Aiden Solis
No soy bueno con las palabras.
Nunca lo he sido.
Sofía dice que no necesito decir demasiado, que con cómo miro y cómo escucho basta. Pero a veces, siento que debería poder decirle a Adellai todo. No solo lo básico. No solo lo obvio. Sino lo que realmente pasa en mi cabeza cuando ella aparece, cuando sonríe, cuando tiembla y se rehace frente a mí.
La forma en que camina hacia mí después de clase.
El modo en que me aprieta los dedos si está nerviosa.
La manera exacta en que su voz se quiebra cuando habla de mamá María.
Esas cosas me desarman. Me hacen querer cuidarla, incluso cuando no sé cómo.
La vi dormida esa tarde, en el sillón de la sala del centro cultural.
Estaba con las piernas encogidas, la cabeza recargada sobre su mochila, respirando suave.
Tenía la frente ligeramente arrugada, como si incluso en sueños cargara con algo.
Me quedé ahí, en silencio, mirándola.
No por miedo a despertarla, sino porque había algo sagrado en ese momento.
Algo que no quise romper.
Quería decirle que estaba bien si se sentía cansada. Que no tenía que sonreír todo el tiempo. Que estaba orgulloso de ella. Que incluso en su tristeza, seguía brillando.
Pero no dije nada.
Solo me senté cerca, lo suficiente para que, si despertaba, supiera que estaba ahí.
Con ella.
Como una especie de promesa silenciosa.
A veces me pregunto si ella sabe lo que significa para mí.
No solo que me guste. No solo que sea mi novia.
Sino que esté en mi vida, así, con esa mezcla suya de fuerza y ternura.
Hay momentos en los que no sé cómo decirle que la admiro.
Como cuando la vi pintando con los niños y se le llenaron los dedos de pintura.
O cuando, al hablar de su abuela, su voz bajó, pero siguió hablando igual.
Yo no podría.
Yo me quedaría callado.
Ella no.
Ella atraviesa el dolor con una honestidad que me conmueve.
Que me enseña.
Antes de que se fuera ese día, le di mi suéter.
No hacía tanto frío, pero... no sé.
Fue una excusa.
Quería dejarle algo mío. Como si eso pudiera acompañarla hasta que nos volviéramos a ver.
Me sonrió con los ojos cansados.
Y solo por eso, valió la pena el nudo en el estómago que siempre me queda cuando la dejo ir.
De camino a casa, pensé en escribirle.
Pero terminé borrando el mensaje.
No quería ser una carga.
No quería que pensara que me preocupaba demasiado.
Pero la verdad es que sí.
Me preocupa.
La pienso.
Y, aunque no se lo diga todos los días, quiero quedarme.
Quedarme con ella, en su mundo, con sus luces y sus sombras.
Porque cuando estoy con Adellai, todo es un poco más real.
Y eso —aunque a veces duela— me hace sentir vivo.
Quizá lo que necesite sea un distractor.
Algo que la saque un poco del peso de estos días, de las rutinas que la obligan a estar bien cuando no lo está del todo.
Pienso en lo que dijo sobre su abuela, en cómo su voz se volvió baja y sus ojos se llenaron sin derramar.
No sé cómo consolar a alguien que está de duelo.
Pero sí sé que, a veces, lo mejor es simplemente estar.
Y ofrecer algo distinto. Algo que no duela.
Abro el celular y me meto a buscar sin mucha dirección. Solo... espero encontrar algo que funcione.
Y ahí está.
La Feria de la Granada.
Este fin de semana. Cerca. Accesible. Llena de luces, ruido, dulces y color.
Perfecta.
Me imagino caminando con ella entre los puestos, compartiendo una nieve, riéndonos sin pensar demasiado.
Me imagino su cabello moviéndose con el viento de las atracciones. Su risa verdadera.
Eso. Eso quiero volver a escuchar.
Esa que no está rota por el cansancio o la nostalgia.
Será nuestra primera cita como novios oficialmente.
Y no sé por qué, pero me pongo nervioso de solo pensarlo.
Me doy cuenta, tarde, que eso incluye juegos mecánicos.
Respiro hondo.
No me gustan.
No es miedo irracional, solo... desconfianza. ¿Por qué subirte a algo que se sacude a toda velocidad como si quisiera lanzarte al cielo? ¿Por qué provocar al destino?
Pero... por ella, lo haría.
Por ver esa expresión suya cuando algo la emociona.
Por oír cómo me dice "¿Te atreves?" con esa chispa que aparece cuando se siente viva.
Por ser parte de un recuerdo feliz en medio del duelo.
Le escribo:
Yo: ¿Qué te parecería ir a la Feria de la Granada este fin de semana? Podría ser nuestra primera cita oficial. Te invito. Yo llevo las monedas para las rifas.
Lo leo dos veces.
Lo mando.
Casi de inmediato, el celular vibra.
Adellai: ¡Me encantaría! Gracias por pensar en eso. Me hacía falta justo algo así.
Sonrío.
Por dentro, el corazón se me acelera.
Lo que para otros sería una salida cualquiera, para mí es una pequeña victoria.
Y por primera vez en días, siento que algo en el aire cambia.
Como si, poco a poco, estuviéramos volviendo a construir la luz.
...
El sábado llega más rápido de lo que pensé.
No dormí mucho la noche anterior. No por algo específico... solo nervios.
Mi cabeza se llena de escenarios posibles: ¿y si se siente mal?, ¿y si no sabe qué decirme?, ¿y si yo no sé qué decirle a ella?
Intento calmarme recordando lo esencial: no tengo que hacer algo extraordinario. Solo... estar.
Estar con ella.
Reviso el celular por quinta vez en la mañana. Nada.
Hasta que finalmente vibra.
Adellai: Hola, Aiden. Tengo algo que contarte antes de que nos veamos. Mi mamá y Edwin también van a ir a la feria... mi mamá dijo que le haría bien a él distraerse. Y ya que estamos, le pregunté a Mery si quería venir. Dijo que sí. Espero no te moleste.
Me quedo viendo el mensaje un momento.
Leo entre líneas: ella está cuidando a los suyos. Como siempre.
Y aunque una parte de mí se había hecho a la idea de algo más íntimo, algo solo para los dos... no me molesta.
Porque sé lo que significa para ella compartir tiempo con su familia.
Y porque —siendo honesto— me da una excusa para verla reír con su hermano, abrazar a su mamá, bromear con su prima.
Ver su mundo más de cerca.
Le respondo:
Yo: No me molesta. Me parece lindo. Si ellos van, también va una parte importante de ti. Y quiero conocer eso. Nos vemos allá o paso por ustedes y pedimos un uber :)
Minutos después, recibo un emoji de carita feliz con un corazón y su respuesta afirmativa a pedir un uber en su casa.
Y ya con eso, se me relaja el pecho.
Me pongo mis tenis favoritos. Cargo mi mochila con agua, servilletas, algo de gel antibacterial (Sofía me ha entrenado bien).
Tomo una chamarra ligera, por si hace frío al anochecer. Y las monedas. Muchas monedas.
Estoy listo.
O al menos, eso quiero creer.
Porque lo que más quiero hoy... es verla feliz.
Llego un poco antes, como siempre.
El cielo está empezando a pintarse de naranja suave, y hay un aire tibio que anticipa el bullicio de la feria. Me bajo con calma, respiro hondo, acomodo bien la mochila en mi hombro y camino hacia la puerta. En la entrada hay una maceta que reconozco de las fotos que me mostró una vez: flores moradas que su abuela cuidaba.
Toco el timbre. Una vez.
Escucho pasos apresurados. Voces dentro. Risas.
La puerta se abre.
Y ahí está.
Adellai.
Con una blusa de colores claros, jeans, y el cabello suelto, con unos mechones cayéndole sobre la cara de forma perfecta sin proponérselo. Sonríe en cuanto me ve. Una sonrisa real, de esas que nacen desde los ojos.
—Hola, —dice bajito, y ya con eso se me pasa todo el nervio.
—Hola, —respondo, sintiendo cómo algo en mi pecho se acomoda.
—Ya casi salimos. Mi mamá está buscando su bolsa y Edwin está peleando con los cordones de sus tenis. Mery ya va en camino.
—No hay problema. Me gusta esperar aquí. —Y es cierto.
Ella se hace a un lado y me deja pasar.
Entro con cuidado, sin invadir. La sala huele a jabón, un poco a café, y a ese aroma tenue de hogar que solo tiene su casa. Todo se siente lleno de vida, pero sin caos. Como si los recuerdos respiraran en cada rincón.
—¿Quieres agua? —pregunta ella, ya rumbo a la cocina.
—Estoy bien, gracias.
Desde el pasillo aparece Edwin, con una sudadera medio puesta y cara de concentración.
—¡Hola, Aiden! —me dice, con una sonrisa cómplice. Me cae bien.
—Hey, ¿listo para ganar todos los peluches?
—¡Obvio! Aunque no me gustan tanto, pero quiero ganarle a los juegos por orgullo. —Se ríe, y yo también.
Después aparece su mamá.
Y aunque ya la había visto en otras ocasiones, esta vez me impresiona. Hay algo firme en su mirada, pero también una calidez que no necesita disfraz. Me saluda con amabilidad, y le respondo con respeto.
—Gracias por venir, Aiden. Ojalá te diviertas con nosotros.
—Gracias por invitarme, señora Rossi.
Adellai me lanza una mirada que casi parece decir "respira, lo estás haciendo bien", y yo asiento con una ligera sonrisa.
Un mensaje llega al celular de Adellai: Mery ya está afuera.
—¡Perfecto! —dice ella—. Vamos en dos Ubers. Tú, Edwin y yo en uno, y mamá con Mery en otro. ¿Está bien?
—Sí, claro —respondo sin pensarlo. Y ya voy rumbo a la puerta, con el corazón latiendo un poco más rápido de lo normal.
Esta no era la cita que había imaginado.
Es mejor.
Porque hoy no solo salgo con Adellai.
Hoy me acerco a su mundo, a su gente, a su historia.
Y aunque una parte de mí sigue sintiendo que no sé bien cómo actuar...
Otra parte, más fuerte, sabe que sí:
estoy exactamente donde quiero estar.
El auto llega unos minutos después.
Un sedán gris, limpio, con música bajita en la radio. El conductor nos saluda con un gesto cordial, y subimos: Edwin atrás del copiloto, Adellai en el centro, y yo junto a la ventana.
Cierro la puerta con cuidado, como si el sonido pudiera romper algo sagrado.
El auto empieza a avanzar, y el mundo allá afuera se convierte en una película que corre rápido.
Por un momento nadie habla.
Solo la música suave, el ruido lejano de la calle, y los dedos de Adellai jugando con una pulsera de tela que lleva en la muñeca.
No dice nada, pero yo la observo de reojo.
Tiene esa mirada que pone cuando está pensando demasiado. Como si su mente estuviera a kilómetros de aquí, pero su cuerpo aún supiera estar presente.
Me dan ganas de tomarle la mano.
Pero no sé si es el momento. Edwin está a su lado. El conductor nos oye.
Y aún me cuesta entender cuándo está bien hacerlo.
Entonces ella se gira hacia mí, leve.
—¿Estás bien?
Asiento.
—Sí. ¿Y tú?
—Sí... un poco nerviosa. No por la feria —aclara, y suelta una risita corta—. Solo... hay días en los que siento que soy una versión distinta de mí. Como si no terminara de volver a ser yo.
La miro.
Quisiera poder decirle algo sabio. Algo que arregle esa sensación.
Pero lo único que me sale —y que creo que importa— es esto:
—No tienes que volver a ser la de antes. A mí me gusta quién eres hoy. Incluso si te sientes distinta.
Ella se queda en silencio.
Y luego, lentamente, apoya su cabeza en mi hombro. No pesa. No estorba. Solo... encaja.
Como si hubiera estado hecha para ese espacio.
Edwin finge que no nos ve. Está absorto con su celular, riendo por algún video.
Y por un instante, todo está bien.
Miro por la ventana y veo cómo el sol empieza a esconderse detrás de los edificios. Las luces de la feria ya se adivinan a lo lejos, tímidas al principio. Como luciérnagas.
La ciudad sigue su ritmo, pero para mí, el mundo se ha detenido justo aquí.
En este auto.
Con ella.
Y pienso que tal vez no se trata de distraernos del dolor.
Sino de aprender a vivir con él... mientras también encontramos motivos para sonreír.
El Uber se detiene frente a la entrada principal.
Las luces ya están encendidas y hay un murmullo constante que flota en el aire: música, voces, risas, anuncios por altavoces distorsionados. El olor a fritura, algodón de azúcar y polvo de tierra se mezcla con la emoción de la gente que va entrando.
Adellai alza la mirada y sonríe.
No dice nada, pero hay algo en sus ojos que se parece a lo que yo siento: una mezcla de infancia y esperanza.
Del otro Uber bajan su mamá y Mery. Se saludan rápido, con energía. La señora Rossi se acomoda el bolso al hombro y le da un vistazo a todos con ese aire protector suyo, sin ser invasiva.
—¿Listos? —pregunta con calidez.
Asentimos todos, y caminamos juntos hacia la entrada.
La fila para entrar a la feria no es larga, pero se mueve lento. Entre nosotros, Edwin no para de hacer comentarios sobre los puestos de tiro al blanco, Mery ya se está tomando selfies con Adellai, y yo... yo solo la observo.
Tiene una luz distinta.
No como si todo estuviera bien, sino como si se permitiera disfrutar a pesar de todo.
Y eso la hace aún más fuerte.
Cuando llegamos a la taquilla, doy un paso al frente antes de que diga nada.
—Dos entradas, por favor.
Ella gira hacia mí, sorprendida.
—Aiden... no tenías que—
—Quiero hacerlo. —Le sostengo la mirada, tranquilo.
Su mamá, desde atrás, alcanza a escuchar.
—Gracias, Aiden —dice con sinceridad—. Yo pago por los demás.
Y así queda: yo pago por Adellai y por mí. Ella me da las gracias en voz baja, apretándome un poco la manga. Su mamá cubre lo de Edwin y Mery, que ya se están peleando por quién elige primero en la primera rifa.
Nos ponen los brazaletes en la muñeca. El plástico aprieta un poco, pero me recuerda que estamos aquí. Que esto es real.
Al entrar, las luces se multiplican. El suelo vibra con cada atracción. La música suena un poco demasiado fuerte, y la gente se mueve como un río constante.
Adellai camina a mi lado.
A veces tan cerca que sus dedos rozan los míos.
Otras, se adelanta un poco para señalar algo: un juego, una figura de peluche, un puesto con fruta cubierta de chile y chamoy.
Y yo la sigo.
Porque eso haría en cualquier lugar.
Donde ella vaya, yo voy.
La fila avanza y la feria se abre ante nosotros como un mundo de luces vivas. Adellai camina unos pasos delante de mí, buscando con la mirada por dónde empezar: si por los puestos de comida, los juegos o alguna atracción suave para calentar motores.
Y entonces, me pasa algo.
Algo tonto. Algo inmediato.
Mis ojos, sin permiso, se quedan en cómo se mueve.
En el vaivén de su cuerpo al caminar.
En sus caderas. En sus piernas.
En... sus nalgas.
No mires ahí, me dice una voz en mi cabeza.
Ya lo hiciste. Demasiado tarde, responde otra.
¡Concéntrate! Es una feria. Hay luces. Juegos. Tu novia. NO es momento para pensar en... en eso.
Pero ya se me fue la mente. Un microsegundo. Un pequeño desliz, como un parpadeo que dura más de la cuenta.
Y por un instante me imagino qué se sentiría tocarla. Así, leve, curioso, torpe.
No de forma vulgar. Solo... con esa ternura con la que uno se pregunta cómo es el mundo cuando empieza a descubrirlo con alguien más.
¡Ya basta!
¿Qué te pasa? ¡Cálmate!
¿Así piensas mientras ella camina feliz con su familia?
Me siento como un idiota.
Parado en medio de la feria, con el corazón desacomodado.
Entonces, como si lo hubiera intuido —o peor, visto—, Adellai se gira hacia mí.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —pregunta con una ceja ligeramente levantada, divertida.
Pánico.
Rojo.
Soy un tomate.
—¿Yo? Sí. Nada. Solo... estaba pensando.
—¿En qué? —pregunta, ladeando la cabeza con esa dulzura que no ayuda nada.
—En... eh... nada importante. El cielo. Bueno, las luces. Son muchas luces, ¿no? —me río, nervioso. Mi voz suena demasiado alta. Me quiero lanzar por un tiro al blanco y desaparecer.
Ella me mira un segundo más. Entrecierra los ojos.
Lo sabe.
No, no lo sabe. No puede saberlo. A menos que seas transparente como el agua. Cosa que... claramente eres.
Pero no dice nada más. Solo sonríe, se acerca y toma mi mano con naturalidad.
Y así, su mano en la mía me regresa al presente.
Al lugar donde no hay espacio para fantasías incómodas, solo para el cariño real.
Concéntrate, Aiden.
Estás aquí con ella. No arruines este día pensando más de la cuenta.
Y si vas a tocarla, que sea con respeto. Con amor. Con el tiempo. Y cuando ella lo quiera también.
Y mientras caminamos hacia el primer puesto, aprieto su mano solo un poco más fuerte.
Como para recordarme que esto no es un sueño.
Que está aquí.
Y que, por más que se me vaya la mente a veces... mi corazón sabe exactamente dónde quedarse.
—¡Ese! —dice Adellai, señalando el juego del dragón con ojos brillantes.
Es una especie de montaña rusa infantil, aunque más rápida de lo que parece. El tren con forma de dragón sube por una pequeña pendiente y luego baja en curva a toda velocidad, una y otra vez, haciendo círculos. Gira más de lo que debería para su tamaño. Y grita la gente. Gritan mucho.
Yo trago saliva.
—¿Ese? ¿Estás segura?
—¡Claro! Es clásico. Me encantaba cuando era niña. Mira, hasta Edwin se subió hace rato con Mery.
—Sí, pero... no sé si eso me convence. —Intento sonreír, pero creo que se me nota el nervio.
No me gustan los juegos mecánicos. No es pánico... es más bien desconfianza.
¿Quién fue el genio que decidió que girar en círculos en un carrito chillón es divertido?
Ella me mira y alza una ceja.
Con esa mirada que mezcla picardía con burla tierna.
—¿Qué pasa, Solís? ¿No me digas que te da miedo el dragón?
—No es miedo. Es precaución.
—Aiden. Ese juego le encanta a un niño de seis años que está ahí con un algodón de azúcar del tamaño de su cabeza. —Se ríe, claramente disfrutando el momento—. ¿Le vas a ceder tu lugar a un niño?
—Podría ser lo correcto —digo, como si fuera un acto de nobleza cívica—. El dragón necesita almas jóvenes y valientes.
Ella se ríe fuerte, y eso... bueno, eso sí hace que valga la pena el ridículo.
—Vamos, cobarde honorable. Yo te cuido.
—¿Tú me cuidas?
—Ajá. Te agarro la mano si gritas.
—No voy a gritar.
—Entonces perfecto. No tienes excusa.
Avanza la fila y ya estamos casi frente a la entrada. El operador del juego —un señor con gorra roja y voz rasposa— da indicaciones con tono automático. El carrito llega con chirrido y se detiene frente a nosotros.
Adellai me toma de la muñeca y me jala con ella.
—Vamos, valiente. Por el honor, por el dragón y por las historias que contarás cuando sobrevivas.
Me subo. Me acomodo. Bajo la barra.
Y me resigno.
—¿Sabes que esto va a ser tu culpa, verdad?
Ella sonríe.
—Ya lo sé. Pero vas a amarlo. O al menos, vas a fingirlo por mí.
La miro. Y aunque el estómago se me retuerce de anticipación, asiento.
—Por ti, lo que sea. Incluso esto.
Creí que el dragón sería lo peor.
Pero estaba equivocado.
—¿Y si ahora vamos al barco pirata? —dice Adellai, con la misma emoción con la que otra persona pediría un chocolate caliente.
Yo la miro.
El barco.
Ese monstruo gigante que se mece como si fuera a salir volando.
Que sube tan alto que puedes ver todo el cielo y, de pronto, baja tan rápido que sientes que el alma se te queda colgando atrás.
—¿Estás segura? —pregunto, con voz casi serena. Casi.
—¡Vamos! Ese sí es de verdad. —Me mira, casi desafiándome—. Ya sobreviviste al dragón. Esto es como... nivel dos.
—¿Y si me bajo en mitad del juego? ¿Te seguirías sintiendo orgullosa de mí?
—Te recordaría como un mártir. Caído en combate. Pero sí, seguiría orgullosa.
Y ya está. Estoy en fila.
Nadie me obligó. Lo decidí. Por voluntad propia.
¿Qué estás haciendo, Aiden?
Subirte a un aparato que desafía todas las leyes del sentido común.
Por una chica. Bueno, por ella.
¿Vale la pena?
Totalmente.
Cuando el operador nos hace señas, subimos y buscamos asiento y ella se va hasta la mera punta del barco —ni al borde del barco ni al centro. Maldita zona alta: lo suficientemente intensa como para darte vértigo, no lo bastante suave como para confiarte la vida.
Nos sentamos. La barra baja sobre nuestras piernas.
Yo intento respirar hondo, parecer tranquilo.
Adellai me mira de reojo, sospechando la tormenta interna que me cargo.
—¿Estás nervioso?
—No. —Mentira.
—¿Seguro?
—Tal vez un poco. Solo... estoy decidiendo si debería hacer testamento antes de que arranque.
Ella suelta una carcajada. Y su risa, como siempre, me salva un poco del caos mental.
El barco comienza a moverse.
Primero, lento. Inofensivo.
Después, más alto. Más rápido.
Y de pronto ya no es un juego: es una maldita catapulta.
Mi estómago se queda atrás. Mis pensamientos se disuelven. El viento me golpea la cara como si me estuviera juzgando por cada decisión tomada en la vida.
—¡AAAAAH! —grita alguien.
Tal vez fui yo. No lo sé.
Adellai está a mi lado, riéndose. Gritando también, pero de emoción.
Yo me aferro a la barra como si de eso dependiera la paz mundial.
—¿¡Te estás divirtiendo!? —me grita ella entre risas, con los ojos brillantes.
—¡DEFINITIVAMENTE NO! —le grito de vuelta.
Ella solo ríe más.
Y aunque mi dignidad está colgando de un hilo, me obligo a mirarla.
Y verla así... gritando de alegría, el cabello alborotado, la cara iluminada por las luces que se cruzan en el aire...
Me olvido, por unos segundos, del mareo.
Y pienso: sí, tal vez esto vale cada segundo de tortura.
Finalmente, el barco empieza a detenerse. El mundo vuelve a su sitio, y yo con él.
Mis piernas tiemblan un poco al bajar, pero no lo admito.
—¿Ves? —dice ella, triunfante—. No fue tan terrible.
—Claro que no. Fue... didáctico. Como enfrentar a la muerte en clase abierta.
—Valiente y dramático. Me encanta.
Sonrío, apenas. Todavía me duele el orgullo.
Pero verla feliz... lo vale todo.
No sé exactamente en qué momento pasó.
Un giro equivocado entre los puestos de comida, un cruce rápido entre luces y globos.
Y ahora estamos solos.
—¿Dónde están los demás? —pregunta Adellai, mirando alrededor con la boca ligeramente abierta, como si esperara ver a Edwin trepado en algún juego otra vez.
—Creo que Mery dijo que querían ir al juego de los espejos, pero tomaron el otro pasillo.
—Y nosotros tomamos el de los algodones de azúcar.
—No te culpo. —Sonrío, señalando el algodón rosado en su mano—. Elecciones sabias.
—Totalmente.
Nos detenemos en una zona más tranquila, entre dos juegos apagados y un puesto de lotería que parece estar cerrando. Hay una banca de concreto pintada con flores. Nos sentamos. El bullicio está lejos por unos minutos.
Y por primera vez en la noche... no hay gritos, ni luces parpadeantes. Solo ella.
Y yo.
Ella da una mordida leve al algodón, y luego se queda mirando al frente.
Sus piernas cruzadas, los dedos jugando con un mechón de su cabello, el perfil suavemente iluminado por un farol.
Y entonces, otra vez... mi cabeza decide ser una traidora.
No pienses en eso.
No ahora.
Pero lo hago.
Me doy cuenta de cómo su blusa se ajusta justo en la parte de su espalda.
De cómo el cuello se le desliza un poco hacia un hombro.
De lo mucho que quiero pasar los dedos por ahí.
De lo suaves que deben sentirse sus piernas bajo esos jeans.
De lo que sería besarle no solo la boca, sino cada parte que no se nombra.
Ya basta. Detente.
Cierro los ojos un segundo. Respiro. Me obligo a enfocar.
Es ella. No es solo un cuerpo. Es ella.
Y yo no quiero mirarla como algo que se toma.
Quiero quedarme. Quiero merecerla.
Ella me mira de pronto. Como si lo supiera.
Como si sintiera el cambio de mi respiración.
—¿Estás pensando mucho otra vez? —pregunta con dulzura.
—Un poco. —Trato de sonar casual.
—¿En qué?
—En lo bonita que estás. —Sale antes de que pueda pensarlo. Y es cierto. Es lo que me salva.
Ella sonríe. Pero no como si le halagara el cumplido.
Sino como si supiera que va más allá.
—Gracias —susurra—. Hoy me hacía falta sentirme bonita.
La miro. Siento un nudo en el pecho.
Quiero decirle que no es solo por cómo se ve.
Que tiene algo que me toca por dentro.
Que a veces la deseo, sí, pero mucho más la admiro.
Pero solo me sale esto:
—Te ves hermosa. Pero también... eres fuerte. Y dulce. Y no tienes idea de lo mucho que me importas.
Ella baja la mirada por un segundo.
Y luego me toma la mano. Suave. Sin decir nada.
Y ese simple gesto... borra todo el ruido.
Mis pensamientos bajan el volumen. Mi cuerpo se relaja.
Y decido que, aunque haya momentos en que mi mente me juegue sucio,
mi corazón ya eligió cómo mirar a Adellai:
con respeto.
Con cariño.
Y con un amor que sabe esperar.
El silencio entre nosotros no es incómodo.
Es denso, suave, como una manta que nos cubre sin asfixiar.
Sus dedos rozan los míos. A veces se entrelazan, a veces no.
Y eso basta.
O eso debería bastar.
Pero entonces, mientras la miro de reojo —esa forma en que sus labios se mueven cuando habla bajito, ese mechón de cabello que se acomoda sola detrás de la oreja—, me cruza el pensamiento sin pedir permiso:
Aunque qué larga es la espera...
ni siquiera nos hemos besado en la boca.
Y no es que lo necesite para saber que la quiero.
No es que lo exija.
Pero lo pienso.
Lo imagino.
Cómo sería.
Si se inclina.
Si yo me acerco.
Si tiembla.
Si sonríe justo antes.
Me dan ganas. Muchas.
Pero también me freno.
Porque no quiero que sea por impulso.
No quiero robarle nada.
Quiero que sea cuando ella también lo quiera.
Cuando no duela. Cuando no haya miedo.
Cuando los dos estemos listos para que ese primer beso nos pertenezca.
Así que me quedo quieto.
La miro. Aprieto su mano un poco más fuerte.
Y me repito:
Vale la pena.
Ella vale la pena.
Incluso esta espera que a veces duele en el pecho.
Ella me mira, quizá intuyendo algo. Me sonríe.
—¿Estás pensando otra vez?
Asiento, sonriendo también.
—Siempre. Pero no es malo.
—¿Y ahora en qué piensas?
La miro, directo.
Podría decirle la verdad. Que pienso en besarla. Que lo deseo desde hace semanas. Que me muero de ganas.
Pero solo digo:
—En que... estoy feliz de estar aquí contigo.
Ella no dice nada, pero se apoya en mi hombro.
Y ese gesto me basta.
Aunque el beso aún no llegue...
yo ya siento que estoy en casa.
La noche se había puesto cómoda.
Ella apoyada en mi hombro, mi corazón latiendo sin prisa por primera vez en horas... y el mundo apagándose en luces suaves.
Podía quedarme ahí.
Así.
Sin más.
Pero entonces escuchamos voces acercándose entre el ruido lejano de los últimos juegos.
—¡Ahí están! —dice Edwin, medio jadeando—. Nos metimos en el laberinto de espejos y casi me pierdo de verdad.
—¡Pensamos que ustedes se habían ido! —agrega Mery, sonriente, con un algodón de azúcar nuevo.
Adellai se endereza, parpadeando un poco como si saliera de un sueño.
—Nos distrajimos —responde con voz suave—. Estábamos... descansando.
Su mamá se acerca con una mirada rápida que lo ve todo sin decir nada. Nos observa a ambos, como si pudiera leer el aire.
—Es tarde —dice con calma—. Mejor vamos pidiendo el regreso.
Yo asiento de inmediato.
—Yo pido el Didi. Si quieren, podemos ir los tres juntos como a la ida.
—Perfecto —dice la señora Rossi—. Mery viene conmigo esta vez.
Edwin ya va caminando en círculos, agotado pero feliz.
Saco el celular. Pido el viaje. Cinco minutos. Siento cómo me tiemblan un poco los dedos al escribir.
Tranquilo. Solo es el regreso. Un auto. Dos personas. Nada grave.
Cuando llega el Didi, nos acomodamos igual que antes.
Edwin va en el asiento delantero.
Y Adellai... se recuesta sobre mí.
Literalmente.
Apoya su cabeza en mi pecho, con total naturalidad. Sus piernas se encogen, su cuerpo cálido se acomoda contra el mío, como si me perteneciera.
Y entonces empieza mi tortura interna.
No te muevas.
No respires raro.
No pienses en lo suave que es.
No pienses en su cintura apoyada justo ahí.
No pienses en su aroma.
¡NO PIENSES!
Pero pensar es lo único que puedo hacer.
Porque la siento. Toda.
Su peso leve.
Su mejilla contra mi camisa.
La forma exacta en que su cuerpo se alinea con el mío, como si hubieran sido diseñados para encajar.
Mi mente empieza a traicionarme otra vez.
¿Y si pusiera mi mano en su cintura? Solo un poco.
¿Y si bajara la cabeza para olerle el cabello?
¿Y si...?
¡CÁLLATE!
¡CÁLLATE, CÁLLATE, CÁLLATE!
Me repito como mantra: Respeto. Calma. Autocontrol.
Ella se mueve apenas. Un suspiro dormido.
Y con eso, estoy a punto de cometer la idiotez más grande: abrazarla.
Pero me detengo.
No ahora.
No así.
No sin saber si ella también lo quiere.
Así que me quedo quieto, mirando por la ventana, con el cuello tenso y la dignidad colgando de un hilo.
Rezo. Literalmente rezo.
Por favor que no se mueva.
Por favor que no note lo que me pasa.
Por favor que el viaje sea corto.
O eterno.
No sé. Algo intermedio.
Y así pasan los minutos.
Con el corazón palpitando donde antes solo latía.
Cuando llegamos, ella se despereza, parpadea y me sonríe con esa inocencia que no sabe el caos que me dejó adentro.
—Gracias por venir, Aiden. Me la pasé... increíble.
Yo sonrío.
Con el alma hecha polvo de autocontrol, pero sonrío.
—Yo también, Adellai. De verdad.
Ella se baja. Edwin la sigue. Yo me quedo unos segundos más, respirando hondo antes de salir.
Un día.
Un día va a querer lo mismo.
Y ese día... voy a poder tocarla como merece ser tocada.
Pero por ahora, sigo esperando.
Con el pecho encendido.
Y las manos quietas.
...
La casa está en silencio cuando entro.
El reloj marca las 11:38 p.m.
Mis padres ya están dormidos. Las luces están bajas. Solo la del pasillo está encendida.
Subo las escaleras despacio, todavía con el cuerpo medio flotando, medio temblando, como si siguiera en el barco pirata.
Como si Adellai aún estuviera recostada sobre mí.
Al llegar a mi cuarto, abro la puerta sin prender la luz. Me dejo caer en la cama sin quitarme los tenis.
Cierro los ojos.
Me duelen los hombros de tanta tensión contenida.
Pero también tengo el pecho lleno. Lleno de ella. De su voz, de su risa, de sus gestos, de su cabeza dormida sobre mí.
Y de todo lo que no pasó... pero casi.
No sé cuánto tiempo me quedo así, en esa pausa.
—¿Y? ¿Sobreviviste al dragón y al barco pirata?
Abro los ojos.
Sofía está apoyada en el marco de la puerta, en pijama, con una taza en la mano y cara de hermana mayor lista para escuchar.
—Barely —digo con una sonrisa cansada.
—¿Puedo pasar?
Asiento. Ella entra y se sienta en el sillón junto a la ventana. Se recoge el cabello en un chongo flojo y me mira con ese tipo de atención que no agobia. La de alguien que sabe esperar.
—¿Cómo estuvo todo? ¿Bien con Adellai?
—Sí. Mejor de lo que imaginé. —Hago una pausa—. Lo que más quería era que se distrajera. Y creo que funcionó. La vi sonreír. Reír. Gritar. Comer algodón de azúcar. Hasta burlarse de mí.
Sofía sonríe con ternura.
—Eso suena a una buena primera cita oficial.
—Lo fue. Pero... también fue extraño. —Suspiro, mirando al techo—. A veces se sentía como si todo estuviera bien, normal. Y otras, había silencios... no incómodos, pero sí pesados. Como si algo aún doliera y no se dijera.
Ella asiente. No se apresura a responder.
—Es normal. Cuando uno está pasando por algo fuerte, puede sonreír... y aún así seguir sintiendo una parte rota por dentro. No es contradicción. Es supervivencia.
La miro.
Ella toma un sorbo de su té, como si la frase hubiera salido sin esfuerzo.
—Todos cargamos algo invisible, Aiden... —dice, bajando la taza—. Hay que tener más paciencia.
La frase me pega.
Por dentro.
Como si acabara de decirme exactamente lo que necesitaba oír.
Me siento un poco. Paso las manos por la cara, sin saber qué responder.
—A veces me dan ganas de ir más rápido. De besarla. De tocarla. De... no sé, hacerla sentir viva otra vez. Pero también me da miedo presionar. Quiero que todo salga bien. Quiero estar a la altura.
Sofía me mira en silencio unos segundos.
—¿Y si estar a la altura no significa hacer nada extraordinario, sino simplemente quedarte? —pregunta—. Con tu forma de mirar. Con tu calma. Con tu espera.
Trago saliva.
Asiento despacio.
—Eso intento.
—Y lo estás haciendo bien.
Se levanta, me revuelve el cabello como cuando era niño, y antes de salir dice en voz baja:
—Lo que sienten el uno por el otro... tiene tiempo para crecer. No lo cortes por ansiedad. Déjalo florecer. A su ritmo.
Y se va.
Me quedo ahí. Con su frase dando vueltas.
Todos cargamos algo invisible.
Hay que tener más paciencia.
Y mientras me quito los tenis al fin y me meto bajo las cobijas, pienso que sí...
Que hay algo en mí que también está cambiando.
Que esta espera, aunque larga, me está enseñando a querer con los pies en la tierra y el corazón despierto.
Y eso, lo vale todo.