CAPITULO 1: SOLO UNA ESCUELA

—Entonces… ¿estás completamente seguro de esa información? —preguntó un hombre de voz ronca, con un tono que dejaba entrever tanto sorpresa como emoción—. Si eso es cierto… podríamos sacar mucho provecho.

Era primavera en Japón. Las vacaciones estaban por terminar y, como cada año, el nuevo ciclo escolar estaba por comenzar.

Los niños y adolescentes se preparaban para iniciar una nueva etapa. Algunos, emocionados por entrar a una escuela completamente nueva; otros, avanzando de grado, cada vez más cerca de dejar atrás la vida estudiantil.

Dicen que esos son los mejores años de la juventud. Para muchos, es la oportunidad de brillar, volverse el centro de atención. Para otros, es un tiempo para pasar desapercibidos, concentrarse en sí mismos y evitar los reflectores.

Y en medio de todo eso, en una habitación dentro de un enorme edificio en algún rincón de Japón, estaba un chico que también se alistaba para comenzar el nuevo ciclo escolar.

Su nombre: Takahiro Yamada. Un estudiante a punto de entrar a preparatoria… pero no a cualquier preparatoria.

Estaba a punto de ingresar a una de las escuelas más prestigiosas del país. Incluso, algunos se atreverían a decir que está entre las más destacadas del mundo. Su tasa de egresados que consiguen empleo tras graduarse es altísima, lo que la convierte en un blanco deseado para miles de estudiantes.

Pero claro, no todo es perfecto.

Esa misma escuela también es famosa por otra razón: su brutal tasa de expulsados. Y eso es lo que impide que sea considerada la mejor del mundo. Porque para lograr entrar... no basta con ser inteligente. Y para sobrevivir… hay que tener mucho más que solo buenas calificaciones.

—Sinceramente… tuve demasiada suerte para entrar —pensaba Takahiro mientras metía su ropa en una maleta algo desgastada.

Estaba empacando porque tenía una razón de peso: a partir de ese momento, viviría en los dormitorios de la escuela.

Sí, técnicamente la academia no estaba tan lejos de su casa, pero eso no importaba. No era opcional. La escuela exigía que todos sus estudiantes vivieran dentro del campus.

¿La razón? Muy simple: mantener todo bajo control.

Así se aseguraban de que nadie hiciera trampa, de que no hubiera favoritismos, ni contactos externos que pudieran intervenir o alterar los resultados.

La filosofía de la institución era clara: “Si no puedes lograrlo por ti mismo, entonces no mereces estar aquí.”

Fría, pero directa.

Eso sí, había ciertos vacíos en ese sistema. Por ejemplo, recibir ayuda de otros estudiantes sí estaba permitido. Al final, todos vivían bajo las mismas condiciones, y si alguien decidía echarte una mano… era asunto suyo.

Claro, no siempre lo hacían por bondad. A veces ayudaban porque les convenía. Otras veces… porque hacerlo les daba alguna ventaja.

¿Y cómo sabía Takahiro todo eso?

Porque se los dijeron, sin rodeos, a todos los aspirantes durante el proceso de admisión. Una bienvenida brutalmente honesta.

Hace unos meses nos reunieron a todos los aspirantes en un salón amplio y bien iluminado. Aún no éramos estudiantes oficiales. Solo candidatos.

El lugar estaba repleto de filas de sillas, todas ocupadas por jóvenes que, como yo, venían a intentar ingresar. La sala guardaba un silencio irregular, interrumpido por susurros y murmullos dispersos.

Al frente, sobre un pequeño escenario, había un mástil con la bandera de la escuela. Detrás de él no se encontraba ningún profesor ni figura administrativa, sino un estudiante.

Vestía el uniforme reglamentario: saco marrón con detalles bordados en rojo, chaleco anaranjado, camisa blanca de manga larga, corbata roja, pantalones oscuros. Su postura era recta y su mirada firme.

Se acercó al micrófono, lo ajustó con calma y habló.

—Sean bienvenidos —dijo sin sonreír—. No perderé tiempo con presentaciones. Hoy tendrán que realizar un examen. Y con él se decidirá si tienen lo necesario para ingresar.

El murmullo se disipó de inmediato. Su tono no dejaba espacio para dudas: era directo y sin intención de suavizar sus palabras.

—Pero no se engañen. El examen no es lo único que se tomará en cuenta. Aquí no buscamos excelencia académica. Buscamos capacidad de adaptación.

Guardó una breve pausa, como si nos diera tiempo para asimilarlo.

—También me pidieron que les informe algunas cosas importantes sobre cómo funciona esta escuela… si es que llegan a entrar —añadió, dejando caer esa última parte con un tono casi desinteresado.

A partir de ahí comenzó a explicar.

Dijo que todos los estudiantes vivirían en los dormitorios del campus durante los tres años de estudio. No por comodidad, sino por control. La escuela prefería mantener todo dentro de sus propios límites. Nada de ayuda externa. Nada de influencias.

La idea era simple: si no puedes avanzar por tus propios medios, entonces no perteneces aquí.

Comentó también que la cooperación entre alumnos sí estaba permitida. Pero aclaró que confiar en otros podía ser tanto una ventaja como una debilidad. Nadie ayudaría sin motivo.

Algunos levantaron la mano con intención de preguntar, pero no les prestó atención.

Continuó hablando con calma.

Aseguró que no debíamos preocuparnos por lo esencial: habría tiendas, comedores y todo lo necesario para la vida diaria dentro del campus.

—Hay otros detalles que se explicarán más adelante… a quienes sean aceptados —concluyó.

Entonces una chica delantera levantó la mano.

—¡Disculpe! —dijo—. ¿Y si llegamos a aprobar todos?

El estudiante respondió sin dudar.

—Eso no ocurrirá. En esta sala hay trescientas personas. El límite es de ciento veinte. Más de la mitad ya está descartada.

El comentario provocó un pequeño alboroto. Se escucharon quejas y reclamos. Algunos mencionaron el dinero que habían invertido. Otros protestaron por lo injusto del proceso.

—Lo que hayan pagado no me importa —dijo, sin levantar la voz—. Esta no es una escuela para cualquiera. No queremos promesas. Queremos resultados.

Volvió a mirar el salón con una expresión vacía.

—Como dije: el examen es solo una parte. No determina su ingreso… pero sí su lugar en la fila. Háganlo lo mejor que puedan.

Instantes después, uno de los encargados dejó el examen sobre mi pupitre.

Sin decir nada, tomé un lápiz y comencé a leer la primera pregunta.

Un par de semanas después, nos enviaron los resultados por correo electrónico. Ahí nos informaban directamente si habíamos sido aceptados… o no.

Tuve la suerte de pasar. Aunque, siendo sincero, entrar a esa escuela no fue cuestión solo de suerte. Fue un proceso largo, exigente… y que requirió bastante esfuerzo. Aun así, haber sido aceptado ya era un logro importante.

En ese mismo correo nos proporcionaron varios detalles: el número de dormitorio que se me asignó, una imagen del uniforme oficial, una lista de útiles básicos, y la fecha exacta junto con la hora en la que pasarían por mí.

Como no faltaba mucho para eso, comencé a preparar mis cosas con algo de anticipación.

Empaqué lo necesario: ropa sencilla, una sudadera, un par de cosas personales. No tengo muchos recursos, así que tampoco es que pudiera llevar mucho. Lo que sí me preocupa un poco es cómo me las arreglaré para comprar lo que me falte allá… aunque imagino que encontraré la forma.

Lo único que podría ser un problema es la comida. Pero honestamente, dudo que una institución como esa deje a sus estudiantes sin comer.

Cuando terminé de cerrar la maleta —que, por cierto, no era especialmente grande—, solo me quedaba esperar.

Faltaban pocos días. Y en cuanto llegara el momento, no habría vuelta atrás. Esa fecha marcaría el inicio de todo.

Dos días antes de que comenzara abril, era la fecha en la que debía presentarme en la nueva escuela.

Ese día, finalmente, había llegado.

A eso de las siete de la mañana ya estaba listo, esperando afuera del edificio de departamentos donde vivía.

El cielo estaba algo nublado, pero no del todo oscuro, a pesar de ser tan temprano. Supongo que era por la temporada.

Las calles estaban tranquilas, casi vacías. Aun así, no dejaba de parecerme una hora excesivamente temprana, considerando que el ciclo escolar comenzaría en dos días.

No entendía del todo la razón de ir tan pronto… o quizás sí lo entendía, pero prefería no pensarlo demasiado.

Unos diez minutos después de haber salido, apareció un autobús.

A simple vista, se parecía a cualquier autobús urbano: rectangular, algo sobrio, aunque tenía los vidrios polarizados, lo cual no era muy común.

Se detuvo justo frente al edificio y abrió las puertas.

Estaba por subir cuando una voz me detuvo.

—¿Nombre? —preguntó el conductor, sin rodeos.

Era un hombre corpulento, vestido con traje. Llevaba gafas de sol oscuras y un auricular en la oreja.

Parecía más un guardaespaldas que un conductor.

—Takahiro Yamada —respondí con calma.

El hombre tecleó algo en una tableta que sostenía. Luego levantó la vista.

No podía ver sus ojos por las gafas, pero sentía que me estaba analizando de arriba abajo.

—Está bien. Sube.

Asentí y entré al autobús. Las puertas se cerraron tras de mí, y el vehículo volvió a ponerse en marcha.

Dentro ya había varios estudiantes. Algunos hablaban entre ellos en voz baja, aunque eran pocos. La mayoría simplemente miraba por la ventana o revisaba su celular.

Sin pensarlo mucho, caminé hasta el fondo y tomé asiento.

No tenía nada más que hacer, salvo esperar a llegar.

El autobús hizo algunas paradas más antes de comenzar el verdadero trayecto hacia la escuela. Estaba ubicada en una zona un tanto alejada, dentro de un bosque inmenso.

A mitad del camino nos topamos con otros autobuses idénticos al nuestro. Iban en formación, todos dirigiéndose al mismo destino. Supuse que también transportaban a más estudiantes.

El trayecto por carretera no fue muy largo. Eventualmente, nos desviamos hacia un camino oculto entre los árboles, cerrado por una barrera que fue abierta solo para dejarnos pasar.

Desde ahí, continuamos por unos minutos más hasta llegar a las instalaciones.

Desde afuera apenas se alcanzaban a ver algunos edificios —probablemente parte de la escuela y los dormitorios—, pero lo que más destacaba era el muro que los rodeaba: una pared gris de unos cinco metros de altura que impedía ver más allá.

Una puerta igual de imponente que el muro se abrió de par en par, y los autobuses entraron uno a uno.

Una vez adentro, nos estacionaron cerca de la entrada, en una zona que parecía un pequeño estacionamiento techado.

—¡Bien, pueden bajar en orden! —gritó el conductor mientras abría la puerta delantera.

Como estaba sentado al fondo, fui de los últimos en salir. Afuera, ya estábamos reunidos los 120 estudiantes de nuevo ingreso, esperando instrucciones.

Había todo tipo de rostros. Algunos parecían demasiado confiados; otros, serios y concentrados. Se notaba que muchos destacaban en algo: ya fuera por su porte, expresión o actitud.

Pasados unos minutos, se acercó una mujer con expresión firme. Vestía de manera formal, y fruncía el ceño de forma constante, como si estuviera acostumbrada a mantener todo bajo control.

—Bienvenidos a todos —dijo, sin rodeos—. Si están aquí, es porque la escuela consideró que tienen el potencial necesario para estar entre los seleccionados. A partir de ahora, su talento nos pertenece… y será puesto a prueba.

Hubo un ligero murmullo entre los estudiantes, pero nadie se atrevió a interrumpirla.

—Estoy segura de que el jefe del consejo estudiantil ya les explicó algunas de las reglas básicas —continuó—. Y sí, hay más normas que deberán conocer, pero eso se dirá en la ceremonia de apertura. Por ahora, iremos directo a los dormitorios. También podrán recorrer parte de las instalaciones, incluidas las tiendas. Después de todo, este será su hogar durante los próximos tres años.

Ese último comentario causó cierta incomodidad. A pesar de que todos lo sabíamos desde antes, escucharlo en voz alta hacía que la idea sonara más definitiva.

—Como leyeron en el correo que recibieron, ya se les asignó una sección. Así que, los de la sección C, vengan conmigo.

Sin dudarlo, me uní al grupo que comenzó a avanzar. Éramos unos cuarenta, y en pocos segundos ya estábamos reunidos frente a ella.

Nos pidió mostrar el correo para confirmar que realmente pertenecíamos a esa sección. Todo parecía muy bien organizado para evitar errores desde el inicio.

Mientras tanto, llegaron otros tres adultos —dos hombres y una mujer—, cada uno a cargo de una sección distinta.

—A partir de hoy, yo seré su profesora principal —nos dijo con firmeza—. Así que necesito que presten atención. Primero iremos a los dormitorios. Hay cuatro edificios, cada uno con cuarenta habitaciones. Los cuartos no están distribuidos por secciones, así que busquen el número del edificio que se les asignó. Está indicado junto al número de su habitación.

En efecto, en el correo venía especificado: edificio y número.

—Síganme.

Caminamos detrás de ella hasta llegar a los edificios. Eran enormes, altos, y estaban alineados en fila. En la parte lateral de cada uno había un número grande pintado en la pared. Iban del 1 al 4.

—Aquí están sus dormitorios —dijo—. Como pueden ver, cada edificio está claramente marcado. Tienen treinta minutos para encontrar su habitación, dejar sus cosas y prepararse. Después haremos un recorrido por el lugar, así conocerán el camino hacia la escuela.

La mayoría asintió. Algunos comenzaron a caminar de inmediato.

Mi habitación era la 34, en el edificio 3C. La mayoría optó por usar el ascensor, pero preferí subir por las escaleras. Seguramente estaría lleno.

Otros pensaron lo mismo, aunque unos cuantos parecían más apurados que yo y subieron corriendo. Se tomaron en serio lo de los treinta minutos.

Cuando llegué al cuarto que me habían asignado, me di cuenta de que la puerta no tenía manija.

En su lugar, había una pequeña pantalla digital a un costado.

Recordé que en el correo venía un código QR. Lo escaneé, y la puerta se abrió con un leve sonido.

Me pareció un sistema algo incómodo. Supuse que más adelante nos darían una tarjeta o algo similar para no depender del teléfono.

Al entrar, encontré un espacio pequeño pero funcional.

Al fondo había una cama individual con una mesa de noche a cada lado. También un escritorio con una computadora ya instalada.

En el pasillo de entrada había una cocineta básica, y al fondo, el baño.

Nada lujoso. Pero tenía lo necesario para el día a día.

—Así que… este será mi lugar durante los próximos tres años —pensé, mirando el cuarto con tranquilidad.