Me quedé en la ducha como un pretzel empapado, esperando que el agua hirviendo quemara la confusión de mi cráneo.
Alerta de spoiler: no lo hizo.
Las palabras de Ashton seguían repitiéndose: «Casémonos de verdad».
¿Perdón? ¿Estaba conmocionada? ¿Me había resbalado, golpeado la cabeza y desarrollado algún tipo de delirio sobre chicos ricos y sexys?
Porque hasta donde yo sabía, estábamos en un compromiso falso mutuamente acordado. Sin ataduras, sin votos, sin hashtags de boda.
Y sin embargo, ahí estaba él, hace cinco minutos, parado frente a mí con esa cara irritantemente serena y ese barítono molestamente persuasivo, soltando un «casémonos» como si estuviera sugiriendo ir a brunch.
Es decir, ¿qué fue eso?
Se había inclinado, hablando con ese tono aterciopelado y sin emociones de CEO como si estuviera negociando una fusión, pero lo único que se fusionaba en mi cerebro era cada pensamiento para adultos que jamás había tenido sobre él.