El Trono de Huesos
Capítulo 6 – El Legado Torcido
> “Algunos construyen imperios con catedrales y monedas.
Yo lo haré con huesos y silencio.”
La noche aún cubría el mundo como una mortaja espesa, pero en el sur del continente, donde las antiguas tierras de los Marvas ahora yacían rotas y abiertas como una herida reciente, algo había cambiado para siempre. Ya no era la oscuridad natural del firmamento la que dominaba el aire. Era otra clase de sombra, una más densa, más honda, más difícil de explicar incluso para los viejos sacerdotes de ojos blancos o para los astrónomos del Templo del Alba.
Una sombra que no se proyectaba: se imponía.
Lucien caminaba lentamente por los pasillos de la fortaleza conquistada. La piedra negra bajo sus pies, otrora pulida con arrogancia por generaciones de vasallos, ahora estaba cuarteada, resquebrajada por la presión de una presencia que nunca fue invitada, pero que había venido a quedarse. Las antorchas titilaban en los muros como si dudaran de su derecho a existir. Los estandartes de la Casa Marvas yacían en el suelo, empapados de sangre y ceniza. Algunos aún humeaban.
El aire olía a conquista. Pero también a luto.
No luto por los caídos.
Sino por el pasado.
Por una historia que había llegado a su fin no con un clímax, sino con una sentencia escrita en la voz de los muertos.
El silencio era absoluto, salvo por el eco leve de los pasos de Lucien. Lo seguían, como siempre, sus espectros. Eron, siempre a la izquierda, como un guardián sin carne; Sarnak, caminando como sombra entre los pilares rotos; y detrás, flotando en torno al aire viciado, los fundadores de la casa, reanimados no como aliados sino como testigos forzados del juicio que su linaje estaba pagando.
Lucien no necesitaba su aprobación.
Solo su memoria.
Porque en esa memoria, grabada a fuego, estaba la estructura que él vendría a reconstruir.
No para honrarla.
Sino para reinventarla.
El grimorio flotaba a su derecha, girando lentamente, como si cada centímetro del aire a su alrededor lo leyera todo a la vez. A veces, su cubierta latía, como si tuviera un corazón propio. Otras veces, sus páginas pasaban solas, como si alguna fuerza invisible buscara un nombre, un conjuro, una respuesta.
Pero esa noche… esa noche estaba en blanco.
Porque no había preguntas.
Solo órdenes por dictar.
Lucien entró al salón principal. Era amplio, abovedado, con columnas de mármol oscuro y una cúpula con vitrales partidos por la batalla reciente. La estatua de Algron, otrora imponente, yacía rota en tres partes: el torso en el suelo, la cabeza aplastada bajo una columna colapsada, el brazo aún alzado como si ordenara a fantasmas.
En el centro del salón, aguardaban.
No eran muchos.
Treinta, quizás cuarenta.
Nobles de menor rango, oficiales de los escuadrones sobrevivientes, estudiosos de sangre débil, algunos sirvientes con rostros deformados por el miedo. Todos de rodillas. Ninguno se atrevía a hablar.
Lucien no pidió que se pusieran de pie.
Tampoco los saludó.
Solo caminó entre ellos, despacio, dejándoles sentir el peso invisible que lo acompañaba.
El peso del juicio que no se había terminado aún.
Se detuvo frente al viejo trono.
No era un trono en realidad. Solo un asiento de piedra, demasiado angosto y austero, tallado en los tiempos donde el linaje aún se creía virtuoso. Era el lugar desde donde Algron había firmado condenas, decretado alianzas, vendido a su propio hijo. Lucien lo observó durante un largo instante. Luego levantó una mano.
El grimorio respondió.
Una página se abrió. Una luz negra surgió del aire, y del suelo —justo debajo del trono— emergió una raíz hecha de huesos. Vertebras, fémures, fragmentos de cráneo. Todo tejido por magia oscura en un ascenso silencioso.
La raíz envolvió la piedra.
Y la transformó.
Donde antes había un asiento noble, ahora surgía un trono.
Pero no uno ordinario.
Era un trono de huesos verdaderos.
De aquellos que yacían en las catacumbas bajo la fortaleza. De los primeros traidores. De los enemigos que el grimorio había señalado como indignos. Las piezas se unieron, giraron, se entrelazaron sin necesidad de martillo ni cincel. Solo obediencia.
Lucien se sentó.
Y la sombra que proyectó no fue la suya.
Fue la de todos los que había derrotado.
Los presentes comenzaron a temblar.
Uno se desmayó.
Otro lloró.
Lucien apoyó un codo en uno de los apoyabrazos, que terminaban en calaveras con la boca abierta, y habló.
No con gritos.
Con tono de sentencia.
—Esta casa… fue condenada desde su nacimiento. Erigida sobre la sangre del sacrificio y la soberbia, solo se sostuvo mientras nadie desafiara sus raíces. Yo soy esa raíz. La que regresa. La que reclama.
La sala tembló.
No físicamente.
Sino emocionalmente.
—No vine a preguntar si quieren servirme. No vine a pedir lealtad. No vine a ofrecer una opción. Vine a instaurar una verdad.
El grimorio giró.
Lucien extendió la mano. Un aura negra surgió de su palma, y los nombres de los presentes comenzaron a aparecer, uno por uno, flotando en el aire, como hilos de luz pálida.
—Desde hoy, cada uno de ustedes está vinculado a mí. No por sangre. No por pacto. Sino por deuda.
Uno de los nobles, un hombre de rostro enjuto y túnica rasgada por la batalla, alzó la voz con temor:
—¿Y si… no aceptamos?
Lucien lo miró.
Solo eso.
Y el hombre se desintegró.
No explotó. No gritó. No ardió.
Simplemente dejó de estar.
El vacío que dejó fue más aterrador que cualquier castigo.
Lucien miró al resto.
—¿Alguna otra duda?
Nadie respondió.
El grimorio cerró lentamente, satisfecho.
Lucien se levantó.
Y caminó hasta el centro del salón.
—Esto no será más la fortaleza de los Marvas. A partir de hoy, este lugar se llama Umbra Magna. Y será el corazón del primer dominio de lo que será un Imperio.
Las palabras no fueron declarativas.
Fueron proféticas.
Porque al pronunciarlas, el suelo retumbó.
Desde las catacumbas, una serie de círculos mágicos comenzaron a encenderse, como si el propio mundo hubiera estado esperando ser reclamado.
Los espectros fundadores comenzaron a inclinarse.
No por respeto.
Sino por reconocimiento.
Lucien cerró los ojos por un instante.
Y vio más allá de los muros.
Vio el mundo temblar.
Lucien abrió los ojos, y no vio solo el presente. Vio los siglos por venir, con ríos de sangre trazando rutas hacia él. Vio generaciones de familias maldiciendo su nombre en voz baja… justo antes de postrarse ante su estandarte. Vio templos derrumbados por el peso de una verdad que ningún dios había querido enfrentar: que la muerte, bien dirigida, también podía gobernar.
Y él era su voz.
El salón estaba en silencio, pero no era el mismo silencio de hacía unos minutos. Ya no era miedo. Era sumisión. Los nobles no se habían puesto de pie. Algunos estaban jadeando como si hubiesen corrido millas. Otros lloraban, sí, pero no de dolor ni de rabia. Lloraban porque, aunque no lo entendían, sabían que estaban vivos de milagro. Lloraban porque la muerte los había mirado a los ojos… y les había dicho “todavía no”.
Lucien bajó del trono de huesos. Las calaveras que lo formaban crujieron como si despidieran a un rey que vuelve al campo de batalla. Caminó entre los arrodillados y se detuvo frente a una joven de piel pálida, mirada agrietada y ropas manchadas de sangre seca. La reconocía. Había sido una de las aprendices de conjuradores de la biblioteca alta de la Casa Marvas. Su nombre… no importaba. Su lealtad anterior, tampoco.
Pero sus ojos… sus ojos no temblaban. Eran como los suyos cuando despertó por primera vez en aquella cripta. Rotos, pero no vacíos.
Lucien extendió la mano. Ella, sin entender del todo, colocó la suya encima.
—Levántate —ordenó.
La chica lo hizo. Era apenas más alta que sus hombros. Tenía el rostro endurecido por la vergüenza de los suyos, y sin embargo, no parecía pedir perdón.
—Tú serás la primera —dijo Lucien—. No por sangre. No por mérito. Sino porque tu espíritu aún no ha aprendido a arrodillarse.
La chica bajó ligeramente la cabeza.
—¿Cuál es… mi deber, mi señor?
Lucien miró hacia el trono.
—Serás mi escriba. Pero no para registrar palabras. Serás la mano que escriba historia con hechizos. Cada nombre que pronuncie, cada casa que caiga, será registrado con tu magia en las páginas del grimorio. A partir de hoy… tienes un nuevo nombre.
El grimorio flotó a su lado. Abrió una de sus páginas vacías. Un símbolo se dibujó solo.
—Desde hoy, te llamarás Lysa Umbrae.
Y con ese nombre, la joven tembló.
No de miedo.
De certeza.
Lucien dio un paso atrás. Levantó la mano. Y el suelo del salón comenzó a resquebrajarse en líneas perfectas, como si estuviera trazando el diseño de un templo oculto. Del centro, surgió un círculo mágico con runas en la lengua muerta de los dioses que no gobernaban nada.
Desde esas líneas, el castillo entero comenzó a cambiar.
Las paredes ya no eran piedra: eran osamenta moldeada.
Las columnas ya no sostenían el techo: sujetaban oscuridad que flotaba.
Las estatuas de los antiguos líderes comenzaron a romperse solas, como si entendieran que ya no tenían sitio.
La luz que quedaba en los corredores no era natural. Era la reminiscencia de los fuegos sagrados que una vez protegieron ese lugar, ahora corrompidos, retorcidos por una nueva voluntad. Una voluntad que no venía del cielo, ni de los salones de los reyes, sino del fondo de la tierra. Lucien caminaba por los túneles inferiores del bastión, seguido por Eron y Lysa, la recién nombrada escriba de Umbra Magna. A cada paso, los muros se estremecían. No por el peso físico, sino por el cambio de propósito.
Había terminado de dar su primer decreto.
Ahora tocaba limpiar lo que aún olía a traición.
Llegaron al antiguo calabozo central. Allí, encerrados en jaulas hechizadas, estaban los restos del círculo interno de Algron: cinco nobles, tres altos conjuradores, dos maestros de armas y un consejero. Todos hombres que habían vivido bajo el manto de la arrogancia, acostumbrados a dictar sentencias, no a recibirlas. Ahora estaban sucios, ensangrentados, desfigurados por la desesperación. Algunos rezaban. Otros murmuraban como dementes.
Lucien no los miró como iguales.
Los miró como despojos.
Como los últimos escombros de un linaje que ya había sido demolido desde su raíz.
Eron extendió una mano.
Las celdas se abrieron sin ruido.
Los prisioneros cayeron al suelo, sin entender por qué aún estaban vivos.
Lucien se paró frente a ellos y no pronunció sus nombres. Solo hizo una pregunta:
—¿A quién servían?
Uno de los conjuradores, un anciano de barba gris y ojos vacíos, alzó la cabeza.
—A… Algron von Marvas.
Lucien asintió con lentitud.
—Correcto.
Y con un gesto, el cuerpo del conjurador se alzó del suelo y comenzó a girar sobre sí mismo. No con violencia. Con elegancia. Como si fuese una danza ritual. Su cuerpo se partió en fragmentos perfectos: vértebras, costillas, cráneo, dedos, hasta quedar convertido en un puñado de huesos ordenados en el aire.
Lucien cerró el puño.
Y los huesos se ensamblaron como una pieza de maquinaria oscura.
Una nueva columna del trono de huesos nació a cientos de metros de allí.
Los prisioneros comenzaron a gritar.
Lucien no se inmutó.
—No los castigo por haber servido. Los castigo por haberlo hecho sin pensar. Por haber vendido generaciones por un plato de privilegios. Por mirar hacia otro lado mientras un niño era vendido como esclavo. Por escribir con sus firmas lo que debería haberse enterrado.
Lysa escribía sin levantar la mirada.
No con tinta.
Con hechizos.
Cada palabra de Lucien grababa una línea en el aire que luego caía al grimorio como una lluvia de ceniza mágica.
El segundo conjurador intentó hablar.
Lucien lo miró.
No dijo nada.
El hombre se deshizo como arena, su alma atrapada en una urna espectral invocada al instante por Sarnak, que permanecía mudo, vigilando desde la penumbra.
—A partir de ahora —dijo Lucien— no habrá títulos heredados. No habrá poder por sangre. Habrá poder por utilidad. Y utilidad se mide por obediencia, visión… y miedo.
Uno de los nobles, tembloroso, cayó de rodillas.
—Mi señor… puedo ser útil. Puedo aportar alianzas. Tengo contactos en el norte…
Lucien lo miró fijamente.
El hombre enmudeció.
—¿Y por qué seguirías negociando con traidores si ya te has postrado ante uno?
El noble abrió la boca.
Pero su cuello se quebró solo.
Eron atrapó el alma antes de que escapara y la ofreció al grimorio, que la devoró como un depredador hambriento.
Lucien miró a los tres que quedaban.
—Uno de ustedes será nombrado administrador de las casas y recursos de la región. Otro será ejecutado como ejemplo. El tercero será enviado al norte como espía. No voy a decidir yo. Lo harán ustedes.
Los tres hombres se miraron.
Silencio.
Después… el caos.
En segundos, uno de ellos atacó a los otros dos. Un cuchillo oculto. Un grito. Un forcejeo. Uno murió de inmediato. Otro quedó tendido en el suelo. El último, el asesino, miró a Lucien, jadeando.
—Yo elegí.
Lucien sonrió.
—Eso era lo que necesitaba.
Chasqueó los dedos.
Y el trono en la sala superior cambió de forma. Se adaptó, se extendió. Como si reconociera que el heredero ahora tenía un ejecutor.