Capitulo 5- El Heraldo del Juicio

El Trono de Huesos

Capítulo 5 – El Heraldo del Juicio

> “Algunos clanes se erigen con sangre. Otros… caen ahogados en la suya.”

La noche no caía.

Se derramaba.

Como una plaga sin forma que cubría las torres y los campos de la región sur del continente, las sombras no solo robaban la luz; la corrompían. Las hojas de los árboles antiguos comenzaban a ennegrecerse por sus bordes, y el aire se volvía denso, como si cada brisa llevara consigo el eco de un juicio no pronunciado.

Lucien, de pie sobre la colina que dominaba el bastión de la Casa Marvas, observaba sin parpadear. A su lado, el grimorio flotaba, sostenido por una fuerza que no era magia ni voluntad, sino derecho. Derecho absoluto.

Ya no era el esclavo que despertó en una cripta. Ya no era el nigromante traicionado que perdió su corazón en una daga. Ahora era otra cosa. Una figura sin rostro en las leyendas. Un heraldo de la muerte con nombre propio.

Los muros de piedra negra de la fortaleza Marvas se alzaban orgullosos, adornados con banderas púrpura que ondeaban en desafío al viento. Sobre la torre más alta, el símbolo de la serpiente encadenada aún brillaba con fuego azul, alimentado por un conjuro centenario. Era un escudo ancestral, diseñado para mantener a raya a los invasores.

Pero los muertos… no eran invasores.

Lucien alzó el brazo. En la palma de su mano, la marca de Algron ardía como una estrella muerta. Eron apareció de inmediato, arrastrando consigo una estela de ceniza viviente. A sus espaldas, tres de los fundadores de la Casa Marvas —ahora reanimados como espectros de guerra— aguardaban en silencio. No eran simples sombras. Eran odio embalsamado con honor antiguo. Guerreros que alguna vez conquistaron reinos enteros ahora caminaban al lado del heredero que habían aceptado como su sentencia.

—¿Están listos? —preguntó Lucien sin girar el rostro.

—Nacimos listos. Morimos listos. Y ahora respiramos listos —gruñó Valten, el primero de ellos, con su voz metálica deformada por siglos de tumba.

Sarnak descendió desde el cielo. Sus alas oscurecieron la luna por un instante, y su graznido hizo que las bestias del bosque se retorcieran en sus madrigueras. No traía más palabras. Solo expectación. Como si supiera que lo que venía no era una batalla, sino una purga.

Lucien extendió el grimorio y lo abrió. Las páginas no eran papel. Eran piel. Y en ellas, cada trazo era una maldición sellada, esperando el momento de su activación.

Colocó su dedo sobre el nombre de Algron.

—Esta noche, los huesos que negaron su herencia… conocerán la verdad.

La tierra respondió antes que el cielo.

Un temblor imperceptible comenzó a recorrer el suelo. Desde la colina, se vio primero como una grieta solitaria. Luego, como un millar. Las raíces de la tierra se retorcieron. Los insectos huyeron. Las lápidas más antiguas —enterradas bajo siglos de olvido— comenzaron a romperse desde dentro.

Y de ellas, surgieron.

No soldados. No espectros. Sino los recuerdos enterrados de cada crimen cometido por el clan Marvas. Cada asesinato. Cada traición. Cada exilio forzado. Los nombres sin lápida cobraban forma. Y todos respondían al llamado de un solo estandarte: el grimorio.

Lucien descendió la colina caminando, no como un guerrero que avanza al frente, sino como un dios que solo necesita mirar para que la realidad le obedezca. A cada paso, más tumbas se abrían. Más huesos se encendían. Más historia se volvía hambre.

En la fortaleza, las alarmas comenzaron a sonar. Los tambores de guerra retumbaban. Las luces mágicas se activaban. Algron salió al balcón principal, rodeado de sus guardianes de élite: seis magos de sangre, doce templarios negros y una sacerdotisa de ojos vendados.

—No puede ser —murmuró.

Lo vio.

La figura avanzando lentamente entre las sombras que él mismo había creado.

Su hijo.

—¡Disparen todo! —gritó sin pensar.

Desde las almenas, estallaron lanzas de fuego, flechas imbuidas de luz, y hechizos elementales con suficiente poder para destruir ejércitos.

Lucien no se detuvo.

La primera flecha se disolvió antes de tocarlo. La segunda se desvió por voluntad propia. El fuego se apagó al acercarse. El aire, alrededor de él, simplemente no permitía violencia sin su permiso.

Y entonces, alzó la voz.

No fue un grito. Fue un veredicto.

—Que la piedra que albergó traidores se convierta en cárcel de su alma.

La fortaleza tembló. Los cimientos vibraron. El conjuro ancestral que protegía sus muros comenzó a volverse contra ellos. Las serpientes talladas en las paredes se quebraron. Las torres gimieron como animales moribundos. Y los templarios comenzaron a arder desde dentro, como si sus pecados tomaran forma en sus entrañas.

Dentro, Algron retrocedía. La sacerdotisa cayó de rodillas. El círculo mágico que lo protegía se corrompió con sangre. Y entonces, Lucien apareció entre los fuegos.

Su rostro estaba cubierto por una sombra que no proyectaba, pero sus ojos… eran faros de condena.

—Padre —dijo, y la palabra fue una lanza—. Has olvidado lo que significa arrodillarte. Permíteme recordártelo.

Los espectros entraron detrás de él, atravesando las paredes sin dificultad. Uno de ellos tomó a un mago por la garganta y lo deshizo en polvo. Otro cruzó por el pecho de un templario y lo convirtió en estatuilla de hueso. No eran combate. Eran castigo.

Algron intentó huir. Corrió por pasillos secretos, activó portales sellados, gritó conjuros olvidados.

Nada funcionó.

Las paredes lo observaban. Las puertas lo juzgaban. El castillo era su cárcel.

Lucien caminaba a pocos pasos detrás, sin apuro.

—¿Pensaste que morirías en tu cama, rodeado de mentiras? —murmuró—. ¿Pensaste que podías vender a tu hijo, y que el olvido haría el resto?

Algron llegó a la cámara del linaje. Allí, donde el trono del patriarca estaba tallado en piedra, rodeado de los retratos mágicos de los ancestros.

Pero hoy… no lo reconocían.

Las imágenes se distorsionaron. Los rostros en los cuadros gritaron. Uno a uno, se encendieron en llamas negras.

Y entonces, Lucien entró.

Con el grimorio en la mano izquierda. Con el fuego en los ojos. Y con la voz de todos los muertos que Algron traicionó.

—No mereces morir. Aún no. Sería demasiado rápido.

Alzó su mano.

Y con un solo gesto, la piedra del trono se abrió.

Una grieta sin fondo, como boca de serpiente, surgió en el suelo. Algron cayó de rodillas.

—No… por favor… por el bien del clan…

Lucien se acercó y colocó una mano sobre su hombro.

—Tú nunca hablaste por el clan. Hablaste por tu ambición. Ahora, deja que ellos hablen por ti.

Chasqueó los dedos.

La tierra lo tragó.

Pero no murió.

Fue encerrado. En una prisión bajo los cimientos, donde los lamentos de sus ancestros serían su única compañía. Donde su alma no encontraría descanso. Donde su nombre sería borrado de los libros, pero jamás del dolor.

Lucien salió.

En el salón principal, los miembros restantes del clan Marvas —magos, nobles, sirvientes— se arrodillaban. No por voluntad. Por instinto.

La muerte los miraba a los ojos.

Y la muerte se llamaba Lucien.

No les habló.

Solo alzó el grimorio.

Una nueva página se abrió sola.

El nombre de la Casa Marvas se escribió con tinta oscura. Y el fuego que surgió no los consumió. Los reclamó.

—Hoy comienza una nueva era —susurró Lucien.

Y los muros del sur lo repitieron.

Porque el heredero había regresado.

Y el trono… ahora era de huesos.