Capítulo 12 El día que empezamos a ser nosotros

Afuera, el mundo se ve como siempre.

El mismo camino rumbo a la prepa, los mismos anuncios desgastados en los postes, la misma señora vendiendo tamales en la esquina. Todo sigue su curso como si nada hubiera pasado.

Y sin embargo, dentro de mí... todo cambió.

Camino con los audífonos puestos. Hoy elegí música tranquila. No quiero que el ritmo me empuje, quiero que me sostenga. Que me acompañe sin hacer ruido.

Llevo el osito rosa en la mochila. No lo saco, pero me gusta saber que está ahí. Como si tenerlo cerca hiciera menos pesado el silencio que cargo desde hace unos días.

Cuando llego al salón, mis amigas me saludan como si todo fuera normal. Y yo también. Les sigo la corriente, río un poco, copio la tarea que me prestan, me quejo del examen de física. Brillo... aunque a veces sea desde una grieta.

Durante clase, me pierdo mirando por la ventana. El cielo está despejado y, por un momento, me imagino que mi abuela está allá arriba, regando un jardín entre las nubes. La idea me hace sonreír. Un poquito. Apenas.

En el receso, no hablo mucho. Me quedo sentada en una esquina del patio, escuchando la vida de los demás. Me gusta observar. Ver cómo todo sigue girando.

Y cuando vuelvo al aula, me digo a mí misma que voy bien.

Que aunque la tristeza no se ha ido, yo sigo aquí.

Y soy una guerrera por eso.

Pienso...

Últimamente pienso mucho.

Pienso en todo lo que no dije. En todo lo que sí. En los silencios incómodos de estos días. En las risas que me salen sin culpa, pero que a veces duelen después.

Pienso en cómo la vida sigue incluso cuando yo no quiero que lo haga.

En cómo extraño a mi abuela incluso cuando estoy rodeada de gente.

En cómo algunas heridas no se ven, pero pesan.

En cómo la música me calma. Cómo los niños del centro cultural me distraen. Cómo Aiden, con sus mensajes tontos y sus silencios oportunos, se ha vuelto un salvavidas que ni él mismo sabe que es. En que no se que me da más miedo... si lo que siento por él, o lo fácil que fue empezar a sentirlo.

A veces me pregunto si está bien sentirme rota y funcional al mismo tiempo.

Si está bien maquillarme para parecer feliz cuando por dentro solo estoy tratando de no derrumbarme.

Pero luego recuerdo algo que me dijo mi psicóloga una vez: "No estás fingiendo. Estás resistiendo. Y eso también es valiente."

Y entonces respiro hondo. Me abrazo a mí misma, en secreto.

Y sigo.

Porque no sé cómo se hace esto de perder a alguien. Nadie enseña.

Pero lo que sí sé... es que quiero seguir encontrando belleza en las pequeñas cosas.

Como la risa de mis amigos.

Como una canción que me entiende sin preguntar.

Como un mensaje que diga "¿cómo estás?" justo cuando más lo necesito.

Como un abrazo inesperado.

Como una tarde cualquiera... que no duela tanto.

Pienso que soy invencible, que jamás me quedaré en el piso, sé que siempre renaceré... aunque sea de las cenizas.

Y es raro, porque no me siento fuerte. No todo el tiempo. A veces siento que me voy a romper con una palabra mal dicha, o con un silencio demasiado largo. Pero aún así, sigo.

Hay una fuerza en mí que no grita. Que no da golpes ni exige ser vista. Es una fuerza que simplemente... aguanta. Se queda. Se levanta aunque duela.

Me descubro a veces mirándome al espejo, buscándome. Queriendo reconocer a la Adellai que era antes. Pero no está. Y tampoco estoy perdida. Solo soy otra versión de mí. Una que duele distinto. Una que ama más profundo. Una que se calla más cosas, pero también valora más lo que sí dice.

Aprendí que crecer duele, pero no siempre es malo.

Que a veces, el dolor nos abre el alma para que entre la luz.

Y yo... yo quiero llenarme de luz. Aunque sea poquito a poco.

Por eso sigo caminando, aunque me cueste.

Sigo sonriendo, aunque a veces no se note que me cuesta.

Sigo abrazando fuerte, escribiendo más que antes, escuchando canciones como si fueran escudos.

Y sigo amando.

A mi abuela. A mis hermanos. A mis papás, aunque a veces no sepa cómo decírselos. A mis amigas. Aiden...

Sí, Aiden. Aunque me de miedo decirlo. Aunque todavía no entienda bien qué somos.

A veces solo necesito saber que está ahí. Que me escucha cuando no tengo nada que contar. Que me contesta cuando le digo "tengo sueño" con un "duérmete, que yo te cuido desde aquí".

Eso me basta.

Y tal vez eso sea lo que me sostiene.

Pequeñas certezas en medio del caos.

Fragmentos de paz.

Vestigios de amor.

Y yo, invencible, aunque no lo parezca.

—¡Adellai! —la voz de la maestra me sacude de golpe.

Parpadeo.

Estoy en clase. Rodeada de cuadernos, de voces, de lápices que raspan el papel. El aire huele a marcador viejo y a perfume dulce.

Mi corazón da un brinco como si hubiera aterrizado de golpe después de un vuelo muy alto.

—¿Estás bien? —insiste la maestra, con las cejas ligeramente fruncidas.

Asiento con rapidez. —Sí, perdón. Me distraje un momento.

Algunos compañeros se ríen bajito. Yo me acomodo en la silla, forzando una sonrisa, tratando de recordar en qué parte del tema íbamos. Veo mis apuntes y están medio vacíos, solo unas palabras garabateadas entre pensamientos dispersos.

Trago saliva. Me siento fuera de lugar, como si el aula ya no me perteneciera del todo.

Pero respiro. Me obligo a regresar. A prestar atención. A fingir que estoy aquí desde hace rato, que no acabo de volver de un lugar muy lejos dentro de mí.

Miro el reloj.

Faltan cuarenta minutos para la salida.

Cuarenta minutos más de ser "normal". De poner cara de todo bien. De no dejar que me derrumbe frente a todos.

Y está bien.

Puedo con eso.

Una clase a la vez. Un paso a la vez.

Porque incluso cuando mi mundo se sacude, aprendo a mantenerme en pie.

El timbre suena y, por primera vez en horas, respiro con alivio.

Guardo mis cosas con movimientos lentos, como si no tuviera prisa. Pero en realidad sí quiero irme. Estoy cansada de actuar como si nada, de sostenerme tanto rato sin dejarme caer un poquito.

Me despido con un gesto leve de mis amigas y salgo al patio.

El sol me pega directo en los ojos y tengo que entrecerrarlos. Es un martes cualquiera, pero para mí no lo es. Para mí es otro día después de ella. Otro día con la ausencia en la mochila.

Camino hasta la entrada principal. El bullicio de los estudiantes saliendo, los vendedores gritando ofertas de papitas y bolis, las madres esperándonos desde los autos. Todo sigue igual. Todo.

Menos yo.

Veo el carro de mi mamá a lo lejos. Está estacionada justo frente a la reja. Me acerco con el corazón en modo automático.

Ella baja el volumen del radio apenas me ve. Sonríe, suave.

—¿Cómo te fue? —pregunta apenas cierro la puerta.

—Normal —respondo, mirando por la ventana.

No dice nada más. Yo tampoco.

El auto arranca y el silencio se acomoda entre nosotras, ese silencio incómodo que ya se ha vuelto costumbre. No es que estemos peleadas, pero tampoco estamos cerca. Ella siempre parece estar a un paso de decir algo que me incomode... y yo, a un paso de contestar con una pared.

Pone una canción suave en el radio. Yo solo escucho a medias, con la mente en otro lado. En mi abuela. En el osito rosa. En lo que me espera en casa. En todo lo que no hemos hablado nunca.

Cruzo los brazos y me acomodo en el asiento. Veo por la ventana cómo el mundo se mueve, cómo la gente vive sus tardes sin saber que hay alguien en este carro que todavía no sabe cómo seguir sin alguien que amaba.

—Hoy no vayas al centro si no quieres —dice de pronto, sin mirarme.

—Voy a ir —respondo rápido.

Ella asiente con la cabeza. Y ya no hablamos más.

No sé si me duele más su distancia o mis propias ganas de mantenerla lejos.

A veces desearía que fuera diferente. Pero no sé cómo se empieza a reparar algo que nunca se construyó bien.

Al llegar a casa, dejo la mochila en el piso apenas cruzo la puerta y me quito los zapatos sin ganas. Mi mamá no dice nada. Edwin está en su cuarto con los audífonos puestos y mi papá aún no llega.

Todo está en calma, pero no de la buena. Es esa calma pesada, como cuando algo se rompió y ya nadie sabe cómo actuar después.

Subo a mi cuarto. No me acuesto. No quiero pensar mucho. Saco los cuadernos y abro la libreta de física. Empiezo a resolver los ejercicios como si fuera una especie de castigo, o tal vez una distracción desesperada. Algo que me mantenga ocupada.

Cuando termino, reviso la hora. Todavía tengo tiempo.

Me levanto y camino al baño. Me quito la ropa con lentitud, como si cada prenda pesara. El agua caliente cae sobre mi cuerpo y me quedo quieta bajo la regadera más tiempo del necesario.

Me abrazo. Cierro los ojos.

"No estás fingiendo, estás resistiendo", repito en mi cabeza, como si fuera un mantra.

Al salir, me seco con calma y voy directo al clóset. Elijo una blusa azul cielo y mis jeans favoritos. Nada muy llamativo, pero cómodo. Me maquillo con cuidado frente al espejo. Un poco de base, corrector, rímel. Rubor para que no se note el cansancio. Labial claro. Que parezca que todo está bien.

Me miro un segundo más, en silencio. El reflejo no me convence del todo, pero al menos no parece una versión rota de mí. Parece... funcional.

Agarro mi mochila, meto el estuche con los plumones, el termo de agua y el osito rosa. No lo saco, pero va conmigo.

Salgo de casa sin despedirme. Mamá está en la cocina, ocupada con algo. Edwin ni se entera.

Camino rumbo al centro cultural con paso firme.

La clase termina entre risas y despedidas. Algunos niños corren hacia la salida con sus dibujos arrugados bajo el brazo, otros se quedan un poco más, recogiendo con calma los lápices de colores. Yo les ayudo a guardar las cosas, les sonrío, les doy chocala como si todo estuviera en equilibrio. Y por un momento, lo está.

—Buen trabajo hoy, Adellai —dice el profe Caleb, mientras me entrega un folder con papeles que necesita revisar más tarde—. Y gracias por seguir viniendo, de verdad.

—Gracias a ti por no rendirte con mi caos —bromeo, medio en serio, medio en automático.

Recojo mis cosas y salgo al pasillo. Me echo aire con la carpeta contra la cara: ya que hace calor. Justo cuando estoy guardando todo lo que tengo en la mano en la mochila, lo veo.

Aiden está afuera, apoyado en la reja con su mochila colgando de un hombro, como si llevara ahí esperándome un buen rato. En cuanto me ve, sonríe. De esas sonrisas chiquitas que no buscan llamar la atención, pero que se sienten como una bocanada de aire fresco.

—Ey —me saluda cuando me acerco.

—Ey tú —respondo.

—¿Cómo estuvo tu clase de mini artistas?

—Caótica y maravillosa, como siempre. Uno me pintó la manga con acuarela, pero ya estamos acostumbrados.

Él ríe bajito, y su risa me aligera el alma. Caminamos sin rumbo fijo, solo dejando que el atardecer nos guíe.

—¿Tienes hambre? —pregunta—. Pensé que podíamos buscar algo, aunque sea un elote en vaso o unas papas. Hoy vengo con antojo.

—Yo siempre tengo antojo —respondo—. Solo no sé de qué.

—Entonces vamos a dejar que el destino decida.

Nos alejamos del centro cultural entre bromas tontas y pasos suaves. No hablamos de cosas tristes. Él no pregunta nada, y yo lo agradezco. Solo estamos ahí, en el mismo lugar, compartiendo aire y tiempo. A veces, eso basta.

Y aunque no lo diga, aunque no lo mire demasiado de frente... su presencia me hace bien.

Como si el mundo, por unos minutos, doliera un poquito menos.

Nos sentamos en una de las bancas del parque, cada uno con su vasito de elote en las manos. La tarde ya se convirtió en noche, y el cielo empieza a llenarse de estrellas tímidas.

Yo remuevo el elote con la cuchara, pero no como mucho. Mi mente está en otro lado. En todas partes.

Aiden me mira de reojo, en silencio. No presiona. Solo está. Como siempre.

Y entonces, no sé por qué... pero lo pregunto.

—¿Por qué estás aquí conmigo?

Él se gira un poco hacia mí, frunce el ceño con suavidad, como si no entendiera la pregunta.

—¿Cómo que por qué?

—O sea... ¿por qué a mí? ¿Por qué me escoges a mí, con todo esto que soy... lo que estoy pasando... lo rota que me siento?

Mi voz tiembla apenas. La cuchara gira en el vasito como si eso pudiera distraerme, pero no. Él no me deja evadir.

Aiden me mira directo, sin dudar.

—Estoy aquí por ti, Adel. Porque te escojo. Por sobre todas las cosas.

Me quedo quieta.

—Te escojo ahora —continúa, con la voz un poco más baja, pero más firme—. Y te seguiré escogiendo mientras tú también me escojas a mí.

Lo dice sin grandilocuencia, sin rodeos. Solo... lo dice. Así, como si fuera la verdad más simple del mundo.

Y tal vez lo es.

Siento que algo se me deshace dentro. Una parte de mí que había estado tensa todo el día se afloja, como si sus palabras hubieran encontrado justo el lugar donde estaba el miedo.

No sé qué decir. Solo lo miro. Y en mi pecho, algo se acomoda.

—Gracias —murmuro—. Por seguir aquí. Por esperarme aunque a veces me pierda.

—No tengo prisa —responde, dándole un sorbo a su refresco—. Además, soy bueno con los mapas. Y tú... tú vales la pena.

Nos quedamos callados. El viento sopla despacito. La noche parece suspenderse a nuestro alrededor.

Y en ese silencio cómodo, entiendo que no tengo que estar bien para ser querida. Que incluso desde mis partes rotas, alguien puede verme y seguir eligiéndome.

Y eso... me salva un poquito.

Me quedo mirando el pasto frente a nosotros, sintiendo las palabras de Aiden aún flotando entre nosotros. Me reconfortan... pero también me asustan un poco. Porque cuando alguien te elige así, sin condiciones, el corazón se estremece.

Y entonces, casi sin pensarlo, lo pregunto.

—¿Y cómo sabes que me quieres?

No lo miro. Me da miedo lo que pueda ver en sus ojos. O tal vez, miedo de lo que pueda no ver.

Pero él no duda ni un segundo.

—Porque aprender a conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado —responde con una claridad que me desarma—. Porque aunque estemos juntos por horas, siempre se me hace muy corto el tiempo.

Hace una pausa. Yo sigo callada, pero el nudo en la garganta empieza a arderme.

—Porque o es contigo... o me quedo solo —dice en voz más baja, más íntima—. Porque me niego a pasar la vida buscando a alguien que no serás tú. Quiero que seas tú, Adellai.

Mi corazón se acelera como si hubiera salido corriendo sin avisarme. Siento un calor subiendo por el pecho, por la cara, por los ojos que amenazan con llenarse de lágrimas, pero de esas suaves, que no pesan... que limpian.

Lo miro al fin. Él también me está mirando.

Y ahí está: su verdad. La lleva en la mirada, en la postura relajada, en la forma en que sostiene su vasito de elote con una mano mientras la otra está libre... como esperando la mía.

No digo nada. Solo me acerco despacito y recargo mi cabeza en su hombro.

Él no se mueve. Solo deja que esté ahí. Me cubre con su brazo como si ya lo supiera. Como si ese gesto fuera una promesa en sí mismo.

Y yo... yo me permito quedarme ahí un rato, sabiendo que, al menos por ahora, no estoy sola.

Porque él me escogió.

Y, tal vez sin decirlo, yo también lo estoy escogiendo.

Después de un rato, cuando el viento comienza a hacerse más fresco y el parque empieza a vaciarse, nos levantamos.

Aiden me extiende la mano sin decir nada.

Yo la tomo.

Y empezamos a caminar.

No hacia ningún lugar en especial. Solo seguimos la banqueta, dejando que nuestros pasos nos lleven despacito por calles que ya nos conocen. La luna nos acompaña arriba, redonda y clara, y las farolas derraman luz cálida sobre el asfalto, como si el universo supiera que este momento es importante.

Voy con su mano entrelazada a la mía, y me doy cuenta de lo natural que se siente. Como si lo hubiéramos hecho toda la vida.

Nos reímos de cosas pequeñas —un perro que ladra a su reflejo, un letrero torcido, una anécdota tonta del centro cultural— y aunque la tristeza sigue ahí, ya no pesa igual. No con él a mi lado.

Caminamos así, en silencio, hasta que ya no aguanto más lo que tengo guardado.

—Aiden... —susurro.

—¿Hmm?

—Yo también quiero estar contigo.

Él se detiene. Me mira. No dice nada al principio, como si necesitara asegurarse de haber escuchado bien.

—¿Sí? —pregunta con una sonrisa pequeña, como esas que uno no quiere soltar por miedo a que se esfumen.

—Sí —repito, ahora con más seguridad—. No sé cómo hacerlo del todo bien, no sé si me va a dar miedo a veces, pero... quiero intentarlo contigo. Porque tú me haces sentir... segura. Querida. Y porque cuando estoy contigo, siento que todo duele un poco menos.

Él entrelaza aún más fuerte su mano con la mía.

—Entonces lo intentamos —dice en voz bajita, como una promesa solo para mí—. A nuestro ritmo. Como tú quieras. Como tú necesites.

Asiento, con una sonrisa que se forma sin permiso. Siento mi pecho más liviano, como si hubiera estado aguantando la respiración y por fin pudiera soltarla.

Seguimos caminando. Él me aprieta la mano con ternura. Y bajo la luz plateada de la luna, me doy cuenta de algo:

Tal vez el amor no siempre llega gritando.

A veces llega así.

Tomándote de la mano en una calle tranquila.

Y diciéndote, sin palabras, que no estás sola.

Seguimos caminando unos pasos más, tomados de la mano, como si estuviéramos flotando bajo la luz de la luna. El silencio entre nosotros ya no es incómodo, sino lleno de cosas que no se han dicho... todavía.

Y entonces, Aiden se detiene.

Me mira.

Sus ojos brillan con una mezcla de nervios, ternura y una valentía que no había visto en él hasta ahora.

Traga saliva y respira hondo.

—Adellai... —dice, con la voz más suave que le he escuchado—. Quiero hacer esto bien.

Mi corazón late tan fuerte que me cuesta escuchar otra cosa.

—Así que... primero, déjame confesarte algo —continúa—. Estoy enamorado de ti. De todo lo que eres tú. De esa niña brillante y alegre... y también de esa niña triste y solitaria. Amo todo de tu persona, incluso lo que tú a veces no sabes cómo amar. Y realmente... me he enamorado más de lo que jamás lo había estado.

Siento que todo dentro de mí se enciende.

—Y debo confesar que yo también tengo miedo —añade con una sonrisa tímida—. Pero eso no significa que vaya a seguir aplazando lo que deseo con todo el corazón. Así que si me lo permites...

Da un paso más cerca. Me mira directo a los ojos, como si pudiera verme el alma.

—¿Puedo ser tu novio, señorita Adellai Rossi?

Por un momento, el mundo entero se queda en pausa. No hay carros, ni viento, ni faroles, ni dudas.

Solo él.

Solo esto.

Y entonces sonrío. De esas sonrisas que salen desde el pecho, que llevan luz en vez de palabras.

—Sí, Aiden Solís. Sí puedes —respondo.

Él ríe, aliviado, y me abraza. Nos quedamos así, en medio de la calle, bajo la luna, abrazados como si el mundo ya no pesara tanto.

Y por primera vez en muchos días, siento que algo vuelve a encajar.

Que incluso en medio del dolor, también hay espacio para el amor.

Y yo... estoy lista para vivirlo.

Seguimos abrazados por unos segundos que se sienten eternos y perfectos. Su corazón late tan rápido como el mío, puedo sentirlo contra mi pecho. Luego, él se separa apenas un poco para mirarme, y tiene esa sonrisa... esa que hace que todo duela menos.

—No tienes idea de lo feliz que estoy —dice, bajito, como si estuviera confesando un secreto que llevaba mucho guardado—. Por fin puedo llamarte mi novia.

Me lo dice con tanto cariño, con tanta ternura, que no puedo evitar sonreír como tonta.

—Mi novia —repite, como si aún no se lo creyera—. Suena irreal... pero increíble.

—Bueno, ve acostumbrándote —respondo con una media sonrisa, mientras entrelazo nuestros dedos de nuevo.

—Ya me estoy acostumbrando. Y me gusta mucho —dice con una mirada tan suave que casi me deshace.

Y ahí estamos. Dos adolescentes bajo la luna, en una calle cualquiera, repitiéndonos con gestos y palabras lo mucho que nos hemos elegido. Lo mucho que queremos intentarlo.

Nos tomamos de las manos otra vez, sin prisas, y comenzamos a caminar de regreso. Esta vez no decimos mucho más.

No hace falta.

Nuestros pasos hablan por nosotros. Y por dentro, una voz bajita me dice: sí... esto es lo que mereces.

Esto es amor, empezando con dulzura.

Aiden me acompaña hasta la puerta de mi casa. Vamos despacio, como si quisiéramos alargar cada paso.

Ya no hace tanto calor, la noche es tibia, tranquila... perfecta.

Nos detenemos justo antes del portón. Hay un silencio bonito entre nosotros, de esos que no incomodan.

—Gracias por traerme —le digo bajito.

—Siempre —responde, sonriendo. Me ve como si yo fuera lo más importante que le ha pasado hoy... y quizás lo soy.

Me abraza. No con timidez, sino con esa suavidad que dice "aquí estoy". Me envuelvo en sus brazos, y el mundo se apaga un poco. Solo quedamos él y yo.

Cuando nos separamos, se acerca despacio y me da un beso corto en la frente.

—Duerme bien, Adel. Te escribo cuando llegue.

—Está bien... Cuídate.

Me sonríe una última vez y se va. Lo veo alejarse por la calle, sin dejar de sentir esa mezcla extraña de emoción y paz.

Entro a casa, dejo mi mochila sobre la silla y subo a mi cuarto. Me cambio, me lavo la cara y, antes de meterme a la cama, reviso el celular.

Ahí está.

Aiden 💫

Ya llegué a casa. Buenas noches, mi chica favorita.

Un segundo mensaje llega justo después:

—Entonces... ¿hoy es el día? 23 de septiembre. Oficialmente somos novios, ¿cierto? 😳🩵

Me sonrío sola. Miro la fecha. 23 de septiembre. Una noche clara, sin dramas, sin máscaras.

Una noche en la que por fin nos elegimos sin miedo.

Tomo aire y respondo:

—Sí, Aiden. Hoy es el día. Hoy empieza lo nuestro.

Y con el corazón más ligero, apago la lámpara.

Oficialmente... somos algo más que un "casi".

Somos nosotros.

Dejo el celular a un lado y me acomodo bajo las cobijas, abrazando al osito rosa que me regaló mamá María.

Cierro los ojos... y no puedo evitar pensar en ella.

En cómo habría sido si lo hubiera conocido. Aiden.

Me lo imagino entrando nervioso a casa de los abuelos, saludando con esa sonrisa medio tímida, ofreciéndose a ayudar a poner la mesa o a cargar cosas pesadas.

Me imagino a mi abuela mirándolo con ese brillo curioso, haciéndole mil preguntas, sacándole conversación como solo ella sabía hacerlo.

Y estoy segura... segura... de que le habría encantado.

Porque Aiden tiene esa nobleza callada que a mamá María le habría derretido el corazón. Porque es paciente, atento, y porque me cuida sin hacer ruido.

Quizá no se conocieron en persona... pero siento que ella lo está conociendo ahora, a través de mí.

A través de lo que me hace sentir.

Y espero que, desde donde esté, lo apruebe con esa sonrisita cómplice que siempre me daba cuando algo le parecía buena idea.

Cierro los ojos.

Y me dejo llevar por el sueño con ese pensamiento cálido: a ella le habría gustado este chico.

Y a mí... me está empezando a gustar demasiado.