El sonido de las hélices del helicóptero rompió la tranquilidad de la noche. El jet privado de los Salvaterra había aterrizado en el hospital minutos antes, y ahora, el helicóptero descendía con urgencia en la zona de aterrizaje.
Maximiliano y Alicia Salvaterra bajaron apresurados. Alicia aún caminaba con cuidado por la herida en sus piernas, pero nada la detendría de ver a su hija. Maximiliano, con su traje impecable y su rostro tenso, irradiaba autoridad y furia contenida.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó en cuanto entraron al hospital.
—En cirugía, señor —respondió una enfermera, con la voz temblorosa ante su presencia.
—¿Y el maldito que causó esto? —espetó Maximiliano.
Nadie respondió. Aún no había un culpable identificado.
Mientras tanto, Dere estaba apoyado contra una de las paredes del pasillo, con el rostro pálido y el pecho subiendo y bajando con dificultad. El dolor en su costado era insoportable, pero no le importaba.
Todo lo que le importaba estaba en esa sala de cirugía.
Cristina y Rebeca llegaron corriendo al hospital, con el rostro desencajado.
—¡Dere! —gritó Cristina al verlo. Pero en cuanto notó su estado, su expresión cambió.
—¿Tú estás bien? —preguntó Rebeca, notando cómo Dere apretaba un lado de su abdomen con la mano ensangrentada.
Fue entonces cuando un médico se acercó y lo miró con seriedad.
—Tú también necesitas atención médica.
—Estoy bien —murmuró Dere con la mandíbula apretada.
—No lo estás, tienes una herida profunda —insistió el médico.
Maximiliano, que hasta ese momento había estado centrado en su hija, giró la cabeza hacia Dere. Lo analizó con una mirada fulminante.
—Si mi hija muere, más te vale estar muerto también.
Dere no respondió. No porque tuviera miedo, sino porque en el fondo… sabía que Maximiliano tenía razón.
El médico no le dio opción y llamó a dos enfermeros para llevarlo a una camilla. Dere no puso resistencia, pero su mirada seguía clavada en la puerta de la sala de cirugía.
—Aguanta, Alice.
Porque si tú te vas, yo tampoco quiero quedarme.
Las luces del hospital eran frías e impersonales, pero en el corazón de Maximiliano Salvaterra ardía un fuego peligroso. Su hija estaba luchando por su vida en cirugía, su esposa no dejaba de llorar y su guardaespaldas estaba herido.
Alguien iba a pagar por esto.
Maximiliano se apartó del grupo y sacó su teléfono. Marcó un número privado.
—Quiero saber quién carajo intentó matar a mi hija.
—Estamos en eso, señor Salvaterra —respondió una voz firme al otro lado de la línea—. Pero ya hay un nombre que resuena entre las sombras: Cristóbal Moncada.
Maximiliano sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su propio socio.
—¿Estás seguro?
—El vehículo que provocó el accidente estaba a nombre de una empresa fantasma vinculada a él. Además, en los bajos fondos se dice que Moncada está moviendo sus fichas para quitarlo del medio.
—Ese maldito…
Maximiliano colgó sin despedirse.
Levantó la vista y vio a Alicia, que estaba sentada con las manos temblorosas. Sabía que si le decía la verdad en ese momento, su esposa podría quebrarse. Pero él no iba a quedarse de brazos cruzados.
Se giró y caminó hacia donde estaba Dere.
El guardaespaldas estaba sentado en una camilla, con el abdomen vendado y el rostro cansado, pero su mirada seguía siendo la misma: intensa y desafiante.
—Sabemos quién fue, —soltó Maximiliano con voz fría.
Los ojos de Dere se afilaron.
—Moncada.
Dere apretó los puños, sintiendo que la rabia le recorría las venas. No era solo un atentado contra la familia Salvaterra. Era una declaración de guerra.
—¿Qué quiere hacer? —preguntó Dere con voz baja, pero letal.
Maximiliano se acercó más, bajando el tono de su voz.
—Quiero que lo vigiles. Quiero que averigües cada uno de sus movimientos, sus aliados, sus debilidades. Y cuando llegue el momento… —los ojos de Maximiliano se oscurecieron— lo haremos pagar.
Dere asintió lentamente. No era un hombre que sirviera a ciegas, pero esta vez, su instinto le decía que Moncada había cruzado una línea peligrosa.
A lo lejos, el sonido de la puerta de la sala de cirugía se abrió. Un doctor salió con expresión tensa.
—¿Familiares de Alice Salvaterra?
Alicia se puso de pie de inmediato, su rostro lleno de desesperación.
—¿Cómo está mi hija?
El doctor respiró hondo antes de responder.
—Sobrevivió… pero hay algo que deben saber.