encendidas. Solo el sonido de puertas cerrándose con cuidado.

Entré al mío, me puse la pijama en automático y me senté en la cama sin prender la lámpara. Todo estaba oscuro, pero no me molestaba. A veces, el silencio pesa menos en la oscuridad.

Me acosté y abracé al osito otra vez. Respiré hondo, dejando que el olor a casa de los abuelos, que aún quedaba en la tela, me envolviera por última vez.

Y ahí, en la quietud de mi cuarto, supe que algo dentro de mí ya no era igual.

No era tristeza. No del todo. Era más bien una mezcla de amor profundo y miedo, de nostalgia y ternura, como si mi corazón estuviera aprendiendo a decir adiós antes de tiempo.

"Para siempre", me había dicho.

Y me quedé repitiéndolo en la mente, como un mantra.

Para siempre.

Para siempre.

Hasta que el sueño me venció, con las lágrimas ya secas en la cara y los recuerdos abrazándome más fuerte que nunca.

...

Han pasado tres días desde entonces.

No he vuelto al cultural. Tampoco he tenido fuerzas para hablar con Aiden... solo le he respondido con mensajes secos, con monosílabos que no dicen nada, como si al escribir más me rompiera un poquito más también.

Me la paso en casa de mi abuela. Todos los días. Viéndola apagarse.

Ya no puede estar en su sillón favorito. Ahora está en su cama, quieta, tan delgada que a veces parece que se va a romper si alguien la toca. Ya no habla. Apenas si abre los ojos.

La abuela brillante, la de las carcajadas fuertes, la que olía a pan dulce y crema de rosas, se ha ido desdibujando. Solo queda un susurro. Un fantasma suave que respira despacio.

Cada día me llevo un cuento. Se lo leo bajito, sentada junto a su cama, aunque no sé si me escucha. A veces me gusta imaginar que sí, que en algún rincón de su mente me sigue reconociendo, que aún me recuerda con el cariño que siempre le vi en los ojos.

Pero en el fondo sé que... se está yendo.

Y aunque no quiero que ese momento llegue, sigo esperando. Me aferro a la fantasía de que un día despierte y diga que se siente mejor. Que vuelva a hablar. Que vuelva a moverse. Que vuelva a ser.

Pero sé que no pasará.

Antes de dejar de hablar, cuando aún podía susurrar entre pausas y dolores, nos pidió algo: que no la lleváramos al hospital. Dijo que prefería quedarse en casa, rodeada de todos, hasta el final.

Así que mi familia contrató una enfermera, alguien que la cuida con manos suaves y silenciosas, alguien que entiende que esto es delicado. Que hay cosas que no se curan, solo se acompañan.

Y aquí estamos. Acompañando. Llevando el duelo en partes, en suspiros, en cuentos que quizás nadie oye, en lágrimas escondidas entre página y página.

Porque aunque duele, no quiero estar en ningún otro lugar que no sea a su lado.

Ahorita estoy en la escuela, pero no dejo de pensar en ella. En su respiración débil, en sus manos quietas, en todo lo que se ha ido apagando sin que yo pueda hacer nada.

Solo quiero que suene la campana. Quiero salir corriendo, llegar a su lado y leerle otro cuento, uno más, como si aún hubiera tiempo.

Saco el celular por costumbre, como queriendo distraerme. Lo desbloqueo y deslizo el dedo sin pensar, hasta que veo algo que me detiene el corazón.

Una historia nueva. De mi mamá.

La abro... sin imaginar lo que me va a caer encima.

Una imagen en blanco. Solo letras negras. Sencillas. Finales.

"Gracias por enseñarme tanto. Que descanses en paz, suegra. Te vamos a extrañar siempre."

Mi pecho se cierra de golpe.

El mundo se me cae.

Los ruidos del salón se apagan. El aire se vuelve denso. Trato de volver a leer, de convencerme de que entendí mal, de que no puede ser eso. No así. No ahora.

Pero ahí está.

Ya no hay tiempo. Ya no hay cuentos. Ya no hay abuela.

Solo un vacío enorme que me traga desde adentro.

Apenas puedo respirar.

Mis ojos se llenan tan rápido que ni siquiera veo bien la pantalla cuando la bloqueo con manos temblorosas. La cabeza me zumba, el corazón me duele.

Y sé que nada va a volver a ser igual.

Siento el mareo antes que nada. Una presión en el pecho que me deja sin aire, como si algo dentro de mí estuviera colapsando. Me cuesta respirar. Me cuesta pensar.

Levanto la mano con torpeza. La maestra voltea.

—¿Puedo salir un momento? —pregunto, con la voz más temblorosa de lo que me gustaría.

Ella asiente, preocupada. Tal vez nota que mis ojos ya se están llenando. Tal vez no. Pero no me detiene.

Salgo rápido. Camino por el pasillo con pasos torpes, como si el suelo se moviera debajo de mí. Entro al baño y me encierro en el cubículo más alejado. Me dejo caer al suelo, la espalda contra la puerta, y ahí... ya no puedo sostenerme más.

Lloro. Sin control. Sin fuerza. Sin ruido, pero con todo el cuerpo.

Saco el celular entre temblores. Abro el chat con mi mamá y, aunque apenas veo, le escribo:

"¿Es cierto? ¿Ya... se fue?"

No recibo respuesta al momento. Pero tampoco espero. No sé si quiero saber. No sé si podré soportarlo cuando lo confirme.

Aun así, tenía que preguntar. Tenía que oírlo de ella.

Después de varios minutos, cuando el llanto se va apagando solo porque ya no me quedan lágrimas, me lavo la cara. El espejo no me reconoce.

Respiro. Una vez. Otra. Me recuerdo a mí misma que ya he sobrevivido otros días difíciles. Y que la abuela no querría que me quedara aquí tirada.

Salgo del baño con pasos lentos. Camino por los pasillos sin rumbo, vagando como una hoja al viento.

—¿Todo bien, Adellai? —La voz de la prefecta me hace girar.

Es amable. Me mira con los ojos entrecerrados, como si supiera que algo está roto, pero no quiera invadir.

—Sí, solo... me sentí un poco mal —miento, porque decir la verdad en voz alta sería demasiado.

Ella asiente, pero se queda un par de segundos más, como esperando que diga algo más. No lo hago. Y me deja ir.

Vuelvo al salón... pero está vacío.

Frunzo el ceño, desorientada. Miro mi horario. Nada indica que deban estar fuera. Saco mi celular otra vez y le escribo a Stephanie:

"¿Dónde están?"

La respuesta llega en segundos:

"En el salón de química. La maestra pidió que nos cambiáramos porque están usando el proyector."

Guardo el celular, respiro hondo, y camino hacia allá. Paso a paso. Como si arrastrara no solo mi mochila, sino también este nuevo vacío que se ha quedado conmigo.

Y aunque todavía no entiendo cómo voy a vivir con esta ausencia, sé que ahora tengo que seguir caminando. Por ella. Por mí.

El celular vibra en mi mano justo cuando estoy llegando al salón de química.

Abro el mensaje de mamá, con el corazón encogido, temiendo lo peor pero necesitando su voz más que nunca.

"Sí, mi amor. Tu abuela se fue en paz, rodeada de todos nosotros. Ahora ya no sufre."

Las palabras me calman y me rompen al mismo tiempo.

Respiro profundo, sintiendo que no estoy sola, aunque todo duela.

Contesto apenas:

"Gracias por decirme."

Y guardo el celular, intentando juntar pedacitos de fuerza para seguir.

Abrí la puerta del salón de química con cuidado, tratando de que mi cara no delatara nada de lo que sentía. Respiré hondo, intentando que mi voz no sonara más débil de lo que debía.

—Hola, chicos —dije con una sonrisa que intentaba ser natural, aunque sentía que se me quebraba en cualquier momento.

Stephanie me vio enseguida y se acercó rápido, como si leyera en mí algo que yo no quería mostrar.

—¿Estás bien? —me preguntó, sin rodeos.

Asentí, aunque supe que no me creía.

—Sí, solo... fue un día difícil —murmuré.

Ella me tomó la mano, suave, y me dio un apretón que decía "no estás sola".

El resto del grupo me miraba con esa mezcla de preocupación y ganas de apoyarme, pero sin saber bien cómo.

Intenté concentrarme en la clase, pero cada palabra del maestro parecía lejana, como si mi mente estuviera en otro lugar, en casa, en la abuela, en ese vacío que dejaba.

Stephanie me pasó un papel con la lista de materiales para el proyecto que íbamos a empezar y me sonrió.

—Vamos a hacerlo juntas, ¿vale?

Asentí, agradecida.

Aunque el día era una tormenta, tener ese pequeño ancla me ayudaba a seguir adelante.

La campana del recreo sonó con su eco habitual, pero esta vez no hubo prisas ni risas para ir a la cafetería a buscar que comer. no tenía hambre, se me había cerrado el estómago. Busque a Edwin, quizá el también ya sabe sobre la muerte de la abuela, así que al encontrarlo platicamos, el salía después del descanso, a mí me quedaban 2 horas más. Pero Mamá apareció en el salón con esa mirada seria, que no necesitaba palabras para decirnos que algo había cambiado.

—Adellai, Edwin. Que bueno que están juntos —dijo con voz firme pero suave—, vamos a salir un poco más temprano hoy.

Nos miramos, confundidos, pero sin preguntar. Sabíamos que no era un día cualquiera.

Mientras recogíamos nuestras cosas mi madre nos esperó con la orientadora, ya que debía firmar mi salida, sentí ese peso en el pecho que ya se había vuelto familiar.

En el carro, el camino se sintió más largo, pero en silencio. Mamá no hablaba, solo apretaba el volante con fuerza, y papá al lado, igual de callado.

Cuando llegamos a casa, mamá nos pidió que descansáramos, que nos quedáramos ahí mientras ellos iban a la casa de la abuela para ayudar al abuelo con los trámites.

—Quédense aquí, ¿sí? —nos dijo—. Nosotros estaremos bien allá.

Edwin y yo nos miramos, sin muchas ganas de hablar, pero entendiendo que hoy el silencio también era una forma de estar juntos.

Nos quedamos en casa, cada uno con sus pensamientos, intentando llenar ese vacío con cosas pequeñas: un libro, música suave, la compañía silenciosa del otro.

Y aunque estábamos solos, sabíamos que éramos parte de algo mucho más grande, de una familia que, aunque rota, seguía unida.

La noche llegó con un silencio distinto, pesado y cálido a la vez.

Las luces de la casa de los abuelos se veían suaves desde la calle, como una llama pequeña que resiste el viento.

Cuando entramos, todo estaba en calma. La abuela reposaba en su cama, cubierta con una sábana blanca que parecía envolverla en un abrazo eterno.

Mi papá, mamá y abuelo Julián caminaban despacio, con pasos que parecían medir el dolor para no romperlo.

Edwin y yo nos quedamos cerca de la puerta, con los ojos grandes y el corazón apretado, viendo cómo el tiempo se detenía.

Algunos primos ya estaban ahí, con caras tristes pero llenas de cariño, y las voces se habían apagado para darle espacio a la memoria.

Me acerqué y tomé la mano de mi abuela. Estaba fría ahora, pero en mi mente seguía viva, con su sonrisa, con su voz.

La casa olía a flores, a recuerdos, a todos los momentos que habíamos compartido.

Sabía que esa noche no sería fácil, pero también sabía que no estábamos solos.

Que en cada lágrima había amor, y en cada silencio, una promesa de nunca olvidar.

Y mientras las velas parpadeaban, sentí que, de alguna manera, la abuela seguía ahí, con nosotros, iluminando la oscuridad.

La puerta se abrió con suavidad, y Erick entró al cuarto con paso firme pero silencioso, como siempre hacía cuando sabía que debía respetar el momento.

Llevaba la mochila colgada de un hombro y la cara cargada de cansancio, pero sus ojos mostraban preocupación sincera.

Al verme, esbozó una sonrisa triste y se acercó sin decir palabra. Sin que nadie lo notara, me dio un pequeño apretón en el hombro, como diciéndome "aquí estoy".

Se quedó junto a mí, en silencio, contemplando el cuerpo de la abuela envuelto en la sábana blanca.

—Ella fue fuerte —murmuró después de un rato—. Mucho más de lo que todos pensamos.

Asentí sin poder hablar, mientras la vela seguía parpadeando, marcando el tiempo en ese cuarto lleno de ausencias y recuerdos.

Aunque no dijo más, su presencia fue un consuelo silencioso que necesitaba más que palabras.

La mañana siguiente llegó sin avisar, como si al mundo no le importara lo que había pasado.

Nos dijeron que se la llevarían para hacerle la autopsia. Por protocolo, por ley, por rutina. Palabras frías para algo tan humano.

No quise verla cuando se la llevaron. Me quedé sentada en el mismo rincón, abrazada a las piernas, mirando un punto en la pared que no decía nada. Solo escuché el sonido de las ruedas, los pasos pesados, y el llanto bajo de alguna tía en la cocina.

El cuarto quedó vacío. Demasiado. Como si la ausencia de la abuela dejara un hueco más grande que el que podía llenar una cama o una cobija doblada.

Pasaron las horas entre suspiros, llamadas, termos de café que nadie terminaba, y silencios que ya no sabían cómo sostenerse.

Y luego, por la tarde... la trajeron de vuelta. En un ataúd.

Fue entonces cuando todo se volvió real.

El cuerpo estaba dentro, pero ya no era ella. No del todo. Porque mamá María era voz, era risa, era manos con harina, era flores en el patio. Y nada de eso cabía en una caja, por más elegante que la hicieran ver.

El velorio se haría en una sala especial del panteón, más grande, más formal. Nos pidieron cambiar de ropa, intentar vernos "presentables", como si uno pudiera vestirse para despedirse.

La sala estaba llena de flores blancas y bancos ordenados. Llegaban más personas. Vecinos. Familiares. Gente que no veía desde que era niña y que ahora solo hablaba en susurros.

Me senté en la segunda fila, al lado de Erick, con Edwin en las piernas de mamá.

Miré el ataúd y pensé en todo lo que ya no iba a pasar: las tardes de juegos, sus cuentos antes de dormir, el calor de sus abrazos, su voz diciendo "mi niña bonita".

La vida había cambiado. Para siempre.

Y mientras la vela más grande parpadeaba junto a su fotografía enmarcada, recé en silencio que el cielo oliera a pan dulce y crema de rosas.

Solo así sabría que ella estaba en paz.

No podía seguir ahí.

La sala se sentía demasiado llena y, al mismo tiempo, vacía. Las flores, las velas, las miradas tristes. Todo me asfixiaba.

Le susurré algo a Erick y él solo asintió, como si entendiera sin necesidad de que explicara.

Salí al pasillo de afuera, al aire tibio de la noche. Caminé hasta un rincón, detrás de la sala, donde apenas llegaba la luz. Me senté en el borde de una jardinera y me abracé las rodillas.

No lloré. No aún. Solo miré al cielo. Una estrella brillaba solita, temblando entre las nubes.

Pensé en la abuela.

En cómo me peinaba cuando era niña, con cuidado y paciencia, aunque yo me quejara del jalón del cepillo.

En su voz cuando decía "la vida duele, pero también vale la pena".

En el osito rosa que ahora dormía en mi mochila, como un recuerdo tibio que me negaba a dejar atrás.

Y entonces sí. Me quebré.

No fue escandaloso, ni con gritos, ni con manos al pecho. Fue de esa manera silenciosa, en la que el cuerpo apenas tiembla, pero el alma se deshace.

—¿Cómo se sigue sin ti? —pregunté al aire, al cielo, a esa estrella.

No hubo respuesta. Pero en el fondo, no la esperaba.

Respiré profundo. Y me permití quedarme ahí un ratito más. No huyendo. Solo recordando.

Porque a veces, hacer espacio para el dolor también es una forma de amor.

El celular vibra en mi bolsillo, sacándome por un segundo del nudo que tengo en el pecho. Lo saco con manos temblorosas y veo su nombre en la notificación.

Aiden.

"¿Todo bien? Llevas varios días distante... y no te he visto en el cultural. Me preocupas."

Respiro hondo. No sé si tengo fuerzas para hablar, pero tampoco quiero seguir callando.

Abro el chat y, después de unos segundos de duda, escribo:

"Estoy en el velorio de mi abuela. Murió ayer."

No pasa ni un minuto y aparece el "escribiendo..."

"Adel... lo siento muchísimo. No tenía idea. ¿Estás con tu familia? ¿Quieres que te llame?"

"Estoy con ellos, pero... me siento sola. ¿Me puedes mandar música? Algo que me saque de la cabeza un rato."

Unos segundos después, me llegan dos enlaces de Spotify.

"'Enamorado tuyo' del Cuarteto de Nos. Porque tú me enseñaste lo que significa esa canción."

"Y 'Brillas', porque... bueno, porque lo haces. Aun en medio de todo."

Sonrío bajito, con los ojos húmedos.

Le respondo con un simple:

"Gracias. No sabes cuánto necesitaba esto."

Aiden no se va.

Se queda escribiéndome, contándome cualquier tontería, mandándome memes viejos, chistes malos, anécdotas de la prepa que no vienen al caso, pero que logran sacarme una risa cada tanto.

"¿Te acuerdas cuando me dijiste que parecía un mapache con mi mochila rota? Bueno, ahora tengo una nueva. Y aún parezco mapache, pero premium."

"¿Sabías que los caracoles pueden dormir por tres años? Si eso no es un superpoder, no sé qué es."

Yo solo contesto con emojis, con risas escritas a medias, con respuestas cortitas que él entiende como "sigue, no pares".

Y sigue. Hasta que reviso la hora y ya son las 3:07 a. m.

Le escribo:

"Creo que ya debo irme a casa. Vamos a intentar descansar un poco."

Él responde al instante:

"Claro, Adel. Descansa. Y si no puedes, aquí estoy. Siempre. ¿Sí?"

"Sí. Gracias, Aiden. Buenas noches."

"Buenas noches, mi chica brillante."

Apago la pantalla con una paz que no había sentido en días.

Y, por fin, camino hacia la salida del velorio, con el corazón cansado pero un poco más acompañado.

La casa está silenciosa cuando entramos. Nadie enciende la tele. Nadie habla. Solo el leve crujido del piso y las llaves dejándose caer en el buró.

Camino directo a mi cuarto, con los ojos ardiendo y el cuerpo más pesado que nunca.

Cierro la puerta con suavidad, como si no quisiera molestar ni al aire. Me quito los zapatos sin ganas, dejo la ropa en una silla y me pongo una camiseta amplia que huele a casa.

Ahí, sobre la almohada, me espera el osito rosa. Ese que la abuela me regaló días antes de que todo cambiara.

Lo abrazo fuerte. Más fuerte de lo que pensaba. Como si en ese peluche de tela pudiera quedarme aferrada a un pedacito de ella.

Me acuesto despacio, sin cerrar del todo los ojos. Afuera, el mundo sigue en marcha. Pero aquí adentro, todo se siente suspendido.

Aiden no me ha escrito de nuevo, pero su último mensaje sigue ahí en la pantalla, como una especie de abrigo:

"Buenas noches, mi chica brillante."

Lo leo una vez más antes de bloquear el celular.

Y por primera vez en varios días, me permito llorar bajito, sin miedo, solo para mí. Porque llorar también es una forma de decir te amo.

Abrazo el osito con fuerza.

—Te amo, abue... —susurro contra la tela suave.

Y así, entre el olor a casa, la oscuridad tranquila de mi cuarto y el silencio que ya no duele tanto, cierro los ojos.

Y duermo.