Capítulo 34: Exilio en Europa

La mansión Salvaterra estaba en completo caos. El helicóptero acababa de aterrizar y el sonido de los motores rugía en el aire.

—No quiero discutir esto, Alice —dijo Maximiliano con firmeza mientras caminaba por el pasillo con paso rápido.

Alice, aún con el cuerpo resentido por el accidente, intentó alcanzarlo.

—¡Papá, esto es ridículo!

—No, lo ridículo sería dejarte aquí sabiendo que Moncada te quiere muerta.

Alice apretó los dientes.

—¿Y mandarme a Europa es la solución?

—Sí.

Maximiliano se detuvo en seco y la miró con esa autoridad que nadie se atrevía a desafiar.

—Henríquez llegó a Los Ángeles para ayudarme a limpiar el desastre que ha dejado Moncada. Vamos a cazarlo.

Alice sintió un escalofrío. Había oído historias de su tío. No era un empresario cualquiera, era un hombre que no se detenía ante nada para proteger a los suyos.

—Pero, papá…

—Alice, no voy a perder a mi hija. Vas a la finca de la abuela en Italia. Es un lugar seguro, lejos de todo esto. Y Dere irá contigo.

Alice sintió un golpe de adrenalina.

—¿Qué?

—Es el único en quien confío para protegerte.

Alice abrió la boca, pero la cerró de inmediato. No tenía escapatoria.

A su lado, Dere se mantenía en silencio, su rostro impasible como siempre. Pero sus ojos… sus ojos decían otra cosa.

—El jet sale en una hora —anunció Maximiliano.

Alice sintió que el mundo se movía demasiado rápido. Europa. Ella y Dere. Solos.

Dios, esto iba a ser un infierno… o una maldita prueba de fuego.

Los Ángeles, Mansión Salvaterra

El rugido de un motor potente hizo que los guardias de seguridad se alertaran. Un Lamborghini negro entró a toda velocidad por la entrada principal.

El vehículo se detuvo en seco, y un hombre alto, de traje oscuro y mirada gélida, bajó con la calma de un depredador. Henríquez Salvaterra había llegado.

—Hermano —saludó con voz grave mientras Maximiliano lo recibía en la escalinata de la mansión.

Ambos se estrecharon la mano con fuerza. Henríquez tenía la reputación de ser el más peligroso de los Salvaterra. Un hombre de negocios, sí, pero también un estratega sin escrúpulos cuando se trataba de proteger lo que era suyo.

—¿Cómo está Alice? —preguntó con tono seco.

—Fuera de peligro, pero Moncada no descansará hasta acabar con ella.

Henríquez asintió, sacando un cigarro y encendiéndolo con calma.

—Entonces hagamos que él tampoco descanse.

Maximiliano esbozó una sonrisa oscura.

—Eso pensaba.

Los dos hermanos entraron en la mansión, mientras la seguridad se duplicaba en la entrada. La cacería de Moncada había comenzado.

Italia, Finca de la Abuela Salvaterra

El jet privado aterrizó en la pista de una lujosa finca rodeada de viñedos. Alice bajó con una mezcla de enojo y resignación, seguida de cerca por Dere, que no se separaba de ella ni un segundo.

El lugar era de ensueño: una casa de piedra con ventanas grandes, balcones floridos y un aire de elegancia antigua. Pero Alice no tenía humor para apreciarlo.

—¡Mi nieta, al fin en casa! —La voz fuerte de la abuela Salvaterra rompió el silencio.

Una mujer de cabello canoso y ojos sabios caminó con paso firme hacia ellos. A pesar de la edad, mantenía la postura de una reina.

—Abuela… —Alice intentó sonreír, pero se sentía atrapada.

La anciana la abrazó con fuerza y luego miró a Dere de arriba abajo.

—Así que tú eres el guardaespaldas… —Su tono era analítico, como si lo estuviera escaneando.

Dere no se inmutó.

—Sí, señora.

La abuela asintió con aprobación.

—Bien. Aquí no hay lujos ni caprichos. Si están en mi casa, siguen mis reglas.

Alice suspiró, cruzando los brazos.

—Genial.

—Y tú, jovencita, deja de hacer pucheros. Tu vida está en peligro.

Alice frunció el ceño.

—Lo sé. Pero no quiero estar aquí.

La abuela la miró con seriedad.

—Pues acostúmbrate. Porque hasta que tu padre diga lo contrario, esta será tu casa.

Alice apretó los labios y miró de reojo a Dere, quien permanecía en silencio, firme como una estatua.

Iba a ser un infierno compartir esta finca con él.

Pero aún no sabía que el infierno apenas estaba comenzando.

abuela Salvaterra caminaba con paso firme por el pasillo de piedra, guiando a Dere hacia una de las habitacioLanes de la finca. El lugar tenía un aire antiguo, pero impecablemente cuidado.

—Aquí dormirás, muchacho —dijo la anciana, abriendo una puerta de madera oscura.

Dere echó un vistazo al interior. La habitación era sencilla pero elegante, con una cama grande, un escritorio de madera pulida y una ventana que daba a los viñedos.

—Gracias, señora —respondió con su tono seco de siempre.

La abuela lo miró con curiosidad antes de esbozar una leve sonrisa.

—Eres un hombre de pocas palabras. Eso me gusta.

—Solo hablo cuando es necesario.

—Entonces espero que sepas cuándo será necesario proteger a mi nieta —dijo con firmeza, clavando su mirada en él.

—Eso no lo dude.

La abuela asintió y cerró la puerta tras él, dejándolo solo en su nuevo espacio. Dere soltó un suspiro, quitándose la chaqueta y dejando su arma en la mesa de noche.

Exterior de la finca, junto a la piscina

Alice estaba apoyada en la baranda, contemplando el agua cristalina de la piscina iluminada por luces suaves. El cielo italiano se extendía sobre ella, pero su mente estaba lejos de allí.

Se sentía atrapada.

No había fiestas, no había amigos, no había cámaras, solo viñedos interminables y la fría presencia de Dere.

Escuchó pasos tras ella y no tuvo que voltear para saber quién era.

—¿Qué? ¿También vas a vigilarme mientras respiro? —soltó con ironía.

Dere se apoyó en la baranda a su lado, con su expresión imperturbable.

—Tienes la manía de escaparte. Prefiero prevenir.

Alice bufó y giró la cabeza para mirarlo.

—¿No te cansas de ser tan malditamente seco y aburrido?

—No —respondió sin dudar.

Ella rodó los ojos y se cruzó de brazos.

—Voy a volverme loca en este lugar.

—Pues acostúmbrate —dijo él, mirándola por fin—. Cuanto más protestes, más difícil será.

Alice entrecerró los ojos, sintiendo que la sangre le hervía.

—¿Sabes qué? Eres peor que mi padre.

—Lo tomaré como un cumplido.

Alice exhaló con frustración y lo miró fijamente. Había algo en su calma que la ponía de los nervios.

—Te odio.

Dere apenas alzó una ceja.

—No eres la primera en decirlo.

Ella apretó los labios, conteniéndose. Le daban ganas de empujarlo al agua solo para ver si reaccionaba.

Pero entonces su mirada se desvió hacia su brazo. Parte de uno de sus tatuajes se asomaba bajo la manga de su camiseta negra.

Sin pensarlo, estiró la mano y tocó la piel con la yema de los dedos.

—¿Qué significan? —preguntó en voz baja.

Dere se tensó al contacto y, con un movimiento rápido, se apartó.

—Nada que te importe.

Alice parpadeó, sorprendida por la reacción. Por primera vez, lo vio incómodo.

—Vaya… parece que tienes puntos débiles después de todo.

Dere no respondió. Se limitó a mirarla con una intensidad que la dejó sin aire.

—No vuelvas a tocarme —murmuró antes de girarse y alejarse hacia la casa.

Alice se quedó en su lugar, con el corazón latiéndole más rápido de lo normal.

Tal vez este exmilitar tatuado y arrogante no era tan inquebrantable como aparentaba.