El sonido de la alarma me despierta, pero no me muevo.
Solo abro los ojos, el techo de mi cuarto es el mismo, pero el mundo ya no.
Me incorporo despacio, con esa sensación extraña de estar habitando un cuerpo que no quiere moverse. Sigo abrazando el osito rosa, está tibio por haber dormido conmigo toda la noche.
Me quedo ahí sentada unos minutos, mirando la ventana sin ver nada.
Hoy es el entierro.
Hoy la abuela se va de verdad.
Me baño en silencio. Me visto en silencio. Todo lo hago con una calma rara, como si cada movimiento fuera demasiado delicado para el día que me espera.
Mi mamá toca la puerta solo una vez y entra.
—¿Lista?
No contesto. Solo asiento.
Se acerca y me acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja, como lo hacía mi abuela cuando era niña, recuerdo como me daba y un beso en la frente. Se me parte el alma.
Los ojos de Erick están rojos, pero no hay lágrimas. Las gastamos anoche.
Edwin esta más indiferente, quizá distante. A él no le afectan tanto las cosas, o al menos no lo demuestra.
Salimos juntos. Mamá, papá, Edwin, Erick y yo.
El trayecto es corto. Muy corto para lo que siento por dentro.
Cuando llegamos a la capilla donde la velaban, todo sigue igual, pero distinto.
La sala ya está más iluminada, las flores se ven más frescas, como si también supieran que hoy es la despedida final.
El ataúd sigue ahí. Cerrado. Silencioso. Inmenso.
Me acerco con paso lento y me siento en la misma banca de anoche, al lado derecho. Donde sentí menos frío.
No digo nada. Solo la pienso.
Pienso en sus manos suaves. En su voz diciendo mi nombre. En el jardín. En las galletas quemadas. En la forma en que siempre me decía "tú sigue brillando".
Saco el osito rosa de mi mochila y lo abrazo por unos segundos, apretando los ojos.
Hoy, aunque duela, vengo a despedirme.
Y espero tener fuerza para hacerlo con amor.
Cuando llaman a los familiares más cercanos para despedirse, siento que el corazón me tiembla dentro del pecho.
Me levanto en silencio, con una rosa blanca entre las manos. La elegí del arreglo que pusieron junto al altar, porque sabía que a la abuela le gustaban las flores simples, sin adornos, sin exageraciones.
Camino hacia el ataúd como si mis pies no fueran del todo míos. Cada paso es una pequeña batalla.
Me detengo frente a ella. Su rostro parece tranquilo, pero no es el mismo. Falta su luz. Esa que siempre encendía todo a su alrededor.
Trago saliva. Me arde la garganta. Abrazo la rosa con fuerza, y cuando siento que el nudo en el pecho amenaza con explotar, cierro los ojos un segundo.
—Te amo, abue —susurro, muy bajito—. Gracias por tanto. Por todo.
Coloco la rosa sobre su pecho, junto a las demás, y me obligo a no llorar. No aquí. No ahora. Ella me enseñó a ser fuerte, aunque por dentro todo duela. Y eso intento hacer.
Doy un paso atrás y dejo pasar a mis primas.
Katy se acerca primero, con las manos juntas, murmurando una oración entre lágrimas. Su voz tiembla, pero sigue adelante.
Después va Gaby, que apenas logra contener un sollozo. Cierra los ojos con fuerza y se cubre la boca con la mano, como si así pudiera retener el dolor.
Fany va con pasos pequeños, casi torpes, y le acaricia la mano a la abuela con ternura, como si aún pudiera despertarla.
Alejandra no aguanta. Llora antes de llegar, y necesita que mi madre la sostenga del brazo. Se despide entre lágrimas abiertas, sin disimulos.
ella siempre ha sido más corazón de pollo, más emoción que contención. Y mi mamá, como su tía política y también como psicóloga, la acompaña en ese dolor que no necesita explicación. La abuela fue, para Alejandra, una madre en toda la extensión emocional del término. No por lazos de sangre, sino por los del alma. Porque cuando su relación con sus padres se volvió distante y rota, fue mamá María quien la sostuvo, la cuidó, la formó.
Yo las observo desde el fondo, sintiendo una mezcla extraña de dolor compartido y consuelo silencioso. Es como si el llanto de todas dijera también lo que yo no pude decir en voz alta.
Entonces pasa mi papá.
No dice nada. Solo se acerca con el rostro serio, los ojos fijos. Le acomoda un mechón de cabello a su madre con una suavidad que no le había visto nunca. Luego se queda ahí, mirándola unos segundos que se sienten eternos. Y se aparta.
El abuelo permanece de pie junto a la pared, inmóvil. Ni una lágrima. Ni un gesto. Solo el peso de todos sus años grabado en su cara. Pero sé que, por dentro, se está rompiendo. Igual que todos nosotros.
Y en ese silencio denso, donde el dolor se respira más que se dice, entendí que la forma en que cada uno se despide... también es una forma de amor.
Finalmente, llega el momento que más temía.
Bajan el ataúd con lentitud, como si el tiempo quisiera estirarse un poco más, resistiéndose a dejarla ir del todo.
Y entonces empieza a cubrirse la tierra.
Uno a uno, le lanzamos flores. Blancas, suaves, frágiles. Como si quisiéramos envolverla en belleza antes del adiós.
Mis tíos —sus hijos— toman las palas con manos temblorosas y comienzan a cubrirla. Cada palada de tierra resuena hondo, como un golpe seco en el pecho.
Mi mente va a mil. Todo se mezcla: las risas, sus historias exageradas, sus consejos que siempre parecían tener la respuesta justa, las tardes de cocina, las veces que me abrazó sin decir nada y con eso bastaba. Todo aparece en mi cabeza como una película acelerada y desordenada. Como si mi corazón intentara retenerla a la fuerza.
Y aún así, la tierra sigue cayendo.
Y con ella, un pedacito de mí.
El último puñado de tierra cae con un sonido seco y definitivo. Ya no quedan flores en mis manos. Ya no hay nada más que decir.
Me quedo quieta, con los brazos colgando a los lados y la mirada fija en ese rectángulo de tierra recién removida. Siento el aire espeso, como si incluso respirar costara más.
Entonces, sin decir palabra, Erick se acerca.
Lo siento a mi lado antes de verlo. Me envuelve en un abrazo lento, fuerte, de esos que no necesitan permiso. Apoyo la frente en su hombro y, por primera vez desde que llegamos al panteón, dejo que las lágrimas caigan sin pelear.
No me dice nada. Solo está ahí, con sus manos firmes en mi espalda, sosteniéndome como cuando éramos niños y me caía de la bici, solo que ahora la caída es por dentro.
—Lo sé —murmura, apenas audible—. Yo también la voy a extrañar.
Asiento sin levantar la cara. Me aferro más a él, porque en ese momento no necesito explicaciones, solo a alguien que también entienda el hueco que queda cuando alguien que amas se va.
Y en ese abrazo silencioso, entre el viento suave y el murmullo de los demás alejándose, entiendo que el duelo no se lleva solo. Que a veces, el amor también es esto: quedarse. Acompañar. No soltar.
Finalmente, regresamos a casa.
El silencio en el auto fue pesado todo el camino. Nadie tenía ánimos para hablar. El duelo parecía haberse pegado a la piel, como una sombra que no se sacude con facilidad.
Apenas entro, me encierro en el baño sin decir nada. Me quito la ropa despacio y dejo que el agua caliente caiga sobre mí, arrastrando un poco del cansancio, del polvo, del día... pero no del vacío.
Cierro los ojos y apoyo la frente contra los azulejos fríos. No pienso en nada. O tal vez pienso en todo. No lo sé. Solo sé que estoy cansada. Muy cansada.
Al salir, envuelta en una toalla, reviso el celular casi por costumbre.
Una notificación.
Un mensaje.
Aiden: ¿Cómo sigue mi chica favorita?
Me detengo un momento, sin saber si reír o llorar. Ese mensaje, tan sencillo, tan suyo, me toca justo donde más lo necesito.
Porque en medio de este día gris, leer esas palabras me recuerda que hay alguien allá afuera que sigue pensando en mí. Que sigue estando.
Y por primera vez desde que volvimos del cementerio, dejo que una pequeña chispa de calor me abrace el pecho.
Adellai: Estoy bien, no te preocupes :)
No lo estoy. Pero no quiero arrastrarlo a esto. No hoy.
El celular vibra enseguida.
Aiden: ¿Seguro? No tienes que hacerte la fuerte conmigo, ¿sabes?
Me muerdo el labio. Pienso en qué contestar. Tecleo, borro. Tecleo, borro.
Adellai: Sí, solo estoy un poco cansada. Fue un día largo.
Aiden: Me imagino... ¿Quieres que te distraiga un rato? ¿Un dato curioso, una historia absurda, o quieres que me ponga en modo voz de podcast y te cuente algo hasta que te duermas?
Sonrío débilmente. A veces, Aiden sabe exactamente qué decir, incluso cuando no sabe todo lo que pasa.
Adellai: Modo podcast, por favor. Necesito algo suave en la cabeza.
Aiden: Ok, ponte cómoda... Hoy te voy a contar la historia del tipo que inventó los paraguas transparentes. Spoiler: no tiene sentido, pero se parece a cómo me siento cuando no te veo. Confundido pero esperanzado.
Suelto una pequeña risa entre lágrimas silenciosas. La mezcla perfecta de ternura y absurdo.
Adellai: Tonto. Gracias.
Aiden: Para eso estoy. Para hacerte reír... o al menos intentarlo.
Hay una pausa. Me acuesto y miro el techo, el celular sobre mi pecho.
Aiden: No tienes que estar bien todo el tiempo, Adel. Te quiero igual, incluso cuando no puedes decirlo.
Y ahí, en medio de esa noche densa y callada, me permito cerrar los ojos... con su voz escrita en mi pantalla y su cariño flotando como un susurro que me cubre entera.
La pantalla se ilumina otra vez.
Aiden: ¿Crees que mañana quieras venir al cultural?
No por obligación, solo si te hace bien. A veces distraerse ayuda... y si no, puedo distraerte yo, gratis y sin factura.
Me quedo mirando el mensaje por un rato. Pienso en los pinceles, en los niños, en Caleb, en la rutina que dejé en pausa cuando el mundo se me rompió. No sé si tengo energía. No sé si podré sonreír sin que se me note el hueco. Pero parte de mí quiere volver. Parte de mí necesita volver.
Respiro hondo antes de escribirle.
Adellai: Tal vez. No prometo nada... pero lo voy a intentar.
Unos segundos después, llega su respuesta:
Aiden: Eso me basta. Y si vas, te invito un pan al salir. El de nuez que siempre me robas.
Adellai: Ni lo niegues, tú me lo ofreces primero.
Aiden: Shhh. Déjame sentirme generoso.
Sonrío, aunque el cansancio sigue ahí, como una manta pesada. Pero Aiden, con sus palabras simples y su manera torpe de cuidar, me da un pedacito de calma.
Y esta noche, eso es más que suficiente.
Dormí un rato. No lo suficiente para sentirme descansada, pero sí lo justo para que el cuerpo no se rinda por completo.
Cuando suena la alarma, la apago de inmediato. Me quedo un momento mirando el techo, abrazando el osito rosa como si pudiera darme fuerzas. Luego me obligo a levantarme. Paso por el baño, me lavo la cara con agua fría y me miro al espejo.
—No puedes ir al cultural con cara de zombi —me digo en voz baja.
Tomo la bolsita de maquillaje del cajón. Un poco de corrector, rímel, algo de rubor. Nada exagerado. Solo lo suficiente para verme "normal". Para no tener que explicar nada.
Me visto con ropa cómoda y colorida. Algo que me haga sentir menos gris. Y salgo.
Al llegar al centro cultural, el olor a témpera, papel y madera me recibe como un abrazo cálido. Los murales, los dibujos colgados con pinzas, las voces de los niños que se filtran desde el salón... Todo está en su lugar. Como si el mundo, al menos ahí dentro, no se hubiera desmoronado.
Entro con una sonrisa. Los niños corren a saludarme. Algunos me abrazan sin preguntar nada. Otros me enseñan sus dibujos como si fuera la cosa más importante del día.
—¡Miss Ade, mira mi dinosaurio! —grita uno, enseñándome un garabato lleno de color.
—¡Está increíble! Me encanta que tenga sombrero —le respondo con entusiasmo, agachándome a su altura.
Caleb me lanza una mirada desde la esquina del salón. Una de esas que no preguntan, pero que entienden. Solo asiente con una pequeña sonrisa, y yo le devuelvo el gesto.
Durante toda la clase me mantengo activa, pintando con ellos, ayudándolos a recortar, recogiendo pinceles del suelo y riendo con sus ocurrencias. Como si nada hubiera pasado.
Pero por dentro, sé que algo sí pasó. Solo que hoy, al menos por un par de horas, el arte, los niños y este lugar me ayudan a sostenerme. Me permiten brillar... aunque sea poquito.
Y con eso, por ahora, me basta.
A las siete en punto, mientras estoy guardando los últimos pinceles y ayudando a los niños a recoger sus cosas, escucho una voz familiar desde la puerta del salón:
—¿Esta es la famosa artista que me debe un pan de nuez?
Levanto la mirada. Aiden está ahí, con su sonrisa ladeada, el cabello algo revuelto por el viento y una bolsa de papel en la mano.
—¿Trajiste pan? —pregunto, levantando una ceja.
—Obvio. ¿Qué clase de ser humano sería si no cumpliera mis promesas? —camina hacia mí y me extiende la bolsa—. Y no, no es de nuez. Es de chocolate. Hoy tocaba darte un gusto de verdad.
Lo tomo sin protestar y asiento con una sonrisa pequeña, pero real.
—Gracias.
—¿Lista para una expedición al mercado? —pregunta, ofreciendo su brazo como si fuéramos a cruzar el desierto.
—Solo si me compras una paleta de hielo de uva.
—Pido demasiado, pero acepto.
Salimos caminando lado a lado. La tarde ya empezó a caer, y el aire huele a frituras y frutas maduras. Las luces cálidas del mercado empiezan a encenderse una a una, y el bullicio es justo el tipo de ruido que no molesta: el que te distrae sin agobiarte.
Aiden no dice nada sobre los últimos días. No pregunta. Solo hace chistes tontos, me señala piñatas ridículas, y se inventa nombres para cada puesto que vemos:
—Ese es el reino del elote sagrado... y allá está la fortaleza de los tamales eternos.
—¿Y este? —le digo, señalando una mesa llena de pulseritas de chaquira.
—La guarida de las joyas legendarias, donde todo cuesta menos de quince pesos y si te ven feo te lo rebajan a diez.
Río. Río de verdad. No fuerte, pero con esa risa que se siente en el pecho, como un respiro profundo.
Compramos dos paletas, una de uva para mí y una de limón para él, aunque hace una mueca dramática con cada lamida como si fuera veneno. Le compro una pulsera de hilo trenzado a una señora, y Aiden insiste en atármela él mismo, con un nudo doble "anti-dramas", según él.
Caminamos sin rumbo por los pasillos, compartiendo bocados, apuntando cosas ridículas y hablando de todo... excepto de eso.
Y él lo entiende. No me lo dice, pero lo sé. Sabe que no quiero hablar de la abuela, del entierro, del vacío. Hoy solo quiero reír un rato. Y él me da eso.
Cuando nos despedimos en la esquina de siempre, me da un abrazo largo. No dice "lo siento", ni "estoy aquí para ti", pero no hace falta. Su silencio lo dice todo.
Y yo, por primera vez en muchos días, me siento un poquito menos sola.
Al llegar a casa, me desmaquillo con movimientos lentos, como si cada gota de agua se llevara un poco del cansancio del día. Pero algo no me deja quedarme quieta, así que termino dándome otra ducha, esta vez más caliente, buscando lavar no solo el maquillaje, sino también las sombras que se quedaron pegadas a mi piel.
Envuelvo mi cabello en una toalla y me siento en la cama. Abro el celular y le mando un mensaje a Aiden.
—Gracias por hoy. No sé qué haría sin ti.
Pasan unos minutos y veo su respuesta:
—Siempre aquí, Adel. Descansa, aunque sé que es difícil.
Suelto un suspiro y apago la pantalla. Pero el sueño no llega.
Busco en mi mochila el libro que tanto me gusta: Sigue mi voz de Ariana Godoy. Lo tengo en físico ahora, gracias a Aiden, aunque lo leí primero en Wattpad. Es como una curita en el corazón, un refugio en medio del caos.
Abro la primera página y me sumerjo en la historia, en Klara, Kang, Kamila, Andy... en cada palabra que parece susurrarme que no estoy sola.
Río con las ocurrencias de los personajes, lloro con sus penas, me emociono con sus victorias.
Las horas se escurren entre las páginas y, sin darme cuenta, ya son las cuatro de la mañana.
El reloj me recuerda que tengo clase a las siete, pero no importa. Por esta noche, el mundo se reduce a esas letras, a esa voz que sigue guiándome.
Finalmente, dejo el libro a un lado, cierro los ojos y me dejo caer en un sueño profundo, uno que sé que mañana será más difícil, pero que por ahora me abraza con calma.
Me despierto con los ojos pesados y el cuerpo aún más. Dormí tres horas, tal vez menos. Pero no tengo tiempo de pensar en eso.
Voy directo a la cocina, enciendo la cafetera y preparo un termo con la dosis exacta de cafeína que necesito para sobrevivir un martes escolar. Lo abrazo como si fuera una extensión de mí. Mi escudo.
Mi abuela murió el viernes. La enterramos el lunes. Hoy es martes y vuelvo a la escuela como si todo siguiera igual... aunque nada lo esté.
Al llegar al salón, mis amigas me reciben con sonrisas y un par de preguntas:
—¿Dónde estabas ayer? —dice Denika mientras se acomoda en su banca—. Te tocó exponer en biología y casi te linchan.
Me encojo de hombros con una sonrisa ligera.
—Ay, tuve un problema familiar. Pero ya todo bien.
No recuerdo exactamente qué excusa les di. Algo dije, seguro sonó creíble, porque dejaron de preguntar. Y no tuve que recibir otro pésame más. No estaba lista para eso.
Nos reímos, hablamos del chisme de tercero C, del maestro nuevo de matemáticas y de cómo Esteban se tropezó con una mochila y cayó sobre su propio jugo de naranja. Un clásico.
Me pongo al corriente con las tareas, copio las notas del día anterior, pregunto lo justo. Asiento, participo, hago bromas. Brillo. Aunque por dentro esté hecha pedazos.
Y aunque me duela, eso también es una forma de seguir.
Una forma de seguir brillando... como me lo pidió mi abuela.
En el descanso, mis amigas salen a la tiendita, y yo digo que tengo que ir al baño. No es mentira... pero tampoco es la verdad completa.
En lugar de ir al baño, camino hasta la parte trasera de la escuela, donde hay unas bancas oxidadas bajo la sombra de un árbol enorme. Ahí casi nunca hay nadie.
Me siento sola, con el termo de café entre las manos, que ya está medio frío. Lo abrazo igual. Como si ese calor que ya se va pudiera sostenerme un poco más.
Y entonces me pasa.
Empiezo a pensar en ella. En mi abuela. En cómo cambió en una sola semana. En cómo pasó de ser esa mujer llena de luz, con sus manos cálidas y su risa ronca, a... a eso. A una figura cada vez más pequeña, más delgada, más callada. Como si se fuera secando poquito a poco, como una flor que ya no alcanza a mirar el sol.
Y me parte.
Me doy cuenta, de golpe, de lo mucho que me está afectando todo esto. De lo que duele, aunque lo haya escondido detrás de sonrisas y respuestas cortas. Por más que intente estar positiva, por más que me repita que "ella no querría verme triste", no lo logro.
No hoy.
Me arde el pecho. Me arden los ojos. Pero no lloro. Solo me quedo ahí, sintiendo cómo se me aprieta el alma. Como si cada recuerdo fuera una piedrita que se va acumulando en el estómago.
Extraño su voz. Extraño su abrazo. Extraño que estuviera.
Y aunque intento convencerme de que todo estará bien... en este instante no lo siento así.
No lo sé.
Solo sé que la extraño con cada parte de mí.
Miro hacia el cielo, sin pensarlo demasiado.
El azul no tiene respuestas, pero igual pregunto.
—¿Abu... por qué te fuiste si estabas bien? ¿Por qué de la nada todo cambió así?
Mi voz sale bajita, temblando un poco. Como si temiera romper algo más si hablo más fuerte.
Una lágrima traicionera se resbala por mi mejilla antes de que pueda detenerla. Me la limpio con la manga de la sudadera, apretando los labios como si eso sirviera de algo.
Respiro hondo y saco el celular. Necesito desconectarme de esta sensación que me ahoga, aunque sea por un momento.
Abro Spotify. Mi espacio seguro, aunque esté lleno de canciones que saben exactamente por dónde entrar.
Busco Tristella de Esperón. Le doy play.
Los primeros acordes me acarician el pecho, como si alguien me dijera "te entiendo" sin hablar.
Apoyo la cabeza contra la pared de cemento y cierro los ojos. Canto bajito, casi en un susurro, solo para mí:
"La estrella que me sigue se parece mucho a ti..."
Y sí. Esa línea siempre me toca algo que no sé nombrar.
Porque a veces pienso que mi abuela es eso ahora. Una estrella silenciosa que se parece mucho a ella. Que brilla sin hacer ruido, pero no deja de estar.
Y aunque me duela, me quedo ahí, en ese pequeño rincón del mundo... cantando bajito, con el corazón lleno de grietas, pero también de amor.
La canción termina y el silencio que queda después no duele tanto como antes.
Me quedo quieta unos segundos más, con los ojos cerrados y la respiración ya más tranquila. Como si cada nota hubiera ayudado a juntar pedacitos sueltos de mí.
No me siento bien. Pero me siento en pie. Y eso, por ahora, es suficiente.
Guardo el celular, me acomodo el cabello y respiro hondo una vez más. Froto mis manos como si pudiera sacudirme el peso de lo que llevo encima.
Me repito, en voz baja, como una especie de mantra:
—Tú sigue brillando, aunque sea poquito cada día.
Y con eso en la mente, me levanto de la banca y camino de regreso al salón.
No hay sonrisa grande en mi rostro, pero hay firmeza en mis pasos.
Porque incluso en medio del dolor, también hay fuerza.
Y hoy, vuelvo a clase con la mía.
Al volver al salón, el murmullo habitual me envuelve de inmediato. Denika me hace una seña desde su lugar, apuntando con el pulgar hacia el pizarrón como diciendo "te perdiste lo peor". Sonrío apenas, le devuelvo el gesto, y me deslizo hasta mi asiento sin hacer ruido.
El maestro de literatura sigue hablando sobre recursos estilísticos, pero su voz me suena lejana, como si viniera desde el fondo de una pecera. Tomo apuntes, más por costumbre que por verdadera atención. A veces, solo mover la pluma ayuda a mantener la mente a raya.
En matemáticas, logro concentrarme un poco más. Me esfuerzo en resolver los ejercicios, aunque me frustro en silencio cuando no me salen bien. Denika me pasa un papelito con la respuesta correcta y un dibujo feo de un gato sonriendo. Me saca una risa bajita.
En la última clase, biología, todo se vuelve más llevadero. El profesor hace chistes torpes y algunos compañeros empiezan a bromear también. Yo participo un poco, lo justo para no parecer ausente. Me escondo en ese papel de chica tranquila, eficiente, la que lo lleva bien.
La campana suena a las 1:10. Ese sonido que normalmente me alegra, hoy me deja un nudo extraño en la garganta.
Recojo mis cosas con calma, guardo los libros en la mochila y miro el termo vacío. Lo sostengo un segundo antes de tirarlo a la basura.
Al salir del salón, Denika me alcanza.
—¿Vienes a la tiendita? —pregunta con naturalidad.
—Hoy no, voy directo a casa —respondo con una sonrisa suave.
—¿Todo bien?
—Sí —miento, pero de esas mentiras pequeñas que uno dice para protegerse—. Solo estoy cansada.
Ella asiente sin presionar más. Y eso lo agradezco.
Camino hacia la salida con el sol pegándome en la espalda. Me amarro el suéter a la cintura y suspiro hondo.
Un día más.
Y aunque me cueste, lo terminé.
Al llegar a casa, dejo la mochila en el suelo apenas cruzo la puerta. No me detengo mucho a pensar. Solo sé que no quiero quedarme quieta. Si lo hago, todo lo que estoy conteniendo va a salir de golpe.
Me meto a la regadera. El agua tibia cae sobre mí como una caricia, y por un momento, cierro los ojos y me dejo llevar. No pienso en nada. Solo en el agua.
Al salir, me envuelvo en una toalla y voy directo al espejo. Me maquillo con calma, eligiendo tonos suaves. No para ocultar mi tristeza... sino para recordarme que puedo sentirme bien, aunque sea un rato. Me delineo los ojos con precisión, como si dibujar esa línea también me ayudara a marcar un límite entre el dolor y la calma.
Me visto y salgo rumbo al centro cultural.
Al llegar, el profe Caleb me recibe con su sonrisa de siempre. Esa que no juzga ni exige, solo está.
—¡Adellai! —dice, abriendo los brazos como si el aula también se iluminara un poco con mi presencia—. Justo a tiempo para salvarme de un desastre con acuarelas.
—No puedo dejarte solo ni un día, profe —respondo con una sonrisa que, esta vez, me sale más fácil.
Los niños ya están repartidos en mesas, algunos con pinceles en mano, otros escogiendo hojas de colores. Me acerco a un grupito que intenta pintar un atardecer con más entusiasmo que técnica.
—¿Qué tenemos por aquí? —pregunto, inclinándome para ver sus dibujos.
—¡Una nave espacial entrando al sol! —dice uno, convencido.
—¡Es un atardecer, Memo! —lo corrige su amiga, empujándolo suavemente.
—¿Y por qué no pueden ser las dos cosas? —digo, guiñándoles un ojo.
Ellos ríen. Yo también.
Poco a poco, me pierdo entre risas, acuarelas mal cerradas, y preguntas como "¿puedo mezclar rosa con verde?" o "¿puedo hacerle bigote al unicornio?".
Y por un rato, me olvido del peso.
Me dejo llenar por la alegría ruidosa de los niños, por las bromas del profe Caleb, por esa sensación de hacer algo bonito.
No estoy del todo bien.
Pero aquí, entre manchas de pintura y voces pequeñas que me llaman "profe Adel", me siento un poco más yo.
La clase termina y me despido de los niños con una sonrisa pintada de colores. El profe Caleb me choca los cinco con su clásica energía exagerada.
—Gracias por existir, Adellai. Si no estuvieras aquí, ya me habrían decorado con diamantina y me habrían pegado con resistol.
—Suena como un buen proyecto artístico, profe —le respondo, y salgo riendo.
Afuera, el sol ya está bajando. El cielo se pinta con tonos entre naranja y lila, como una promesa de calma.
Y ahí está él.
Aiden, con su mochila colgando de un hombro y una paleta de mango en la mano, apoyado contra la reja del centro cultural.
—¿Lista para tu dosis de mercado-terapia? —pregunta, alzando una ceja.
—Totalmente —respondo, y camino hacia él.
Pero esta vez, en lugar de ir directo al mercado, él me sugiere dar una vuelta al parque primero.
—Quiero sentarme un ratito. Nada más. ¿Te late?
Asiento. Caminamos lado a lado, en silencio al principio. Hay familias con niños, perros correteando, y un carrito de algodones de azúcar que pasa dejando un olor dulce en el aire.
Nos sentamos en una banca con vista al lago artificial. La brisa es suave, y las hojas de los árboles suenan como suspiros.
—¿Cómo estuvo el taller? —pregunta Aiden, mirando el agua.
—Bonito. Los niños estaban especialmente creativos hoy. Uno pintó un unicornio punk.
—Me lo imagino con chamarra de cuero —dice, fingiendo seriedad.
—Y tatuajes. Muchos.
Nos reímos bajito.
Después, el silencio regresa, pero es de esos cómodos. Me recargo en su hombro sin decir nada. Él no se mueve. Solo respira, y siento cómo su pecho sube y baja despacio.
—No tienes que hablar de nada si no quieres —dice, muy bajito—. Pero si un día lo necesitas... aquí estoy, ¿ok?
Cierro los ojos un segundo.
—Lo sé —respondo.
Nos quedamos así, con el sol cayendo sobre nuestras espaldas, viendo cómo el mundo gira sin prisa. Y por un instante, todo es simple.
No hay dolor que apure. No hay palabras que se necesiten.
Solo nosotros. El parque. Y esta paz prestada.
—Oye... —dice Aiden, de pronto—. ¿No se supone que íbamos a ir al mercado?
Me detengo en seco. Lo miro. Luego los dos decimos al mismo tiempo:
—¡Es martes!
Nos miramos con cara de "oops" y nos soltamos a reír.
—¿Quién cierra el mercado los martes? —se queja él, dramáticamente—. Esto debería estar en la Constitución.
—Deberías hacer una propuesta formal. Reunir firmas. Marchar por los derechos del antojo.
—¿Y tú serías mi vocera?
—Solo si hay elotes en la protesta.
Y como si el universo escuchara nuestro antojo colectivo, justo en la esquina del parque hay un puestito de elotes. Caminamos hacia allá y pedimos dos en vaso: con todo. Limón, chile, queso, y esa alegría que solo la comida callejera da.
Nos sentamos en el piso del parque, justo sobre el cemento tibio, con nuestros elotes en la mano. Aiden saca una pluma de su mochila y dibuja, sin previo aviso, un pequeño avioncito de papel en el suelo.
—Listo. Pista de vuelo —dice, orgulloso.
—¿Vamos a jugar avión?
—¿Por qué no? —responde, levantándose como si tuviera cinco años—. A ver si te acuerdas de las reglas.
Yo me río, pero igual me levanto. Me quito los tenis y los dejo a un lado.
Y ahí estamos.
Saltando de número en número, empujando una piedra plana, cuidando el equilibrio, riéndonos de nuestras caídas tontas. Los autos pasan lejos, las luces del parque se encienden poco a poco, y nosotros seguimos ahí, jugando como si no tuviéramos otra preocupación en el mundo.
—¡Trampa! ¡Pisaste la línea! —le grito cuando falla en el número siete.
—¡Fue el viento! ¡Hay jurisprudencia infantil que me protege! —protesta él, con una risa que suena a verano.
Y yo no puedo evitar pensar en lo necesario que es este momento.
No para olvidar.
Sino para recordar que también hay vida.
Vida que salta, que ríe, que se enchila con el elote, que cae y se vuelve a levantar entre juegos pintados con pluma sobre el cemento.
Ahí, en medio de todo, me siento ligera otra vez.
Y eso... es suficiente.
—Ok, ya me duele la rodilla —dice Aiden, dejándose caer de espaldas sobre el pasto junto al avioncito dibujado.
—Eres un anciano —respondo, aunque también me siento y estiro las piernas con un suspiro exagerado.
—Y tú fuiste derrotada por el nivel ocho. Ni siquiera llegaste al diez.
—Nivel ocho es simbólicamente el más difícil. Lo dice la ciencia.
Nos reímos, cansados, y nos quedamos ahí un rato más. Él con los brazos cruzados detrás de la cabeza, mirando el cielo. Yo jugando con la piedra que usamos para el avioncito, sintiendo la textura entre los dedos.
La noche ya cayó por completo, y el aire se volvió un poquito más frío.
—¿Ya te vas? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.
—Sí... ya es hora. Pero valió la pena romper la rutina del martes sin mercado.
Asiento, mirándolo. Él se incorpora, se sacude el pantalón y luego me extiende la mano.
—¿Te acompaño a la esquina? —pregunta.
—Siempre.
Caminamos juntos hasta la papelería de la esquina. Ahí donde siempre nos despedimos.
Se hace un pequeño silencio.
—Me gusta cuando estás así —dice él, de pronto—. Cuando ríes sin miedo. Cuando vuelves un poquito a ti.
Le sonrío, sintiendo algo tibio en el pecho.
—Gracias por hoy —le digo.
—Gracias por dejarme estar.
Nos miramos. No hace falta más. Nos acercamos en un abrazo que dura más de cinco segundos, de esos que no se dan por cortesía sino por necesidad. Aiden apoya su barbilla en mi cabeza un instante. Yo cierro los ojos.
Cuando nos separamos, ya no decimos nada.
Solo levantamos la mano al despedirnos, y cada uno camina hacia su lado de la noche.
Entro a casa sin hacer mucho ruido. Ya está oscuro adentro, pero no del todo. Hay una luz tenue encendida en la cocina, como si me esperara.
Paso directo a mi cuarto.
Dejo los tenis junto a la puerta, el suéter sobre la silla, y me meto al baño.
Frente al espejo, me desmaquillo con movimientos lentos, casi automáticos. Veo cómo el delineador se borra, cómo la piel vuelve a quedar desnuda. Y con cada pasada de algodón, siento que también me quito un poquito del peso del día.
El agua de la ducha cae suave. Me quedo ahí un rato, con la frente apoyada en la pared, dejando que el vapor me abrace.
Cuando salgo, me pongo una camiseta grande, de esas viejas que son como refugio, y me meto a la cama.
Miro mi celular. Un último mensaje de Aiden:
Duerme bien adel, me alegra que hayas reído, te lo mereces.
Sonrío. No respondo. Solo dejo el celular en el buró, suspirando.
Mis ojos van hacia la repisa, donde está el osito rosa con el corazón en las manos. Lo tomo con delicadeza, lo abrazo fuerte contra mi pecho.
Y entonces, cierro los ojos.
No hay llanto. No hay pensamientos desordenados.
Solo esta especie de paz, chiquita, que se siente como un respiro en medio de todo.
Hoy fue un buen día. No perfecto. Pero suficiente.
Y eso... eso, por ahora, me basta.
Apago la luz y dejo que la oscuridad me envuelva.
En el silencio de mi cuarto, mientras el mundo sigue girando afuera, me abrazo al osito rosa y susurro un "gracias" sin voz.
No sé qué me deparará mañana, ni qué partes de mí quedarán intactas después de todo esto.
Pero sé una cosa: hoy, por primera vez en mucho tiempo, pude sonreír sin miedo.
Y con eso, creo que puedo seguir adelante.