Último timbre en esta escuela.
Y ni eso suena distinto.
La gente sale como si los hubieran soltado de una jaula. Gritos, risas, mochilas a medio cerrar. Algunos corren, otros solo se pasean como si fueran dueños del pasillo. Yo camino a mi ritmo. Sin prisa. Sin razón para tenerla.
Nunca fui muy del montón. No por raro… solo por desinterés.
Ni me odian ni me admiran. Mejor así.
Un tipo me choca el hombro. Me lanza un “sorry” sin mirarme. Clásico. Me acomodo la mochila y sigo.
Llego al salón. Última fila, junto a la ventana. No porque me guste la vista —la verdad está bastante aburrida— sino porque ese lugar siempre está libre. Y a veces, el silencio es lo único que se agradece.
Saco mi cuaderno por inercia. No voy a escribir nada, pero me da algo que hacer. Una hoja suelta cae al piso. La reconozco antes de tocarla.
"No necesitas que el mundo crea en ti, Ethan. Solo necesitas que tú lo hagas primero."
Lo anoté hace años. Palabras de mi abuelo.
No las leo seguido, pero no las olvido.
—Ey, Cottrill —dice alguien por ahí—. ¿Aún vienes? Pensé que ya habías desertado.
Ríen. Dos o tres. Me limito a levantar una ceja. Ni siquiera vale la pena responder.
Que digan lo que quieran. Mañana no voy a estar acá de todas formas.
El lunes empiezo en otro lugar.
Winterlake Academy. Sí, esa escuela de ricos. De trajes caros, apellidos largos y miradas por encima del hombro.
Genial.
Nada como ser el becado en un mundo que no te quiere ahí.
Pero bueno… al menos el clima allá es más decente según dicen.
Al principio, no creía merecer algo como una beca.
Mis maestros insistían en que era lo mejor para mi futuro, que no podía desaprovechar una oportunidad así. Al final, cedí. No porque estuviera convencido… sino por pura presión social.
La verdad, no me gustaba la idea. Sabía muy bien lo que me esperaba: miradas incómodas, juicios silenciosos (o no tan silenciosos), y esa sensación constante de que no pertenezco ahí.
No solo por parte de los alumnos… también de los profesores. Y probablemente de los padres de todos esos hijos de gente importante.
Caminé de regreso a casa como siempre, con los audífonos puestos aunque no estuviera escuchando nada. A veces era más fácil así: que nadie te hablara, que nadie esperara una respuesta.
El sol ya bajaba. Las sombras de los postes se alargaban sobre la banqueta rota. Me pasé la mano por el cuello. El uniforme me daba calor, pero no tenía otro. En teoría ya no lo necesitaba, pero me daba igual.
Cuando llegué, la casa estaba en silencio. Nada raro. Mamá no solía estar a esa hora. O si estaba, no decía mucho. El aire olía a lo mismo de siempre: humedad, algo de polvo, y ese olor viejo que ya ni notas cuando vives aquí.
Solté la mochila en mi cuarto y me dejé caer sobre la cama.
Winterlake Academy.
El nombre sonaba grande. Pesado.
A mí me sonaba a problemas.
Miré al techo un rato. Supuestamente debería estar emocionado. ¿Quién no querría ir a una escuela de élite, verdad? Una de esas donde los baños parecen hoteles, los salones tienen pantallas gigantes y los alumnos tienen apellidos que salen en revistas.
Pero yo solo sentía… incomodidad. Como si me estuvieran empujando a un lugar donde no se supone que deba estar.
Me senté. Abrí la mochila. Empecé a sacar lo poco que tenía: dos libretas medio llenas, un estuche sin pluma, una sudadera vieja que todavía olía a mi abuelo.
Me detuve un momento.
La acerqué a la cara sin querer.
Sí. Ahí estaba. Ese olor que no se va.
No sé si eso me calmó o me hizo sentir más solo.
La luz de la cocina parpadeaba, como siempre. Nunca la cambiamos. Supongo que ya nos acostumbramos al parpadeo, como a muchas otras cosas.
Mamá estaba sirviendo arroz y un poco de pollo.
Silencio. Solo el sonido del plato sobre la mesa.
—Mañana sales temprano, ¿verdad? —preguntó sin mirarme.
—Sí —respondí.
No sabía qué más decir.
Ella asintió, como si eso fuera suficiente.
Comimos. Cada quien en lo suyo. Yo contando los granos de arroz en el tenedor, ella mirando su celular, deslizando la pantalla sin interés.
No es que no le importara. Simplemente... nunca supo cómo hablarme.
—¿Ya empacaste? —preguntó de nuevo.
—Aún no, salgo el Lunes temprano.
—Entiendo.
Otra vez silencio.
Podría haberle dicho que estaba nervioso. Que no quería ir. Que me sentía un fraude en todo esto. Pero no lo hice. Porque incluso si lo decía, no sabía si eso cambiaría algo.
Después de un rato, se levantó de la mesa y se fue a su cuarto.
Yo me quedé un poco más. Solo. Mirando el fondo del vaso.
Winterlake.
Cada vez que pensaba en esa palabra, me sentía más lejos de todo lo que conocía.
Llego el sábado y el clima por la mañana estaba fresco. Nublado, como si el cielo tampoco tuviera muchas ganas de levantarse.
Caminé sin prisa. Llevaba las manos en los bolsillos y los audífonos puestos, esta vez con música. Algo tranquilo y melancólico, como me gusta.
La barbería no quedaba lejos. Era un lugar pequeño, sin nombre visible, solo un letrero descolorido que decía “Cortes $20”. La puerta estaba entreabierta, y desde fuera ya se podía oler la loción barata y escuchar el zumbido de una máquina de afeitar.
Entré. El barbero, un señor muy amable llamado James como de unos cincuenta, era conocido del abuelo, así que vengo a cortarme el cabello con él.
Me miró, levantó la mirada desde el celular y me saludó con un gesto de cabeza.
—¿El de siempre, Cott? —preguntó.
Negué.
—Creo que es hora de cambiar. ¿Podrías hacerme este corte?
Le mostré una foto que había buscado esa mañana. Era un corte llamado comma o algo así. Tenía el cabello demasiado largo y lo quería un poco más corto, no tanto, pero sí algo más limpio.
Él me miró raro, como extrañado por lo que dije. Sonrió, pero no dijo nada.
Me senté. El espejo frente a mí me devolvía la misma cara de siempre. Pero por poco tiempo.
El zumbido comenzó. El cabello empezó a caer.
Cada mechón que caía era un recuerdo.
Una etapa.
Una versión de mí que sinceramente... ya no me gustaba del todo
Mientras me cortaba el cabello con el señor James estuvimos platicando un poco sobre cosas del pasado y sobre lo que estaba apunto de suceder en mi vida, el solo me felicito y dijo que todo iría bien, esas palabras sinceramente me hicieron un poco feliz...
A los 40-50 minutos termino su trabajo, me sacudió con una toalla y soltó un
—Listo, ahora eres una persona completamente nueva ¿Que te parece?
Al verme me di cuenta del gran trabajo que hizo, había dejado de cortarme el cabello durante seguramente mas de año y medio por lo que era un desastre, pero al ver lo que el señor James hizo no pude hacer mas que sorprenderme..
—Me encanto" le respondí
—Me alegra mucho que te haya gustado hijo, seguramente a tu abuelo también le hubiese gustado este nuevo cambio tuyo
Salí de la barbería con las manos en los bolsillos y la cabeza más ligera, literal y emocionalmente. El aire frío me golpeó en la nuca recién "descubierta" o al menos no tan llena de cabello y por primera vez en mucho tiempo, no me molestó.
El cielo seguía gris, pero ahora ya no me parecía tan triste. Solo... tranquilo.
Mis pasos me llevaron por las calles que conocía de memoria. El viejo kiosco de periódicos donde mi abuelo solía comprar su café en lata. La tienda de la señora Elena, que siempre me ofrecía dulces “por si estaba triste”.
Todo seguía igual, pero al mismo tiempo, todo me parecía distinto.
Me detuve frente al parque donde solíamos pasar las tardes cuando yo era niño. Había un banco de madera medio roto, de esos que chirrían cuando uno se sienta. Él siempre decía que ese chirrido era la forma del banco de darte los buenos días. Sonreí al recordarlo.
Me senté.
Saqué el celular con la idea de sacarme alguna foto y subirla a redes sociales, gracias a este nuevo corte de cabello me sentía con el autoestima suficiente como para subir algo
Tome algunas fotos y subí la que mas me gustó, cambiando al fin mi foto de perfil, no puse nada al pie de la foto, simplemente la subí y apague el teléfono para ponerme a pensar.
“Una persona completamente nueva”, había dicho el señor James.
¿Podía ser cierto? ¿De verdad alguien podía cambiar así, de golpe, por un simple corte de cabello?
No lo sé.
Pero por dentro, algo se sentía diferente aunque tal vez solo seria por ese dia..
Después de un rato me levante del banco y comencé a caminar a casa, por lo general siempre caminaba a casa como audífonos puestos tuvieran música puesta o no, pero decidí no llevarlos y caminar así para escuchar un poco el sonido de la las calles
El crujido de las hojas secas bajo mis pasos. El eco lejano de un perro ladrando. Voces de personas que pasaban hablando de cosas que no entendía, pero que por alguna razón me resultaban reconfortantes.
Era como si por fin el mundo hablara y yo estuviera escuchando.
Al llegar a la esquina de mi calle, vi a un niño pequeño jugando con un carrito de plástico en la banqueta. Me recordó a mí a su edad.
Quizá no por el juego, sino por esa forma de estar tan metido en su propio mundo sin que nada más importara. Por un segundo, lo envidié.
Caminé los últimos metros hasta mi casa sin apurarme.
El cielo seguía gris, pero no llovía. El aire olía a pan tostado, como si en alguna casa cercana estuvieran preparando el desayuno... aunque ya era casi mediodía.
Cuando llegué, empujé la puerta con suavidad. A veces no hacía falta cerrarla con llave; en este barrio todos sabían quién eras, para bien o para mal.
Dejé los zapatos junto a la entrada, como siempre, y solté un leve suspiro.
El interior de la casa estaba en silencio, solo se escuchaba el sonido lejano de la televisión del cuarto de mi madre. Probablemente estaba viendo una novela o dormitando.
Subí a mi cuarto. Me miré en el espejo de nuevo.
El nuevo corte seguía allí, pero esta vez no me miré con la misma sorpresa. Me miré intentando acostumbrarme a esta versión mía.
Quizá mañana comience algo nuevo.
Pero por hoy, con esto bastaba.
El domingo amaneció igual que el sábado: nublado, fresco, con ese aire espeso que parece invitar al silencio. Me desperté temprano, no porque tuviera planes urgentes o algo así, sino porque no podía quedarme en la cama. A veces simplemente... no se puede, no tenía los planes claros, pero al saber que no volvería en mucho tiempo decidí ir a visitar a mi abuelo una última vez.
Me vestí sin prisa. Jeans, una sudadera, y los mismos tenis de siempre. Antes de salir, tomé una flor del pequeño jardín de enfrente. No sabía si era la mejor elección, pero era lo que había.
Caminé hasta el cementerio. No estaba lejos, unos quince minutos a paso lento. Las calles estaban casi vacías, como si el mundo también se tomara un respiro los domingos.
Al llegar, saludé al señor que siempre estaba en la entrada, cuidando el lugar como si fuera su propia casa. Él solo asintió, como cada vez.
Sabía perfectamente dónde estaba su tumba. No necesitaba mirar placas ni contar filas. El cuerpo camina solo.
Después de un rato ahí estaba: "Alexander Cottrill — Un hombre que creyó, incluso cuando nadie más lo hacía."
Acaricié con los dedos las letras grabadas.
Siempre me gustó esa frase. La eligió él mismo antes de morir. Decía que así nadie tendría que inventar algo bonito sobre él cuando ya no estuviera.
Me senté frente a la lápida, sin decir nada al principio.
El aire era fresco, y el pasto estaba algo húmedo, pero no importaba.
—Me corté el cabello —dije al fin, casi como si esperara una respuesta.
Solté una risa leve, de esas que duelen un poco por dentro.
—Ya sabes… creo que si me hubieras visto, me habrías molestado. Habrías dicho que por fin parezco alguien decente.
Guardé silencio unos segundos.
—Mañana empiezo en una escuela nueva..
Miré al cielo.
—No estoy listo, pero… tampoco lo estaba para muchas cosas. Y aún así las viví. Supongo que eso es crecer, ¿no?
Dejé la flor sobre la lápida.
—Gracias por siempre creer en mí, aunque yo no pudiera abuelo, te tendré presente todos los días
Me quedé un rato más, sin decir nada. A veces, eso era suficiente.
Luego me levanté, di un último vistazo y me marché.
Ya era de noche cuando regresé a casa. La televisión estaba encendida en la sala, con el volumen bajo, como siempre. Mi madre estaba sentada en el sillón, envuelta en una cobija, mirando algún programa que probablemente no estaba viendo en realidad. Cuando me vio entrar, me dedicó una sonrisa cansada.
—¿Fuiste a ver a tu abuelo? —preguntó con suavidad.
Asentí sin decir mucho y me senté junto a ella. No era común que compartiéramos silencios cómodos, pero ese fue uno. De esos que no incomodan, sino que abrigan.
—Te ves bien con el nuevo corte —dijo, girando apenas la cabeza para verme.
—Gracias —respondí, agachando la cabeza sin mirarla.
Pasaron unos segundos.
—Mañana es el gran día —agregó, como si eso lo hiciera más real.
—Sí.
Ella suspiró.
—Sé que a veces no sabes qué pensar de todo esto, pero... estoy orgullosa de ti, hijo. De verdad. No te lo digo mucho, pero lo estoy.
Esa frase me agarró desprevenido. Me mordí el labio inferior, y comenzaron a salir pequeñas lagrimas de mi rostro.
—Gracias, mamá.
Ella acarició un poco mi cabello, como cuando era niño.
—Vas a estar bien. No lo dudes.
Después de eso, se levantó con un beso en la frente y se fue a su cuarto. Me quedé un rato más en la sala, mirando la pantalla sin realmente verla.
Más tarde, subí a mi habitación. Saqué el uniforme del armario. Era más elegante de lo que me gustaría admitir. Camisa blanca, pantalones formales, una chaqueta oscura con el escudo bordado en dorado.
Lo colgué en la pared, justo frente a la cama. Lo miré unos segundos, como si al observarlo pudiera preparar mi mente para lo que se venía.
Luego abrí mi mochila. Revisé que todo estuviera en orden. Cuadernos nuevos, Lapiceros, Audífonos, Cosas de aseo básico, Todo listo.
Me acosté sin mirar el celular. Solo cerré los ojos.
Mañana sería otro día, uno diferente, uno nuevo..