La lluvia finalmente se había convertido en una llovizna cuando el taxi frenó bruscamente frente a la Corporación Kingsley. Un imponente edificio de cristal y acero se alzaba ante ella, brillante contra el cielo de medianoche. Jean abrió la puerta sin esperar a que el motor se detuviera.
—¡Oiga! ¡Señorita! ¡La tarifa! —le gritó el taxista, con frustración creciente. Pero Jean ni siquiera le dirigió una mirada.
Salió... descalza, empapada, temblando... pero sus pasos no vacilaron. Su atuendo blanco se le pegaba al cuerpo, transparente en algunas partes, revelando los cortes en sus rodillas, los rasguños en sus brazos. La sangre se mezclaba con la lluvia, dejando suaves manchas carmesí tras ella con cada paso.
El guardia de seguridad en la entrada principal dio un paso adelante, levantando una mano para bloquearle el paso. —Señora, no puede simplemente...
Entonces vio su rostro.
El reconocimiento lo golpeó como un rayo. Su boca se abrió, se cerró, y luego balbuceó: