Capitulo 2- El asesino de Deidades !!

Capítulo 2 – El Asesino de Deidades

> “Algunos grimorios se escriben con tinta.

Este fue escrito con la sangre de dioses.”

I. El eco que respira

El silencio no era total. Respiraba.

En lo profundo de la cripta, ese aire denso, como aceite suspendido, vibraba con una pulsación imperceptible. No era el eco de una voz, ni el murmullo de los muertos. Era más antiguo. Más íntimo.

Era el eco de una promesa incumplida.

Lucien permanecía inmóvil, justo donde lo dejamos. De pie, con el cuerpo restaurado de Kail von Marvas ahora fortalecido, sus ojos como brasas encendidas en la penumbra. La oscuridad no lo envolvía: lo reverenciaba.

El cadáver que había alzado momentos antes —una figura ancestral, cubierta con túnicas rituales— se mantenía en silencio frente a él, como si esperara órdenes… o quizás comprensión. Una marioneta obediente de una voluntad que acababa de despertar.

Lucien no habló. Aún no.

Todo el aire estaba contenido, como si la cripta misma esperara su próximo suspiro.

El suelo, bajo sus pies, ya no crujía con polvo, sino con un leve zumbido. Como un tambor a punto de comenzar a sonar.

Y entonces lo sintió.

No con los sentidos mortales.

No con la carne de Kail.

Sino con esa parte de sí que jamás había muerto.

Una vibración en el subsuelo.

Un susurro en la sangre reanimada del no-muerto.

Un tirón invisible detrás del altar.

Algo lo llamaba. No con palabras, sino con hambre.

Lucien caminó.

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II. La tumba sin nombre

Tras el altar, al fondo de la cámara de piedra, una sección del muro parecía distinta. No era más oscura ni más clara, pero el aire delante de ella parecía… más denso. Como si el tiempo mismo se ralentizara al pasar por allí.

Lucien alzó una mano y la posó sobre la piedra.

Un estremecimiento le recorrió la espalda. No era una puerta. Era un sello.

Y no uno cualquiera.

Este no había sido tallado por humanos. Ni siquiera por nigromantes. No era un trabajo de runas ni de encantadores. No era un hechizo.

Era un pacto.

Uno que aún respiraba.

Lucien cerró los ojos y dejó que su conciencia descendiera. No necesitaba ver. Lo que estaba allí… no deseaba ser visto. Solo comprendido.

—“Yo soy la boca que no se cierra… la página que nunca se lee… el ojo que no parpadea…” —recitó sin saber de dónde venían las palabras.

El muro tembló.

Las piedras retrocedieron, como si se derritieran hacia adentro. Un pasaje apareció. Estrecho. Inhóspito. No hecho para hombres, sino para secretos.

Lucien descendió.

Y allí lo vio.

Suspendido en el aire, sin cadenas ni altar, sin pedestal ni protección, estaba el grimorio.

Un libro.

Pero no un libro.

Una presencia.

Un abismo encuadernado.

No flotaba. No temblaba. No brillaba.

Simplemente… existía.

Y eso era demasiado.

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III. El Asesino de Deidades

El grimorio era de un negro que absorbía la luz. Su cubierta parecía piel, pero no era piel humana ni de bestia. Era algo más… antiguo. Algo que se resistía a ser nombrado. Como si solo intentar describirlo fuera blasfemia.

Sobre su lomo, no había título. Solo una espiral invertida, tallada en líneas plateadas que palpitaban suavemente, como venas latiendo en una criatura dormida.

Lucien dio un paso más. El aire se volvió pesado, como si caminara bajo el océano. Cada pensamiento suyo era observado. Analizado. Medido.

Entonces, el grimorio habló.

No con voz.

No con sonido.

Con juicio.

“¿Cuántas veces has muerto?”

“¿A cuántos has odiado con toda tu alma?”

“¿Cuántos dioses sangraron en tu nombre?”

Lucien no respondió.

Solo extendió la mano.

—Yo escribí tu nombre con sangre.

—Ahora vengo a recordarte quién soy.

Y el libro… se abrió.

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IV. El pacto sin firma

No hubo estallido.

No hubo rugido.

Solo un silencio tan profundo, que hizo sangrar las paredes de la cripta.

Las páginas pasaron solas, como movidas por un viento invisible que no existía.

No eran de papel.

Tampoco de pergamino.

Eran… tejido. Como si cada hoja hubiese sido arrancada de los velos del más allá.

Y sobre ellas, palabras. No escritas con tinta. No con runas.

Cicatrices.

Símbolos grabados a cuchilla. Letras arcanas hechas a base de dolor, selladas con sacrificio. Cada línea escrita con la vida de algo que no debió morir.

Y allí estaba. La primera página con contenido legible para ojos humanos:

> “Asesino de Deidades:

Cuando el mundo no bastó para contener la ira,

los hombres construyeron libros…

que pudieran matar a los dioses.”

Lucien sintió algo quebrarse dentro de él. Como si una puerta que llevaba cerrada eones… finalmente se hubiera abierto.

Y detrás de esa puerta, estaba él.

El verdadero él.

No el traicionado.

No el cadáver.

No el huésped.

El rey.

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V. La sangre de lo imposible

El libro comenzó a latir.

Sí, latir.

Como un corazón.

Lento. Constante. Innegable.

Lucien se arrodilló sin darse cuenta. No por sumisión, sino porque el peso de lo que sostenía no podía llevarse de pie.

La voz volvió.

No del grimorio.

No del mundo.

De algo que venía desde más allá del velo.

“Si tomas este poder… dejarás de ser mortal.”

“Serás lo que los dioses temen.”

“Serás lo que las eras olvidan.”

Lucien sonrió.

—Ya dejé de ser humano… cuando me traicionaron.

—Y los dioses… jamás me protegieron.

Sus dedos se cerraron sobre la tapa.

Y entonces, el sello final se rompió.

VI. El vientre del abismo

La última página cayó como una pluma invisible, y lo que vino después no era conocimiento… sino recuerdo.

Lucien no estaba en la cripta. O al menos, no en la forma en que la entendía. La oscuridad a su alrededor se distorsionó y se abrió como un velo arrancado. Frente a él, un campo de batalla flotaba suspendido en el tiempo.

Dioses muertos.

Cuerpos gigantescos.

Sangre plateada corriendo como ríos entre montañas.

Él estaba allí. Pero no como hombre. Era una sombra, una fuerza, una voluntad encarnada.

En su mano, el mismo grimorio.

Y frente a él, un dios… el último de su estirpe… caía de rodillas.

—¿Por qué… tú…? —susurraba la criatura al borde del fin.

Y Lucien, sin piedad, respondía:

—Porque nadie más se atrevió.

Entonces, el mundo se desvaneció.

Y regresó a la cripta.

Lucien jadeaba, con el grimorio ardiendo entre sus manos.

No fuego.

Oscuridad viva.

El Asesino de Deidades no era solo un arma.

Era una memoria con voluntad.

Una maldición con propósito.

Y había elegido a su huésped.

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VII. El nombre que devora

Lucien volvió a pie firme, pero la piedra crujía distinta. Como si cada paso marcara un nuevo decreto sobre la tierra. El cadáver resucitado aún esperaba en silencio, y al ver al nuevo portador del grimorio, inclinó la cabeza más profundamente. Esta vez, no por obediencia.

Sino por temor.

Lucien lo comprendió.

El libro ya no era un artefacto.

Era un ente.

Un espejo del alma que lo sostenía.

Se acercó a un muro lateral cubierto por símbolos antiguos y, sin decir palabra, apoyó la mano sobre él. Las runas se encendieron al instante, una por una, con una luz carmesí que parecía manar directamente del grimorio.

El muro se abrió.

Dentro, un cuenco de obsidiana contenía algo… vivo.

Un corazón.

Aún palpitante, sostenido por cadenas de plata negra.

Lucien lo reconoció.

Era suyo.

O mejor dicho… del Lucien que fue. Antes de ser traicionado. Antes de reencarnar. Antes de que su esencia quedara atrapada entre mundos.

—Así que aquí fue donde me sellaron —susurró.

Una trampa sutil. Su cuerpo había sido quemado. Pero su alma… dividida. Una parte encerrada junto al grimorio, otra arrojada al flujo del destino, esperando reencarnar.

Tomó el corazón con ambas manos.

El grimorio brilló con fuerza. Y al instante, todas las llamas de la cripta se apagaron.

Oscuridad total.

Lucien absorbió el corazón.

No físicamente.

Sino espiritualmente.

Lo unió a su nuevo ser.

Y lo que emergió… ya no era solo Lucien.

Ni solo Kail.

Era algo más.

Algo nuevo.

Algo que el mundo no tenía palabras para nombrar.

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VIII. El juramento

A solas con el libro, frente al altar, Lucien habló por primera vez en voz alta desde que lo abrió.

Su voz era otra.

Más grave. Más profunda. Más… ancestral.

—No hay redención para lo que hicieron.

No hay luz que purifique esta sangre.

No hay templo que escape de mi mirada.

Abrió el grimorio una vez más.

La página respondió al instante, revelando un nuevo pasaje:

> “Cuando el portador unifique su alma,

cuando reclame su derecho de sangre y sombra,

el primer nombre será marcado.

El primero… deberá caer.”

Y allí estaba, grabado en letras de fuego negro:

Aureon.

Dios del Alba.

El protector del Templo.

El amo de los templarios que lo habían asesinado.

Lucien sonrió.

—Perfecto.

—Entonces empecemos con el primero.

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IX. Preparando el alma del grimorio

El cadáver que había revivido —aquel guerrero silencioso que seguía esperando— fue llamado con un gesto.

Lucien colocó el grimorio sobre el pecho del muerto.

El libro flotó. Las páginas giraron hasta llegar a una nueva sección:

> “Alma de piedra, carne olvidada,

Que tu nombre se borre,

y en su lugar se escriba…

Obediencia Absoluta.”

El cuerpo tembló.

Los huesos crujieron.

Una nueva llama se encendió dentro de su cráneo vacío. No era la anterior luz carmesí. Esta vez era negra con bordes dorados.

Lucien extendió la mano.

—Tú serás mi espada.

Mi primer ejecutor.

Mi Vestigio.

Y al pronunciar esa palabra, el cadáver se irguió con una reverencia diferente.

Ahora no era un esclavo.

Era un fragmento viviente del poder del grimorio.

Lucien había comenzado la creación de su ejército.

No de no-muertos.

Sino de entidades poseídas por el conocimiento del Asesino de Deidades.

Vestigios.

Portadores parciales del Trono.

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X. El susurro de los otros

El libro se abrió una vez más, esta vez sin ser tocado.

Lucien frunció el ceño.

El grimorio ya no obedecía…

Advertía.

Una nueva página apareció.

Una hoja en blanco.

Pero en ella, comenzaron a escribirse palabras solas.

Rápidas. Violentas.

Como si alguien al otro lado las grabara con desesperación:

> “Nos han visto.

Las otras luces parpadean.

Los heraldos se inquietan.

El alba tiembla.”

Lucien comprendió.

El despertar del grimorio no había pasado desapercibido.

Allá afuera, los templos comenzaban a percibir el estremecimiento de sus altares.

Los dioses… comenzaban a temer.

Y eso solo lo hacía sonreír más.

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XI. La oscuridad es el principio

Lucien cerró el grimorio.

Esta vez, no con solemnidad.

Sino con una decisión tomada.

Aún no saldría de la cripta.

Primero dominaría cada uno de los secretos del libro.

Cada página.

Cada conjuro.

Cada sello.

No solo para obtener poder.

Sino para comprender su alcance.

Porque si iba a arrodillar al mundo…

debía hacerlo con precisión.

Y entonces sí, cuando saliera…

Sería para matar a un dios.