El Trono de Huesos
Capítulo 4 – La Sangre que me Llama
> “Antes de desafiar al cielo, debo hacer que los traidores se arrodillen.”
El silencio dentro de la cripta ya no era el mismo. Había perdido su solemnidad. Ya no se sentía como un templo oculto, sino como un útero saturado de oscuridad, al borde del parto de algo antiguo. Algo terrible. Lucien lo sabía. Lo sentía bajo la piel, como una fiebre que no podía domarse con sangre ni con huesos.
Frente a él, el grimorio Asesino de Deidades descansaba con sus páginas abiertas como un cadáver que aún sangraba. Las últimas palabras escritas ardían con fuego oscuro. Y, sin embargo, no era eso lo que ocupaba su mente.
Era una voz.
No una externa, no del grimorio ni del más allá.
Era una voz que provenía de sí mismo, pero que no le pertenecía.
—Hazlos pagar —susurró, como una ráfaga de hielo en la médula.
Lucien cerró los ojos. Por un momento, no fue Lucien. Fue Kail. Sintió las cadenas en su cuello. El frío de la piedra donde dormía como esclavo. El olor rancio del pan mohoso que le arrojaban. Y sobre todo, la mirada de su padre… ese maldito rostro imperturbable, que lo vendió al precio del prestigio.
La venganza de Kail no era un capricho. Era un juramento maldito, un pacto sellado en el último segundo de su vida.
Y Lucien lo había aceptado.
—No me he olvidado de ti —murmuró con voz grave, caminando hacia el altar de piedra donde el grimorio flotaba en estado de reposo—. No soy un huésped en tu cuerpo. Soy tu sentencia.
Colocó su mano sobre la tapa del libro. En ese instante, un mapa comenzó a revelarse, no en papel ni en tinta, sino en visión directa. Como si el grimorio se abriera en su mente. Vió raíces subterráneas, túneles olvidados, ruinas selladas por generaciones. Y al final de una línea… lo que buscaba.
La Necrópolis de los Fundadores. El lugar donde dormían los primeros Marvas.
Lucien entrecerró los ojos. Su pulso se aceleró. Ya no por la emoción de lo desconocido, sino por la certeza de lo inevitable. Cada nombre grabado en ese linaje sería puesto en juicio. Y comenzaría por el primero.
Pero no iría solo.
Levantó la palma abierta hacia el vacío y pronunció una orden en la lengua de los abismos.
—Eron, acude.
La sombra que lo había acompañado desde el despertar del grimorio emergió sin ruido, como si se filtrara desde los bordes del mundo. Eron ya no era el Vestigio tembloroso que levantó con torpeza en su primer ritual. Era un siervo absoluto, envuelto en un humo oscuro que latía como un segundo corazón.
—Has explorado. ¿Qué viste? —preguntó Lucien.
—Caminos olvidados… raíces de la tierra muerta… y más allá, los sellos de sangre de tu linaje. Puedo llevarte.
Lucien asintió, pero no se movió aún. Sabía que necesitaba algo más. No bastaba con caminar. Debía ser visto. Sentido. Temido.
De la parte más alta de la cripta, donde se acumulaban restos de rituales pasados, arrancó una pluma negra incrustada en obsidiana. No era de ave. Era de Sarnak, el Cuervo de las Doce Tumbas. Había sentido su llamado desde que entró en este mundo. Y ahora, lo necesitaba.
En un nuevo círculo de invocación, trazó con sangre su nombre, y con voz serena, dijo:
—Sarnak. Vuela hacia mí.
La temperatura bajó. Las velas muertas del altar se encendieron en fuego violeta. Un graznido ensordecedor, multiplicado por mil ecos, rasgó la bóveda de la cripta. Y descendió.
No voló. No cayó. Simplemente apareció. Como si hubiera estado ahí todo el tiempo.
La criatura tenía el tamaño de un humano adulto, alas extendidas como cuchillas de noche y ojos formados por astillas de almas rotas. Había sido alimentado con muerte desde que el tiempo tuvo nombre.
—Tú… portador de lo que duerme más allá de los dioses… —habló el cuervo, sin mover el pico—. ¿Vienes a romper el pacto del hueso?
—No. Vengo a sellarlo con fuego —respondió Lucien.
El cuervo se inclinó.
—Te guiaré.
Lucien no necesitó despedirse de la cripta. Su despedida sería la sangre que dejaría regada por el camino.
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El viaje subterráneo fue más que físico. Durante días —o semanas; el tiempo carecía de sentido bajo tierra—, Lucien caminó por túneles tan antiguos que aún rezumaban magia primitiva. Allí, la oscuridad no era ausencia de luz, era presencia viva. Sarnak avanzaba delante, abriendo paso con sus graznidos, que espantaban incluso a los ecos.
Eron lo seguía a unos pasos. Silencioso. Vigilante.
Y en cada paso, Lucien sentía algo despertando dentro de él. Como si la sangre de Kail, aún latente en sus venas, vibrara con cada metro que se acercaba a su venganza.
Finalmente, emergieron.
El sol era un insulto.
Lucien entrecerró los ojos. El aire olía a tierra seca, a árboles enfermos y a miedo contenido. Estaban al sur del reino, donde alguna vez floreció el bastión de los Marvas. Ahora, solo quedaba una aldea ruinosa, con casas de piedra negra, ventanas tapiadas y campesinos encorvados por generaciones de humillación.
Y aun así… alguien lo reconoció.
Una anciana de rostro surcado por siglos, con las manos deformadas por el trabajo, lo vio desde la distancia. Y su bastón cayó.
—Kail… —susurró, llevándose una mano al corazón.
Lucien se detuvo. La miró con la misma mirada con la que una montaña observa a una hoja. Y dijo:
—No soy quien fui. Pero soy quien pagará su deuda.
La anciana cayó de rodillas y lloró.
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En la fortaleza de la Casa Marvas, el escudo mágico del grimorio de Algron ardió de improviso. Un símbolo se activó. Un antiguo sello de sangre que solo reaccionaba cuando el alma de un Marvas jurado regresaba del olvido.
Algron, leyendo informes de frontera, levantó la vista. Su mano tembló por primera vez en años.
—Imposible —murmuró.
Pero en el fondo de su carne… supo que no lo era.
Su hijo había regresado.
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La Necrópolis no era un cementerio.
Era un altar hundido. Un palacio de piedra y osamenta donde los fundadores de la Casa Marvas habían sido enterrados vivos en rituales que mezclaban nobleza y oscuridad.
Lucien descendió por los escalones cubiertos de polvo. Cada paso resonaba como si despertara algo. Los sellos antiguos se iluminaron en presencia del grimorio. Ningún Marvas vivo podía haber entrado sin ser destruido. Pero Lucien… no era ninguno de ellos.
Al llegar al centro, colocó el grimorio sobre un pedestal y pronunció un solo nombre:
—Valten von Marvas.
La piedra se quebró. Del sarcófago emergió una figura espectral, con una corona de huesos y ojos forjados en ceniza. El primer Marvas. El conquistador de las Tierras Frías. El que sembró su linaje con hierro y fuego.
—¿Eres sangre… o impostor? —tronó la voz.
Lucien levantó el brazo y mostró el sello grabado con su sangre.
—Soy venganza.
Valten rió. Una risa hueca y antigua.
—Entonces… despierta a los jueces.
Lucien giró el grimorio. Una nueva página se abrió. Diez nombres surgieron. Diez fundadores. Diez sentencias.
Y así, uno a uno, los ancestros fueron despertados.
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La ceremonia del Juicio de los Huesos comenzó bajo una luna negra. Los espectros de los antiguos Marvas formaron un círculo en torno a Lucien, que había grabado un nombre con fuego: Algron.
Las voces se alzaron. Cada uno de los muertos habló.
Uno por uno, lo declararon indigno. Traidor. Pervertidor del linaje. Cada palabra era una piedra más sobre su tumba viva.
Finalmente, el último juez habló:
—Que su sangre sea el precio. Que su alma sea el ejemplo.
Lucien selló el veredicto con su mano cubierta en esencia oscura. Una marca surgió en el aire. El nombre de Algron se quemó en fuego negro.
No era solo una promesa.
Era una sentencia.
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Desde una colina cercana, Lucien observó la silueta de la fortaleza Marvas.
El viento le arrojaba el olor de los jardines podridos y los soldados impíos que custodiaban una gloria podrida.
El grimorio flotaba a su lado.
Lucien cerró los ojos y dijo en voz baja:
—Kail… abre los tuyos. Hoy empieza tu guerra.
Y con cada paso que dio, las sombras se extendieron más allá del sur.
Porque la sangre había llamado.
Y la muerte… había respondido.