Las luces de la ciudad titilaban en la distancia mientras la limusina negra avanzaba por la carretera. Dentro, la familia Salvaterra regresaba de una gala benéfica. Alice, con su vestido de seda roja, observaba por la ventana, cansada pero con la mente aún reviviendo los flashes de la prensa y las conversaciones elegantes de la alta sociedad. Su madre, Alicia, le sonrió con ternura mientras acomodaba el broche de diamantes en su muñeca.
Maximiliano, en cambio, estaba concentrado en su teléfono, revisando informes del hotel. Su mente nunca descansaba.
—¿Cuánto falta para llegar a casa? —preguntó Alice con voz somnolienta.
—Menos de diez minu—
El chofer no terminó la frase.
Un estruendo sacudió la limusina cuando una camioneta negra embistió el costado del vehículo con brutalidad. Alice soltó un grito ahogado al golpearse contra la puerta. Alicia la abrazó con fuerza, y Maximiliano levantó la vista en un instante, sus ojos oscuros reflejando peligro.
—¡Acelera, carajo! —rugió.
Pero era tarde. Otra camioneta apareció adelante, bloqueando el camino. Antes de que pudieran reaccionar, hombres vestidos de negro descendieron con rifles automáticos. Sus rostros ocultos bajo pasamontañas y sus movimientos precisos indicaban que no eran simples asaltantes.
Eran profesionales.
El sonido de los disparos destrozó la noche.
—¡Al suelo! —gritó Maximiliano mientras desenfundaba su pistola de reglamento, un arma que siempre llevaba por seguridad.
El chofer intentó maniobrar, pero una ráfaga de balas perforó el parabrisas. La sangre salpicó el interior del auto cuando los impactos lo alcanzaron en el pecho. Soltó un último jadeo antes de desplomarse sobre el volante, y la limusina perdió el control.
El vehículo derrapó y chocó contra un poste, sacudiendo a los ocupantes en su interior. Alicia sollozó mientras se aferraba a Alice. Maximiliano, con los sentidos afilados por los años en el mundo de los negocios y el peligro, no perdió el tiempo.
Con un movimiento ágil, abrió la puerta y salió del auto, disparando sin dudar. Su primera bala encontró su objetivo en la frente de uno de los atacantes.
Caos.
Los hombres disparaban sin piedad, pero Maximiliano no era un blanco fácil. Agachándose detrás de la limusina, cambió de posición con rapidez, vaciando el cargador contra sus agresores.
Dos de ellos cayeron al suelo, retorciéndose de dolor. Otro intentó flanquearlo, pero Maximiliano lo vio venir. Giró sobre su eje y le disparó en el pecho.
Alice, temblando, veía la escena con los ojos desorbitados. Nunca había visto a su padre así: frío, letal, sin rastro del magnate elegante que conocía.
—¡Salgan del auto! —rugió Maximiliano.
Pero antes de que pudieran moverse, otro atacante disparó, impactando la carrocería justo donde Alicia estaba agachada. El vidrio trasero estalló en mil pedazos, cubriendo a Alice con esquirlas.
—¡Papá! —gritó ella, aterrada.
Maximiliano reaccionó con furia, girándose hacia el tirador y disparándole sin piedad.
La sirena de la policía comenzó a sonar en la distancia. Los atacantes, al darse cuenta de que habían perdido la ventaja, comenzaron a retirarse. Algunos cargaron a sus compañeros heridos, mientras que otros disparaban una última ráfaga antes de escapar en sus camionetas.
Maximiliano, con la sangre de sus enemigos manchando su traje, corrió de vuelta a la limusina y abrió la puerta.
—¡Tenemos que salir de aquí!
Alicia, todavía en estado de shock, asintió débilmente. Alice, con las piernas temblorosas, se aferró a su padre mientras él las sacaba del auto.
Las llantas de una camioneta chirriaron al arrancar. Maximiliano apuntó y disparó una última vez. El vidrio trasero del vehículo se hizo añicos, y el conductor perdió el control, chocando contra una señal de tránsito.
Pero la batalla había terminado.
El miedo seguía en el aire, denso como el humo de los disparos.
Alice miró a su padre, jadeando, su vestido rojo manchado de sangre y polvo.
—Papá… ¿qué demonios fue eso?
Maximiliano guardó su arma y la miró con gravedad.
—Una advertencia.
Y supo, en ese instante, que esto no había terminado.