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El Trono de Huesos
Capítulo 7 (sin título por ahora)
(Continuación directa del Capítulo 6 – “El Legado Torcido”)
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> “El trono en la sala superior cambió de forma. Se adaptó, se extendió. Como si reconociera que el heredero ahora tenía un ejecutor.”
La estructura ósea crujió como si despertara, emitiendo un sonido seco, ancestral, no propio de la materia sino del alma atrapada en cada vértebra que lo componía. El respaldo del trono se alzó, y los apoyabrazos se dilataron para formar una bifurcación: un segundo asiento, más bajo, surgió a su lado. No era un lugar de mando. Era un sitio de cumplimiento.
Un asiento para el verdugo.
Lucien alzó la mirada hacia el techo de Umbra Magna, donde las runas ya no solo brillaban con magia oscura: ahora pulsaban, vivas, como si el castillo entero hubiera aceptado su voluntad como ley.
—Tu nombre —dijo, sin girarse, sin necesidad de mirar al hombre que acababa de matar por poder—. Ya no importa.
El hombre —aún jadeante, con las manos ensangrentadas por el asesinato que lo había definido— se arrodilló.
Lucien caminó hacia él, el grimorio girando a su lado como una luna negra orbitando su núcleo. Se detuvo justo frente al ejecutor.
—A partir de ahora, serás conocido como Cael Umbraferrum. No tienes linaje. No tienes historia. Eres el filo de mi sombra. Y sólo existes mientras yo exista.
El hombre inclinó la cabeza. No por reverencia, sino por aceptación.
—Mi vida es suya —susurró, con voz ronca, como si la garganta aún le ardiera por gritar.
Lucien alzó una mano. Una marca incandescente apareció en la frente del nuevo ejecutor: un círculo incompleto atravesado por una línea descendente, como una luna eclipsada por una lanza.
—La Marca del Trono —declaró Lysa Umbrae, que lo registró con una sola palabra lanzada al grimorio—. Irrevocable.
Cael no gritó. No se estremeció. Solo cerró los ojos.
Y fue suficiente.
Lucien dio media vuelta.
—Ven. Hay algo más que debes ver —ordenó, avanzando hacia el corazón profundo del castillo.
Cael lo siguió, sin vacilar.
Eron, siempre silencioso, ya esperaba junto a las puertas del nivel inferior: las puertas selladas, aquellas que ni siquiera Algron se había atrevido a abrir del todo.
Lucien las miró.
Dos grandes bloques de obsidiana, tallados con escenas de guerra entre hombres y dioses. Las figuras esqueléticas ofrecían fuego a gigantes envueltos en luz. En la base, una inscripción antigua en voz muerta:
> “Lo que yace bajo la piedra no responde a la fe. Solo a la voluntad.”
Lucien extendió la mano.
El grimorio tembló.
Y la cerradura de hueso estalló como si jamás hubiese sido real.
Las puertas se abrieron.
Un aire más frío que la muerte se deslizó como serpiente viva. No tenía olor. No tenía sonido. Pero lo impregnó todo, incluso el alma.
Cael dio un paso atrás por instinto.
Lysa titubeó.
Solo Eron avanzó sin miedo.
Lucien descendió.
Escalón tras escalón, hasta que el techo desapareció y solo quedaron raíces negras colgando de una bóveda de piedra viva.
El silencio aquí no era natural.
Era impuesto.
En el centro de esa cámara prohibida, flotaba una estructura... o quizás era un altar... o un foso... era difícil decirlo. Porque mutaba. Cada vez que uno intentaba mirarla, parecía distinta.
Lucien se detuvo.
—Esto es lo que Algron jamás comprendió. Lo que los dioses prohibieron cuando aún no sabían mi nombre —dijo, susurrando como si hablara con algo invisible.
Lysa tragó saliva.
—¿Qué es… eso?
—El Nodo.
Cael frunció el ceño.
—¿Un portal?
—No —respondió Lucien, con una leve sonrisa—. Es la cicatriz del mundo. Un sitio donde la realidad se desangró una vez, cuando la Muerte no era servidora… sino reina.
Una energía densa comenzó a emerger del altar mutable. No magia. No sombra. Era más antiguo.
Era concepto.
—De aquí surgirán los heraldos. De aquí nacerán los signos. El Trono no solo debe mandar. Debe propagar.
El grimorio giró con frenesí.
Y por primera vez en siglos, el Nodo respondió.
Una grieta se abrió en su centro. No con violencia, sino con una calma aterradora.
De su interior surgieron tres figuras.
No caminaban. Flotaban.
Sus formas eran humanoides, pero sin rasgos. Cada uno tenía un símbolo en el rostro:
Uno con la marca de la negación, como si toda su piel negara la luz.
Otro con la marca del recuerdo, que vibraba con los nombres olvidados.
Y el último, con la marca del hambre, donde solo un abismo de dientes sustituía el rostro.
Lucien alzó ambas manos.
—Sean bienvenidos.
Las criaturas se detuvieron ante él.
No hablaron.
Pero comprendieron.
Eron dio un paso al frente y se inclinó ligeramente. Los reconocía.
—Los Iniciadores —dijo, con su voz espectral.
Lucien asintió.
—El mundo aún no sabe que ha nacido un imperio. Ellos se encargarán de anunciarlo.
Lysa apenas podía respirar.
—¿A dónde irán?
—A donde haya dogma. A donde aún exista esperanza. A donde el Templo del Alba no ha sido quebrado.
Lucien giró hacia los recién llegados.
—Lleven el mensaje: la luz ya no es única. Y la oscuridad no suplica más.
Los Iniciadores desaparecieron.
No con magia. No con portales.
Simplemente dejaron de estar.
Como si el mundo los hubiera tragado para evitar que su sola presencia lo arruinara todo.
Lucien respiró hondo.
El Nodo se cerró lentamente.
Pero la grieta quedó.
Como advertencia.
Como promesa.
Como semilla.
—Cael —dijo, girándose hacia su ejecutor—. Tu tarea comienza esta noche. Partirás hacia el Baluarte Umbral, la frontera del sur. Allí fundarás la primera guarnición del Trono. Si alguno se opone, muere. Si jura lealtad, vigílalo. Si ofrece pactos… rómpelos.
Cael inclinó la cabeza.
—Así será.
Lucien alzó la mano una vez más.
Y desde el suelo, surgió una espada negra, de doble filo, con una calavera tallada en el pomo. No tenía brillo. No reflejaba la luz.
—Tu arma. Su nombre es Silencium. No corta carne. Corta verdades.
Cael la tomó.
Y en ese instante, su sombra dejó de ser suya.
Ahora pertenecía al Trono.
Cael se giró, espada en mano, y sin necesidad de despedirse, comenzó su marcha hacia los pasadizos inferiores que conducían a la salida oculta del castillo. Umbra Magna no necesitaba caminos de entrada: solo salidas de dominio. Los que nacían bajo su estandarte no pedían permiso. Tomaban.
Lysa lo observó partir en silencio. La sombra de Cael parecía más densa con cada paso. No porque él cambiara, sino porque el arma que llevaba consigo dejaba una estela: una huella sin peso que borraba parte de la realidad tras de sí.
Lucien no lo miró marcharse.
Ya no era un hombre.
Era un instrumento.
Y los instrumentos no se despiden. Se usan.
El grimorio volvió a cerrarse lentamente, sus páginas aún impregnadas del eco de la Marca del Nodo. Lucien se volvió hacia Lysa, que permanecía de pie, los ojos encendidos no por poder, sino por entendimiento.
—¿Sabes lo que viene ahora? —preguntó él.
Ella dudó.
—La expansión… ¿la guerra?
Lucien negó con un leve gesto.
—La guerra es para quienes tienen tiempo. Nosotros no lo tenemos. Lo que viene ahora… es la preparación. Porque ya han empezado a mirar.
Lysa abrió los ojos.
—¿Ellos?
Lucien no respondió. Solo miró al techo. Más allá de la piedra. Más allá de los cielos.
Más allá.
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A cientos de leguas, en la cima más elevada de los Montes Glaciales, el Templo del Alba resplandecía bajo una nevada eterna. Sus cúpulas doradas no conocían óxido. Sus campanas tañían sin tocarse. Era allí donde la luz era ley, donde los dogmas se esculpían en piedra y los nombres de los caídos se purificaban en fuego sagrado.
Y sin embargo… esa noche, algo tembló.
Un pájaro de ceniza cruzó el cielo y se estrelló contra la gran vidriera central del templo, rompiéndola en mil fragmentos relucientes. No era un ave real. Era un signo. Un fragmento de lo que había sido luz… ahora devuelta como sombra.
Los altos clérigos corrieron hacia el estruendo.
Uno de ellos, un anciano de túnica plateada y mirada ciega, se arrodilló entre los cristales.
—Es imposible —susurró—. El sello del sur… ha sido violado.
Otro sacerdote se acercó, sosteniendo en las manos un relicario tembloroso.
—Las Escrituras hablan de esto. De un Trono que no pide, sino exige. De un nombre que no fue escrito en el libro de los justos, sino tallado en la columna del olvido.
El anciano se levantó con dificultad.
—Entonces ha comenzado…
—¿Qué ordenamos, gran albardián?
El anciano no dudó.
—Convocad a los Paladines de la Primera Luz. Que bajen de las alturas. Que porten las espadas de redención. Y que enciendan el fuego eterno.
—¿Para iluminar el camino?
—No —dijo el anciano, sus ojos sin pupilas ahora empañados—. Para quemar la oscuridad… antes de que hable.
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Mientras tanto, en los salones inferiores de Umbra Magna, Lucien caminaba junto a Lysa a través de un corredor recién construido. No por manos. Por voluntad.
Las paredes aún sangraban magia seca. Runas se inscribían a sí mismas, marcando los pasajes ocultos del castillo con instrucciones para un mundo que aún no existía. Cada puerta no conducía a una habitación, sino a una idea. A una célula del imperio en formación.
—Aún no he elegido al Consejo —dijo Lucien, como si pensara en voz alta—. No uno de nobles. No uno de sabios. Sino uno de portadores de contradicciones.
Lysa lo miró de reojo.
—¿Contradicciones?
Lucien se detuvo frente a una cámara cerrada con un sello triple. Lo tocó. El sello se disipó.
Dentro, un ser permanecía suspendido en un campo de antimagia. Era una criatura imposible: parte hombre, parte bestia, parte máquina, parte espíritu. Su rostro estaba cubierto por una máscara rota que dejaba ver una sonrisa tatuada.
—Este fue uno de los diez Herejes de Argan, desterrado por el Concilio de los Hilos por hablar con lenguas prohibidas.
—¿Y lo mantienes vivo?
Lucien asintió.
—Porque vio lo que los demás negaron. Él será mi voz cuando quiera entender lo que la razón teme.
Siguieron caminando.
Entraron a otra cámara.
Un niño dormía en una cuna de obsidiana, vigilado por una silueta espectral. No era humano. Su sangre era de linaje mixto, mezcla de una reina caída y un demonio menor. Pero su corazón… latía al ritmo del grimorio.
—¿Él?
—Él no hablará hasta los doce años —respondió Lucien—. Y cuando lo haga, sus palabras moverán ciudades.
Lysa guardó silencio.
—¿Y el tercero?
Lucien se detuvo ante un espejo.
Pero el espejo no mostraba su reflejo.
Mostraba el de una mujer de cabello blanco, ojos vendados y piel marcada con constelaciones muertas.
—Ella no está aquí aún —dijo Lucien—. Pero vendrá. Porque me odia. Y el odio puro… es la mejor brújula.
Lysa apenas podía respirar. Nunca había visto semejante galería de horrores… y posibilidades.
—¿Ellos serán tu consejo?
Lucien se giró.
—Serán mis sombras internas. Y cuando mi voluntad titubee, ellos la recordarán.
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Mientras tanto, Cael Umbraferrum cabalgaba en silencio por las planicies heladas del sur, con su nueva guarnición de espectros, esclavos leales y tres emisarios menores. Al fondo, las murallas del Baluarte Umbral comenzaban a asomar. Una fortaleza gris, olvidada, donde aún flameaban los viejos estandartes de los Marvas.
Pero esa noche…
… las llamas se apagarían.
Y las sombras, por primera vez en siglos, pedirían paso como heraldos.
El Baluarte Umbral no era más que un vestigio. Una cicatriz en la frontera sur. Sus murallas estaban rotas en varios tramos, cubiertas de musgo seco y escarcha, y sus torres se sostenían más por costumbre que por piedra. Años atrás había sido abandonado por la Casa Marvas tras la guerra de sucesión. Desde entonces, los carroñeros, los bandidos y los rezagados del reino lo usaban como refugio, pero sin jamás reconstruirlo. Nadie reconstruye lo que aún llora.
Hasta esa noche.
Cael Umbraferrum llegó con la luna negra en lo alto, escoltado por trece figuras encapuchadas. No eran soldados. Eran elegidos. Criaturas extraídas de los subniveles de Umbra Magna. Algunos espectros encadenados a su voluntad. Otros, esclavos purificados en fuego silencioso. Uno de ellos, incluso, era una niña ciega que hablaba con voces múltiples.
Ninguno pronunció palabra.
Las puertas del baluarte estaban abiertas, como si el lugar mismo hubiera sentido el cambio que se avecinaba.
Cael entró.
Las sombras se expandieron tras él como un manto rasgado. Silencium, su espada, colgaba de su cinto, vibrando con un eco interior que sólo él podía oír: un juicio constante.
Los carroñeros salieron de las ruinas armados con hierros oxidados, dispuestos a luchar por lo poco que creían suyo. Uno de ellos, un hombre alto con rostro tatuado, alzó una lanza.
—¡Este es nuestro refugio! ¡Regresa por donde viniste, demonio!
Cael no respondió.
Tampoco desenvainó su espada.
Solo alzó un dedo.
Y uno de los espectros —un antiguo asesino colgado por traición— se deslizó desde la retaguardia. Su cuerpo no tenía pies. Flotaba en ráfagas oscuras. Se detuvo detrás del hombre, y sin tocarlo, le robó el alma con un aliento.
El cuerpo quedó de pie un segundo, luego cayó como un saco vacío.
Los demás retrocedieron.
Algunos huyeron.
Pero no fueron perseguidos.
Cael alzó la mano.
—El Trono de Huesos no mendiga territorio —dijo por fin, su voz más seca que el polvo—. Reclama lo que le pertenece.
Sus acompañantes comenzaron a caminar por el lugar, marcando símbolos en los muros, inscribiendo runas en las puertas, y transformando los salones olvidados en cámaras de vigilancia mágica.
En menos de una hora, el Baluarte Umbral cambió de propósito.
Ya no era ruina.
Era vigía.
Cael se dirigió al centro del recinto, donde aún se erguía la torre quebrada del vigía. Subió por ella hasta el último piso, desde donde podía verse la extensión del sur: los pueblos libres, los comerciantes errantes, los escuadrones del Templo, los altares itinerantes.
Todo sería alcanzado. Pero no hoy.
Hoy, solo se anunciaría la presencia.
Alzó la espada Silencium.
Y la clavó en el piso de piedra.
Una onda negra, como tinta derramada sobre un mapa, se extendió desde la torre hacia los valles. No era un ataque. Era una marca.
Un mensaje.
Un susurro que cruzó el viento y se incrustó en la mente de todos los sensibles a la magia en un radio de cien leguas:
> “Ya no está vacío. El Trono tiene ojos.”
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Esa noche, Lucien no durmió.
O mejor dicho, no estaba solo en su sueño.
Se hallaba de pie sobre un océano de huesos.
Cada paso que daba hacía crujir la historia enterrada de mil civilizaciones.
El cielo no existía.
Solo había un vacío rojo, pulsante, como el interior de un corazón inmenso que no dejaba de latir.
Y allí, al fondo, una figura.
No tenía forma.
Pero tenía intención.
Un dios.
No uno que Lucien conociera.
No uno de los textos sagrados.
Ni siquiera uno de los que su grimorio había mencionado en sus páginas más prohibidas.
Este no tenía nombre.
Solo mirada.
Y le estaba observando.
Lucien no se arrodilló.
Tampoco habló.
Pero en su pecho, algo se partió.
No era dolor.
Era peso.
El peso de haber sido notado por una entidad que ni siquiera los otros dioses recordaban.
La figura extendió una mano.
Y cuando lo hizo… todo el océano de huesos gritó.
No con voz.
Con memoria.
Miles de recuerdos se alzaron como cuchillas: vidas truncadas, imperios arrasados, promesas rotas.
Y en el centro, la palabra que los unía a todos:
> “Thar’Zul.”
Lucien despertó con los ojos encendidos.
No sudaba.
No jadeaba.
Pero su piel temblaba como si hubiera vuelto del borde del universo.
Lysa entró a la cámara al instante.
—¿Mi señor?
Lucien no respondió de inmediato.
—Un dios… me ha mirado —dijo al fin, en voz baja—. Uno que los demás temen. Uno que los templos callan. Uno que yo no convoqué.
Lysa tragó saliva.
—¿Qué haremos?
Lucien bajó la vista hacia su grimorio, que se abría lentamente, como si ya supiera.
—Lo mismo de siempre —susurró—. Aprender su nombre. Robar su fuego. Y… si es necesario…
Sus dedos acariciaron la página que vibraba sola.
—Matarlo.
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Esa noche, el Trono de Huesos no descansó.
Porque los dioses ya no miraban desde arriba.
Miraban desde abajo.
Y sonreían.