Punto de vista de Alice
El viento fresco de la Toscana se llevaba el calor de la tarde mientras Alice seguía junto a la piscina, con la mente todavía en el breve roce de su mano contra la piel de Dere.
Lo había sentido tensarse.
Lo había visto apartarse como si lo hubiera quemado.
Eso le causaba una extraña sensación de triunfo… y de frustración.
—Idiota —murmuró para sí misma, abrazándose los brazos.
El sonido de su teléfono la sacó de sus pensamientos. Lo tomó de la mesita de hierro forjado junto a una tumbona y frunció el ceño al ver un número desconocido.
—¿Hola?
El silencio en la línea duró apenas unos segundos antes de que una voz grave y distorsionada susurrara:
—Sabemos dónde estás.
El estómago de Alice se hundió.
—¿Quién diablos eres?
Pero la llamada se cortó antes de que pudiera obtener una respuesta.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Le temblaban los dedos mientras intentaba volver a marcar el número, pero una voz tras ella la hizo dar un respingo.
—¿Quién era?
Se giró de golpe, encontrándose con Dere. Estaba de pie, con los brazos cruzados y su eterna expresión de indiferencia.
Pero algo en su postura estaba más alerta de lo normal.
—N-No sé —respondió Alice, sintiendo que la voz se le trababa—. Era un número desconocido y solo… dijo que sabían dónde estaba.
Dere se acercó de inmediato y le arrebató el teléfono de la mano, revisando la pantalla con una expresión tensa.
—¿Te dijeron algo más?
Alice negó con la cabeza.
—No.
Sin decir nada más, Dere se dio la vuelta y caminó hacia la casa, sacando su propio celular.
Alice lo siguió a toda prisa.
—¿Qué haces?
—Llamar a Maximiliano.
—¡No puedes hacer eso!
Dere se detuvo en seco y la miró fijamente.
—¿Por qué no?
Alice se cruzó de brazos, intentando mantener la compostura.
—Porque mi padre me mandó aquí para estar a salvo. Si le dices que recibí una llamada extraña, querrá meterme en una jaula de oro aún más grande.
—Prefiero eso a que termines en una tumba.
Alice sintió un nudo en la garganta.
—Dios, ¿siempre tienes que ser tan dramático?
—¿Y tú siempre tienes que ser tan imprudente? —espetó él, bajando el teléfono con frustración—. ¿No entiendes lo que significa esto?
Alice mordió su labio inferior. Por supuesto que lo entendía.
Pero lo que la aterraba no era la amenaza en sí, sino lo que eso significaba.
Significaba que, incluso a miles de kilómetros, Moncada y sus aliados podían encontrarla.
Punto de vista de Dere
Esto no estaba bien.
Dere lo supo en cuanto vio la expresión en el rostro de Alice cuando colgó la llamada. Había sido breve, pero en sus ojos hubo un destello de puro pánico.
Y eso le bastó para entender que ya no estaban tan seguros como creían.
Caminó hasta el comedor principal de la finca, donde la abuela Salvaterra bebía un espresso en una taza de porcelana.
—Señora, necesito aumentar la seguridad del lugar.
La mujer levantó una ceja y dejó la taza en su platillo.
—¿Algún problema, muchacho?
Dere vaciló un segundo antes de responder:
—Recibimos una llamada sospechosa.
La anciana se puso de pie con una rapidez sorprendente para su edad.
—Voy a hacer algunas llamadas. Mientras tanto, mantén a Alice vigilada.
—Eso pensaba hacer.
Cuando regresó a la terraza, encontró a Alice de pie, mordiéndose la uña del pulgar mientras miraba la piscina con el ceño fruncido.
Estaba asustada, aunque intentara disimularlo.
Dere cruzó los brazos y se apoyó contra la puerta.
—Tendrás que quedarte dentro de la finca hasta nuevo aviso.
Alice giró la cabeza y lo fulminó con la mirada.
—¿De qué hablas?
—No voy a permitir que te pase nada.
Ella soltó una risa amarga.
—¿Y qué planeas hacer? ¿Encadenarme a una silla?
Dere no respondió. Solo la miró con esa expresión impenetrable que la sacaba de quicio.
Alice se pasó una mano por el cabello, exasperada.
—Perfecto. Ahora soy una prisionera en mi propia casa.
—Bienvenida a mi mundo —respondió él con ironía.
Alice chasqueó la lengua, pero entonces su mirada se suavizó ligeramente.
—Oye… ¿de verdad crees que es tan peligroso?
Dere soltó un suspiro y le sostuvo la mirada.
—Si hay una posibilidad de que lo sea, prefiero estar preparado.
Ella desvió la vista, incómoda.
—No me gusta sentirme indefensa.
Él asintió.
—A nadie le gusta.
Por un momento, se miraron en silencio.
Alice parecía procesar la idea de que las cosas habían cambiado, de que no importaba qué tan lejos estuvieran, el peligro aún los rodeaba.
Y Dere…
Dere estaba lidiando con algo que no había sentido en mucho tiempo.
Miedo.
No por él.
Por ella.
Porque si alguien intentaba hacerle daño, no se detendría hasta borrar de la faz de la Tierra a quien se atreviera.