Capítulo 2: Sombras de Traición

Las sirenas de la policía rompieron el silencio de la noche, anunciando su llegada a la escena del crimen. Patrullas con luces destellantes rodearon la calle, seguidas de una ambulancia que frenó con urgencia. Oficiales armados descendieron de sus vehículos, observando el caos que había quedado atrás: casquillos esparcidos por el asfalto, impactos de bala en la limusina y el cuerpo inerte del chofer aún en el asiento delantero.

Alice aún temblaba. Su madre, Alicia, estaba pálida, con las manos aferradas a su vestido ensangrentado. Su pierna izquierda tenía una herida profunda; la bala había atravesado el músculo, dejándola incapaz de moverse.

—¡Necesitamos asistencia médica aquí! —gritó un paramédico mientras abría el maletín.

Dos enfermeros se acercaron con rapidez y comenzaron a atender a Alicia. Uno de ellos le colocó un torniquete improvisado para detener la hemorragia. Alice se arrodilló junto a su madre, con el corazón desbocado.

—Mamá, aguanta… —susurró, tomando su mano.

Maximiliano, de pie junto a la limusina destrozada, observaba la escena con el ceño fruncido y las manos aún tensas, como si estuviera listo para seguir peleando. Su mirada oscura recorrió los alrededores. Los atacantes se habían esfumado, pero no sin dejar rastro.

Un oficial se le acercó, con la libreta en mano.

—Señor Salvaterra, ¿puede explicarnos qué ocurrió?

Maximiliano no respondió de inmediato. Miró el cuerpo de su chofer, aún inclinado sobre el volante con el rostro cubierto de sangre. La imagen le revolvió el estómago. Sabía que esto no había sido un simple intento de robo.

—Fue un atentado. Nos emboscaron —dijo con la voz ronca, sujeta a la ira contenida.

El oficial asintió y anotó en su libreta.

—¿Reconoció a alguno de los atacantes?

Maximiliano negó con la cabeza.

—Eran profesionales. Sabían lo que hacían. Pero quiero saber quién está detrás de esto.

Mientras la policía aseguraba la zona, el médico forense llegó para examinar el cuerpo del chofer. Con gestos mecánicos y acostumbrados a la tragedia, tomó fotos y ordenó el levantamiento del cadáver.

Alice apartó la mirada, incapaz de ver cómo metían al hombre que los había servido fielmente en una bolsa negra.

—Lo siento mucho… —susurró Alicia con un hilo de voz, adolorida.

—Nos encargaremos de su familia —afirmó Maximiliano con determinación.

Pero en su mente, una tormenta se desataba. ¿Quién querría verlo muerto? ¿Quién se atrevería a atacar a su familia con tal brutalidad?

A kilómetros de distancia, en una oficina iluminada con luz tenue, Cristóbal Moncada servía lentamente una copa de whisky. Desde su enorme ventana, contemplaba la ciudad con una sonrisa fría.

—Lástima… —musitó antes de dar un sorbo a su bebida—. Creí que esta vez lo harían bien.

Moncada había orquestado todo. Pero no iba a detenerse ahí.

No mientras Maximiliano Salvaterra siguiera con vida.