Capitulo 1- El beso de la muerte.

> “La muerte es la única promesa que jamás se rompe.

Lo que importa… es quién la entrega.”

En el mismo instante en el que Lucien se encontraba arrodillado frente a su torre, de manera repentina se teletransportaron su amada junto a templarios del templo del alba, y sin tiempo a explicación Naerya procedio a cometer el vil acto .

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El mundo se detuvo.

Lucien sintió un calor anormal en su pecho. Como si el sol mismo lo hubiese alcanzado, y lo quemara desde adentro. Pero no era el sol. Era acero. Acero sagrado, templado con plegarias y traición.

Una daga.

Negra.

Silenciosa.

Hundida hasta la empuñadura entre sus costillas.

El golpe no fue lo peor.

Fue la mirada.

Los ojos que lo habían contemplado entre caricias ahora lo observaban con frialdad quirúrgica.

Naerya.

La mujer en quien más confiaba.

Su compañera de campañas.

La maga que le había jurado amor bajo el eclipse.

Y ahora, la ejecutora que sellaba su condena.

Lucien no reaccionó de inmediato.

Ni siquiera retrocedió.

Solo la observó… con una mezcla de incredulidad y resignación.

—¿Y aún así… me besabas cada noche?

Fue un susurro.

Una pregunta vacía de esperanza, cargada de cenizas.

El tipo de pregunta que uno se hace solo una vez, porque no hay segunda oportunidad para entender el alma de una traidora.

Naerya no respondió.

Bajó la mirada.

No había lágrimas. Solo silencio.

Y el filo seguía clavado.

Lucien tambaleó.

Los templarios ya venían.

Podía escucharlos… sus pasos rítmicos, la voz de sus líderes recitando himnos.

Como chacales oliendo sangre, estaban cerca.

Pero ellos no sabían.

No entendían.

No podían imaginar lo que acababan de desencadenar.

—Si tan solo supieran… lo que realmente viene.

Fue su último aliento.

Y entonces cayó.

Su cuerpo se derrumbó como una estatua resquebrajada.

La sangre brotó con libertad.

El cielo, arriba, se teñía de rojo. No por él. Por lo que venía tras él.

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Oscuridad.

No la simple ausencia de luz.

No el descanso del sueño.

Una oscuridad cósmica.

Infinita.

Eterna.

Lucien flotaba en el vacío, desprovisto de cuerpo, pero no de conciencia.

No había tiempo allí.

No había calor ni sonido.

Pero su alma seguía encendida.

Latiendo con rabia.

Recordó todo.

Su infancia en los callejones de Karnak, su ascenso como estratega imperial, los rituales prohibidos que lo volvieron temido, y por último…

ella.

Naerya.

El beso antes de la traición.

La daga que rompió su corazón.

La cruz que grabaron sobre su pecho mientras caía.

Podrían haberlo matado mil veces.

Pero nada lo marcaba más que la traición.

Entonces, en el abismo, algo se agitó.

Una voz.

Una súplica.

Un alma joven, quebrada… pidiendo ayuda.

Lucien sintió la conexión.

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Kail von Marvas.

Dieciséis años.

Cabello negro, piel enfermiza, cuerpo flagelado por el hambre.

Heredero maldito de una casa de nigromantes que prefirió entregarlo como moneda de cambio antes que rebelarse.

Encerrado en una cripta olvidada, sus huesos temblaban.

Tenía los tobillos rotos.

Las muñecas, llenas de costras.

Llevaba días sin probar comida. Quizás más.

Y aun así…

No lloraba.

El odio lo mantenía con vida.

La sed de justicia.

La desesperación de alguien que ya no pedía ser salvado… sino vengado.

Y fue en ese momento, en su último respiro, que Lucien descendió.

Como un dios antiguo respondiendo a una oración no pronunciada.

Las conciencias se rozaron.

Y por un instante eterno, fueron uno.

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Primero llegaron los recuerdos de Lucien.

Después, como una ola tras otra, llegaron los de Kail.

Y entre visiones de azotes, cadenas, traiciones familiares y túnicas blancas manchadas con barro, surgió un único deseo mutuo:

> —Hazlos pagar —dijo Kail con un susurro de alma.

—Se arrodillarán ante mi trono de huesos —juró Lucien.

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Los ojos de Kail se abrieron.

Pero no eran suyos.

Eran de otro.

De alguien que había muerto… pero no aceptó el final.

Lucien se incorporó lentamente. El cuerpo temblaba al principio. Frágil. Dolorido.

Pero eso no importaba.

El aire de la cripta era húmedo, con olor a óxido, sudor y orina seca. Las paredes estaban cubiertas de símbolos arcanos, tallados por generaciones anteriores de su linaje.

El suelo… cubierto de huesos.

Lucien alzó la mirada hacia las bóvedas de piedra, y luego, en voz baja, dijo:

> —Que todo vuelva a la nada…

y la nada vuelva a mí.

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El tiempo se rompió.

Un temblor sacudió el suelo.

Las piedras temblaron como si recordaran su verdadero nombre.

Las antorchas muertas se encendieron solas… pero con fuego negro.

Los grilletes que ataban el cuerpo cayeron por sí solos.

Y la carne… se regeneró.

Las cicatrices desaparecieron.

Los huesos se alzaron con firmeza.

Los músculos se tensaron como si fueran nuevos.

Kail von Marvas dejó de existir.

En su lugar… Lucien, el Oscuro, el destructor de templos, volvía a caminar sobre la tierra.

Y su primera orden no fue gritar.

No fue vengarse.

Fue levantar a un dios muerto.

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Frente a él, en el centro de la cripta, yacía un cadáver cubierto por telas rituales.

Era antiguo. Más antiguo que la casa Marvas.

Un cuerpo preservado por artes oscuras.

Un avatar de un tiempo olvidado.

Lucien se acercó con lentitud.

Sus dedos tocaron la tierra.

No invocó palabras.

Las palabras eran para los débiles.

Lo que hizo fue imponer su voluntad.

Y el cadáver… respondió.

Las costillas se alzaron.

El cráneo se encendió con llamas rojas.

Los dedos se cerraron como garras.

Y unos ojos sin pupilas se abrieron, revelando un brillo que ningún ser vivo debería portar.

El primero.

El primer peón de un imperio de muertos.

Y no sería el último.

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Lucien sonrió.

No como un loco.

Sino como alguien que sabe lo que viene.

Como un emperador al borde de su retorno.

—Tú serás mi voz.

Y cuando llegue la hora,

harás temblar los cimientos del cielo.

El ser no respondió. Solo se arrodilló.

Y así nació la primera legión del nuevo trono.

El Trono de Huesos aún no existía.

Pero ya tenía su primer guardián.

Y un rey… que no piensa morir otra vez.