Capítulo 6: La Visita del Príncipe Dorado y el Eco de una Tormenta Gris

"Regla número nueve: si el príncipe heredero, rubio y perfecto, aparece en tu salón con cara de cachorro mojado, no es amor. Es una trampa de terciopelo. Regla número diez: cuando el hermano problemático del villano ve esa escena, el terciopelo se convierte en dinamita. Encendida." — Reflexiones apresuradas de una transmigrada aprendiendo que los triángulos amorosos aquí tienen púas.

La "advertencia" en la biblioteca había dejado a Seraphine con los nervios de punta. El eco del estruendo de los libros resonaba en sus oídos tanto como la ausencia del beso de Kaelan en sus labios. Lucius había intervenido. Directamente. Brutalmente. El mensaje era claro: *"Estoy observando. Controlo el tablero. Y tus distracciones con mi hermano no son bienvenidas."*

El sistema había estado insoportable todo el día, proyectando constantes análisis de riesgo y mapas de calor de "presencias hostiles" que parecían flotar en cada esquina sombría del palacio. **"¡NIVEL DE AMENAZA LUCIUS BLACKWOOD: 'MANIPULACIÓN ACTIVA'! ¡PROBABILIDAD DE NUEVO 'ACCIDENTE': 67%! ¡SUGERENCIA: ¡ZONAS ABIERTAS, PÚBLICAS, BIEN ILUMINADAS!"** Seraphine había optado por el Salón del Sol de la Tarde, una habitación amplia con enormes ventanales que daban a los jardines menos siniestros, llena de plantas exóticas y muebles claros. Un lugar difícil para que cayera una estantería encima.

Estaba intentando concentrarse en bordar un pañuelo inexistente (una habilidad que el cuerpo de Seraphine parecía recordar vagamente, pero que su mente de Elena encontraba exasperantemente aburrida) cuando la puerta se abrió. No fue Kaelan con su energía eléctrica y su sonrisa torcida. Tampoco fue Lucius con su frío letal.

Fue Lord Cedric de Valtor. El Príncipe Heredero. El "final seguro".

Parado en el umbral, bañado por la luz dorada de la tarde, era la imagen misma de la perfección cortesana. Su pelo rubio parecía tejido con hilos de sol, sus ojos azules, aunque carentes de la intensidad glacial que Seraphine recordaba de la novela, lucían una preocupación sincera y un deje de tristeza. Vestía un traje de seda color crema bordado en oro discreto, impecable, como si acabara de salir de un cuadro.

—Lady Seraphine —dijo, su voz suave, melodiosa, pero con un temblor apenas perceptible. Hizo una reverencia perfecta, fluidamente—. ¿Puedo... molestar un momento?

Seraphine dejó el bordado (y el sistema, que estaba analizando el patrón de puntos) a un lado, sorprendida.

—Su Alteza —respondió, haciendo una reverencia que esperaba fuera aceptable—. Por supuesto. ¿En qué puedo servirle? *¿Qué quiere el príncipe aburrido? ¿Vino a preguntar por qué elegí al lobo en lugar del cordero?*

Cedric entró, pero no se sentó. Se paseó nerviosamente frente a la ventana, sus manos entrelazadas a la espalda.

—He oído... rumores —comenzó, evitando su mirada—. Sobre el... incidente en la biblioteca. Y sobre ese... regalo que mi tío Lucius te envió. —Se estremeció ligeramente al mencionar al Duque—. Estás bien, Lady Seraphine? ¿Necesitas algo? Médicos... protección...?

Su preocupación parecía genuina. Demasiado genuina. En la novela, Cedric estaba enamorado platónicamente de Seraphine, pero era demasiado pasivo, demasiado atrapado en el protocolo, para hacer algo antes de que ella muriera. Ahora, aquí estaba, ofreciendo ayuda. Seraphine sintió una punzada de lástima mezclada con incomodidad.

—Estoy bien, Su Alteza —aseguró, tratando de sonar convincente—. Fue solo un susto. Unos libros mal colocados. Y el regalo del Duque... es solo una joya. Muy valiosa, supongo. —Mentir le quemaba la lengua, pero no podía contarle la verdad sobre el Ojo de la Tormenta Negra. Cedric sería como un cordero llevado al matadero frente a Lucius.

Cedric se detuvo frente a ella, sus ojos azules buscando los suyos.

—Lady Seraphine, por favor —su voz bajó a un susurro urgente—. Sé que mi tío... no es alguien cuyos regalos se acepten sin precaución. Sé lo que eligió en el Baile de Presentación —añadió, un rubor leve tiñendo sus altos pómulos—. Y respeto su... valentía. Pero Kaelan... —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Kaelan es una tormenta, como dicen. Hermosa, poderosa... pero impredecible. Y mi tío Lucius... no tolera bien que otros jueguen con lo que él considera suyo. O de su familia.

Seraphine se quedó sin palabras. ¿Estaba Cedric, el Príncipe Aburrido, advirtiéndole activamente sobre Kaelan y Lucius? ¿Mostrando una astucia que no tenía en la novela original? El sistema proyectó un signo de interrogación amarillo parpadeante: **"¡ANÁLISIS DE INTENCIÓN DEL PRÍNCIPE! ¿PREOCUPACIÓN AUTÉNTICA? ¿ESTRATEGIA POLÍTICA? ¡PROBABILIDADES: 50%/50%!"**

—Su Alteza es muy amable al preocuparse —dijo Seraphine con cuidado—. Pero estoy... consciente de las complejidades. *Consciente y aterrada, pero eso no lo mencionamos.*

Cedric dio otro paso hacia ella. La distancia era ahora un poco más corta de lo que dictaba el protocolo. Su perfume, a limón fresco y bergamota, invadía el espacio entre ellos.

—Solo quiero que sepas —murmuró, su mirada intensificándose con una emoción que Seraphine no había visto antes en él—, que si alguna vez necesitas... refugio. Una salida. Mi puerta está abierta. Mis recursos... son considerables. —Extendió una mano, no para tocarla, sino en un gesto de ofrecimiento—. No estás sola en esto, Lady Seraphine. Por favor, recuérdalo.

Fue en ese preciso instante, con la mano de Cedric extendida hacia ella en un gesto que podía interpretarse como íntimo, con sus cuerpos más cerca de lo debido, y con la luz dorada de la tarde bañándolos en una escena que parecía sacada de un romance cortesano, cuando la puerta del salón se abrió de par en par.

Kaelan Blackwood se detuvo en el umbral.

No había sonrisa torcida. No había mirada burlona. Sus ojos grises, del color de un cielo a punto de descargar un aguacero, barrieron la escena: a Cedric, cercano, intenso, con la mano extendida; a Seraphine, de pie frente a él, con las mejillas ligeramente sonrojadas por la sorpresa y la incomodidad.

La temperatura en la habitación pareció caer diez grados. La energía eléctrica de Kaelan, siempre presente, se volvió repentinamente estática, cargada, peligrosa. Su postura, normalmente despreocupada, estaba tensa como la cuerda de un arco. No dijo nada. Solo miró. Pero esa mirada era más elocuente que cualquier grito.

Cedric retiró su mano como si hubiera tocado fuego, dando un paso atrás rápidamente.

—Lord Kaelan —saludó, su voz recuperando la formalidad, pero con un temblor apenas contenido—. No sabía que... interrumpía.

—No interrumpías nada importante, ¿verdad, *Alteza*? —La voz de Kaelan era suave. Demasiado suave. Como el susurro de una hoja de afeitar sobre la piel. Su mirada gris se despegó de Cedric y se clavó en Seraphine. Era una mirada que exigía una explicación. Que prometía consecuencias si no le gustaba—. Solo una... conversación cortés entre la futura consorte de un Blackwood y el Príncipe Heredero. Nada de que preocuparse.

Seraphine sintió un nudo en el estómago. La lástima que había sentido por Cedric se transformó en pánico. Kaelan no parecía celoso en el sentido infantil. Parecía... peligroso. Como si un interruptor se hubiera accionado dentro de él, transformando la atracción juguetona en algo más oscuro, más posesivo.

—Muy considerado, sí —repitió Kaelan, avanzando lentamente hacia el centro de la habitación. Sus pasos no hacían ruido, pero cada uno resonaba como un trueno sordo en el silencio—. El Príncipe Dorado, siempre atento al bienestar de sus... súbditos. —Se detuvo frente a ella, demasiado cerca. El olor a cuero, bosque y ahora a algo metálico, como la tormenta, la envolvió—. ¿Te gustan los caballeros de oro, Seraphine? ¿Los finales seguros y aburridos?

—Prefiero las tormentas —respondió ella, mirándolo directamente a los ojos, desafiando la oscuridad que veía formarse en esos ojos grises.

Kaelan la miró fijamente. Durante un segundo prolongado, Seraphine temió haber ido demasiado lejos. Luego, lentamente, como el sol rompiendo tras un nubarrón, la tensión extrema en sus hombros disminuyó un poco. La esquina de su boca se torció en algo que no era una sonrisa, pero tampoco un ceño fruncido.

—Confiar es un lujo peligroso en este palacio, Temperamental —dijo, su voz recuperando un deje de su habitual sorna, pero aún con una dureza subyacente—. Especialmente cuando los príncipes dorados aparecen con sonrisas y ofertas de refugio. —Dio un paso atrás, pero no se alejó—. Recuerda por quién apostaste. Y recuerda que, una vez que entras en la tormenta, no hay salida fácil. Solo a través.

Se dio la vuelta para irse, pero se detuvo en la puerta. Sin mirar atrás, dijo:

—Guarda esa joya de Lucius donde nadie, *nadie*, pueda encontrarla. Ni siquiera los caballeros bienintencionados.

Y salió, dejándola sola en el Salón del Sol de la Tarde, donde la luz dorada de repente parecía fría e insuficiente. El sistema, que había estado en silencio observando la interacción, proyectó un mensaje parpadeante: **"¡NIVEL DE CELOS/POSESIVIDAD DE KAELAN BLACKWOOD: 'TORMENTA CATEGORÍA 5'! ¡ADVERTENCIA: COMPORTAMIENTO IMPREDECIBLE! ¡SUGERENCIA: ¡MANTENER DISTANCIA... O ABRAZAR EL CAOS CON MÁS FUERZA? (ANÁLISIS INCONCLUSIVO)!"**

Seraphine se dejó caer en un sofá, el corazón aún acelerado. Los celos de Kaelan no eran tiernos ni cómicos. Eran una fuerza oscura, visceral, un recordatorio de que bajo la sonrisa torcida y el encanto peligroso latía algo salvaje y profundamente posesivo. Cedric había sido la cerilla, Lucius el viento que avivó las llamas, y ella... ella estaba en el ojo del huracán.

Desde una galería alta, oculto tras una columna, Lucius Blackwood observaba el vacío salón donde Seraphine estaba sentada. Una sonrisa fría, satisfecha, jugueteaba en sus labios. Su dedo golpeaba suavemente el pomo de su bastón. El Príncipe había cumplido su papel sin siquiera saberlo. La semilla de la discordia estaba plantada. La tormenta entre su hermano y la transmigrada se intensificaba. Y el próximo movimiento... sería aún más interesante. El Ojo de la Tormenta Negra, escondido pero presente, parecía pulsar con un frío latido en algún lugar del palacio, resonando con la creciente oscuridad. El juego de Lucius continuaba, y todas las piezas, incluido el Príncipe Dorado, bailaban al ritmo que él marcaba.