El despertador sonó a las 6:00 a. m., aunque llevaba despierto desde las 5:20. No dormí bien. Supongo que era normal, ¿quién podría? Me levanté con el estómago apretado, como si hubiese tragado piedras. Todo el ambiente de la casa estaba en silencio, excepto por el ruido bajo del refrigerador.
Me vestí sin mirar demasiado al espejo. El uniforme era algo que me enviaron por correo junto con una carta impresa, como si fuera una especie de paquete elegante. Camisa blanca, saco color negro, pantalón del mismo color, y una corbata con el emblema de la academia bordado en dorado. Me quedaba bien, supongo, aunque eso no cambiaba lo que era.
Mi madre me deseó suerte antes de salir. No hubo abrazos ni lágrimas. Solo un “haz lo mejor que puedas” desde la cocina mientras tomaba café. Pareciendo como si no le importara.
El trayecto en tren fue silencioso. Había otros chicos con el mismo uniforme que subían en estaciones más céntricas. Nadie me miró. Nadie me habló.
Al llegar a la estación indicada, la escuela ya se veía desde lejos. Era... inmensa. De esas construcciones que parecen castillos disfrazados de instituciones educativas. Edificios de piedra clara, jardines recortados como en postales, y un portón de hierro que parecía más una frontera que una entrada.
Al pasar por la puerta principal, noté que todos se conocían entre sí. Risas, saludos, palmadas en la espalda. Era otro mundo. Uno al que no pertenecía.
Algunos me miraban con curiosidad, como si no entendieran qué hacía allí. Otros con algo más... juicio. Desdén.
—¿Ese es el becado, verdad? —escuché que murmuraban dos chicas detrás de mí, con las voces apenas disimuladas.
—Sí... casi no lo reconocí por su nuevo peinado, en la foto colocada en el tablón se ve un poco... diferente, aun así no se como le pueden dar oportunidades a gente como el para entrar aquí.
Me hice el sordo. Siempre lo hago. Aunque cada palabra se clavaba igual.
En el aula me senté en la esquina, al fondo, pegado a la ventana. El salón era amplio, con escritorios limpios, brillantes. Casi todos iban llegando en grupo, hablando de sus vacaciones en otros países, de yates, de tenis en su casa de verano, pero de repente escuché una voz detrás de mí.
—¿Seguro que no se equivocaron de escuela contigo? —dijo alguien por detrás. Me giré. Era un chico rubio, con sonrisa arrogante y uniforme perfectamente planchado.
No respondí. Solo lo miré y solte una sonrisa fingida.
—No habla, qué raro. A lo mejor ni francés sabe —agregó otro, riéndose por lo bajo.
Seguí sin decir nada. No porque no tuviera qué decir, sino porque no iba a darles lo que querían.
Entonces entró la profesora. Todos se acomodaron. Las risas cesaron.
—Buenos días, clase. Tenemos un nuevo estudiante con nosotros —dijo mirando hacia donde yo estaba—. Ethan Cottrill, ¿podrías ponerte de pie, por favor?
Lo hice.
—Es un alumno becado como pueden ver —agregó. ¿Era necesario decirlo así? Noté miradas. Algunas burlonas, otras solo vacías. Pero todas se sintieron como cuchillas.
—Espero que todos lo reciban con respeto a pesar de eso.
Dijo eso y segundos después comenzó a explicar algunas cosas
Me senté de nuevo. Lo único que escuché fue una risa contenida a mi izquierda.
“Bienvenido a tu nuevo mundo”, pensé...
Las primeras clases pasaron lentas, como si el tiempo se burlara de mí. Matemáticas avanzadas fue la primera. El profesor, un hombre de mediana edad con lentes gruesos y gesto severo, apenas me dirigió una mirada.
—Cottrill —dijo revisando su lista—. Según el expediente, sacaste 99 en cálculo diferencial… interesante. Bueno, no estamos en tu antigua escuela. Aquí los estándares son más altos.
Algunos se rieron por lo bajo. Me limité a asentir. No me molestó lo que dijo, pero el tono… como si esperara que fallara.
Durante la clase respondí un par de preguntas. Las correctas, obviamente. Pero cada vez que lo hacía, el ambiente se volvía más pesado. Como si estuviera rompiendo una regla no escrita: "el becado no debe sobresalir".
—Míralo, ¿quiere hacerse el inteligente ahora? —murmuró el mismo tipo rubio de antes. No sabía su nombre, pero ya lo odiaba lo suficiente.
Después vino literatura. Una profesora joven, probablemente recién graduada, intentó ser más amable, pero noté que su sonrisa era forzada cuando me hablaba.
—Ethan, ¿has leído El guardián entre el centeno?
—Sí, dos veces —respondí.
—¿Y qué opinas de Holden?
Respondí con calma, analizando al personaje, intentando no parecer ni muy frío ni muy arrogante. La clase se quedó en silencio mientras hablaba, como si de pronto les resultara extraño que yo pudiera formar frases completas. Cuando terminé, algunos solo se voltearon a mirarme con expresiones… difíciles de leer. Pero no eran sonrisas.
—Vaya, no esperaba eso —soltó una chica en la fila de adelante. No lo dijo como cumplido. Más como una advertencia.
Tercera clase: historia Canadiense. El profesor era británico, con voz firme y un acento elegante. Al principio parecía indiferente, pero cuando intente hacer lo correcto haciendo una corrección menor sobre una fecha mal escrita en la pizarra, se detuvo.
—Sr Cottrill, ¿acaso quieres dar tú la clase?
—No, señor. Solo...
—Entonces no interrumpas. Dijo sin dejarme terminar mi frase
Me quedé en silencio. Ni siquiera miré alrededor, pero pude escuchar los murmullos y una risita contenida. La incomodidad estaba por todas partes, tan densa como la neblina de la mañana.
El descanso entre clases no fue mucho mejor que las clases. Algunos se acercaban, pero no para ser amables.
—¿De qué barrio vienes? —preguntó uno, con una sonrisa que no combinaba con sus palabras.
—¿Tienes beca completa o te toca lavar los baños y hacer la comida también?
—¿Cómo hiciste para entrar? ¿Te dejaron pasar por pena o algo así por el estilo??
Cada frase era un dardo disfrazado. Algunas eran directas. Otras, peor aún, venían disfrazadas de interés.
Yo trataba de responder de la manera mas amable posible o simplemente les sonreía. Era mejor no darles fuego con el cual jugar.
Y aun así… me sentía en llamas por dentro.
Volvió a sonar el timbre. Se acercaba el almuerzo al fin... creía que tendría algún momento a solas, pero supongo que era demasiado pedir
De camino hacia la cafetería iba apreciando toda la arquitectura del lugar, era tan antigua, pero a la vez tan moderna que no paraba de sorprenderme lo linda que era. En el fondo pensaba —"tal vez esto no es tan malo, las vistas compenzan todo—
Llegando al comedor había me di cuenta de lo enorme que era, tenía cocina comunitaria, máquinas expendedoras, todo tipo de cosas y sobretodo demasiada gente, prácticamente todas las mesas estaban ocupadas sobretodo una en la cual inclusive había gente hasta levantada.
La comida del lugar se veía muy deliciosa, pero como era de esperarse no podía costearmela, se pagaba con algún tipo de moneda digital que solo funciona en el colegio, pero claro... no contaba con un solo centavo ni mucho menos alguna tarjeta para poder pagar. Decidí pasar de largo ya que tenia una botella de agua y un sándwich que me había preparado mi mamá antes de venir aquí, seguramente seria la última comida que podría tener si no me pongo las pilas, ya que aquí supuestamente nos entregarían un dormitorio.
Sali al jardín que estaba al lado de el comedor pensando en que no llamaria la atención con todo el alboroto que había, pero estaba equivocado... al verme pasar la gente me miraba de manera despectiva, soltaban algunos comentarios clasistas, pero decidí tratar de ignorarlos lo más posible.
Me senté en una banca cerca de una pequeña fuente que se veía muy linda y sobretodo elegante.
Decidí que seria mejor ponerme los audífonos y asi evitarme de escuchar algunas cosas que claramente me hacían daño, ya me había quedado claro que si intentaba socializar en la cafetería todo terminaría mal..
Mientras tanto...
Dentro del comedor, donde las risas y las conversaciones formaban un constante murmullo, había una mesa que destacaba por encima del resto. No solo por la cantidad de personas que la rodeaban, sino por quién estaba sentada en el centro.
Claire Rousseau, con su uniforme perfectamente ajustado, el cabello recogido con elegancia y la espalda recta, bebía lentamente de su vaso de cristal reusable. No hablaba mucho, pero no hacía falta. Su sola presencia imponía demasiado.
—¿Viste al nuevo? —soltó Camille, con media sonrisa maliciosa, mientras se acomodaba su cabello perfectamente cuidado tras la oreja—. El becado ese... se ve que ni para el desayuno trae. ¿Vieron lo que llevaba en las manos?
Claire, distraída en sus pensamientos, giró ligeramente el rostro, su mirada fijándose en aquel chico. Desde su ángulo, podía ver una figura solitaria caminando hacia el jardín encogido de hombros. No le alcanzaba a ver bien la cara, pero sí notó cómo se sentaba solo, con algo envuelto en papel aluminio en las manos.
—Un sándwich casero. —intervino otra de las chicas, riéndose entre dientes—. Seguro su mamá se lo preparó con amor... Qué tierno.
Varias soltaron risas burlonas. Claire no dijo nada. Seguía mirando en dirección al jardín, donde el chico acababa de ponerse los audífonos y parecía esconderse del mundo. Había algo en esa escena que le resultaba... incómodamente familiar. Aunque no sabía por qué.
—Claire, ¿nos estás escuchando? —preguntó Camille, tocándole suavemente el brazo.
—Sí —respondió con una sonrisa suave, apartando la mirada—. Solo pensaba.
—¿En qué?
—Nada importante —mintió. Pero por alguna razón seguía mirando a hacia aquel chico del jardín
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Saqué el sándwich envuelto en servilleta. Tenía un poco de mayonesa en el borde, jamón y un poco de lechuga, el pan estaba algo aplastado por el camino, pero no me importó. Era mío. Y en ese momento, se sentía como un trozo de hogar.
Mordí despacio mientras miraba la fuente. El agua caía en un ritmo constante y relajante, uno de los pocos sonidos agradables en medio de tantos murmullos que mi música no lograba tapar por completo.
Aunque me decía a mí mismo que no me importaba, claro que lo hacía. Las miradas, los susurros, la burla apenas disimulada de unos chicos que me señalaron el envoltorio de mi comida y soltaron un comentario con risitas ahogadas.
—¿Eso qué es? ¿Sándwich de pobreza con pan de ayer?
No me giré. Ya era suficiente.
No me sentía menos por lo que llevaba para comer, pero ellos se esforzaban en hacerme sentir así. Como si respirar su mismo aire fuera un delito.
“No pertenezco aquí.”
Otra vez ese pensamiento, y esta vez no tenía ni fuerzas para discutirle a mi cabeza.
Terminé de comer en silencio, con las manos frías y el corazón un poco más pesado. Me preguntaba cuánto tiempo más podría aguantar. Me recordé a mí mismo por qué estaba ahí. “Por mi futuro”, como decían todos.
¿Pero a qué costo?
Me quité los audífonos y me quedé simplemente mirando el cielo. Estaba despejándose un poco.
Tal vez, solo tal vez, no todo iba a estar mal.
Pero era demasiado pronto para saberlo.
El timbre sonó y con el mi "paz" se esfumó. Guardé la botella vacía en la mochila, me coloqué los audífonos y me levanté con algo de desgano. Ya había sobrevivido la clase de historia canadiense—más por suerte que por otra cosa—, ahora venía la siguiente. Según mi horario: Historia universal.
Regresé al edificio principal mientras todos los pasillos se volvían una avalancha de estudiantes. Algunos corrían, otros reían como si todo les importara poco. A mí, por ahora, solo me importaba pasar desapercibido.
Llegué al aula y vi a varios estudiantes ya sentados, la mayoría en grupos. Algunos me miraron apenas crucé la puerta. Otros simplemente ignoraron mi presencia como si no existiera, aunque al pasar por su lado, escuché un susurro muy claro: —Mira, el becado otra vez. Seguro la beca solo se la dieron por meta lastima” —soltó una chica con un tono burlón, arrancando risas de los que estaban a su lado.
Intenté no voltear, pero mis pasos se hicieron más pesados. Me senté en una esquina del salón, lejos de todos, junto a una de las ventanas. Siempre elegía las ventanas. Al menos podía ver el cielo y fingir que estaba en otro lugar.
La profesora llegó poco después. Era joven, de unos treinta y tantos, con una carpeta bajo el brazo y una mirada que parecía amable a primera vista y, sorpresivamente… lo era.
—Buenos días. Soy la profesora Torres. Espero que hayan hecho las lecturas del módulo uno, porque hoy comenzamos con la Revolución Francesa —dijo, sin perder el ritmo—. Antes de iniciar, ¿tenemos algún nuevo rostro?
Algunos giraron a verme. Sentí sus miradas clavadas como agujas. Levanté la mano apenas, sin decir nada.
—Ah, tú debes ser Ethan, ¿cierto? Bienvenido. Espero que te acostumbres rápido, hijo.
—Gracias... —respondí en voz baja.
A lo largo de la clase, traté de mantenerme atento, aunque era complicado. Cada vez que participaba alguien más, los demás reaccionaban con interés. Si yo escribía algo o intentaba tomar apuntes, notaba cómo algunos cuchicheaban y se reían, como si fuera ridículo que un “becado” estuviera allí, esforzándose.
En un momento, la profesora hizo una pregunta al aire:
—¿Qué causó el estallido social previo a la Revolución Francesa?
Nadie respondió. Silencio total.
Esperé unos segundos y, dudando, levanté la mano.
La profesora sonrió levemente. —Adelante, Ethan.
—Eh... el hambre y las condiciones precarias en las que vivía el pueblo, sumado al abuso de poder de la nobleza —dije, sin mirar a nadie.
—Correcto. Buena respuesta.
Pero apenas bajé la mano, escuché una voz desde el fondo:
—Wow, claro que el hambre lo sabe bien… lo vive todos los días.
Las risas no tardaron. No sabía quién lo había dicho. Tal vez no quería saberlo.
Pero entonces la profesora Torres alzó la voz, firme y sin dudar:
—¡Eso estuvo completamente fuera de lugar! —miró en dirección al grupo, su expresión amable ahora endurecida—. Aquí no toleraremos ese tipo de comentarios. Si tienen algo que aportar, que sea con respeto. ¿Está claro?
El aula quedó en silencio por un instante. Nadie respondió. Nadie se rió más.
Por primera vez, un profesor me había defendido. Me tomó por sorpresa. Sentí algo en el pecho… algo parecido a alivio.
La clase continuó como si nada, pero yo ya estaba diferente. No invisible, no del todo solo. Aunque el golpe ya estaba dado, esta vez no me había quedado callado yo… pero alguien sí lo había hecho por mí.
Una hora después, la clase terminó. Salí lo más rápido que pude. Ya no quedaban materias por hoy, y sinceramente, tampoco me quedaban ganas de seguir.
La campana sonó con un eco casi liberador. Guardé mis cosas con rapidez, deseando salir antes de que alguien más soltara otra de esas frases que se clavan en la espalda como cuchillos.
—Ethan —dijo una voz suave, pero firme.
Me detuve.
La profesora Torres estaba organizando sus papeles en el escritorio, pero me había llamado sin siquiera alzar la vista. Dudé un segundo, luego me acerqué.
—Sí… —dije casi en un susurro.
Esperó a que el aula se vaciara. Solo entonces levantó la mirada.
—¿Estás bien?
Parpadeé, confundido. Nadie me preguntaba eso desde hacía horas. Tal vez desde ayer.
—Sí… bueno, estoy acostumbrado.
Ella frunció el ceño, como si esa respuesta le supiera amarga.
—No deberías estarlo.
Guardó su carpeta, cruzó los brazos y se apoyó en el escritorio.
—Escucha, sé que no debe ser fácil entrar aquí con una beca. Sé que este lugar tiene una forma muy… elegante de esconder su arrogancia detrás de los uniformes caros y los apellidos largos —dijo, y por un segundo, juraría que hablaba desde su propia experiencia—. Pero no estás aquí por casualidad. Te lo ganaste. Y lo que hiciste hoy —participar, responder, resistir— vale más que mil comentarios estúpidos.
Me quedé en silencio. No sabía qué decir. Nadie me había hablado así. No desde que llegué. No con tanta sinceridad.
—Gracias —murmuré, bajando la mirada.
—No dejes que te apaguen —añadió—. Este lugar ya tiene suficiente gente gris. Tú no viniste aquí para volverte uno más.
Asentí. Y por primera vez en el día, sentí que alguien me había visto realmente.
—Pasa por mi aula si necesitas algo —dijo antes de volver a sus papeles—. O si solo quieres un lugar donde sentarte sin que te molesten.
Salí del aula con una extraña mezcla de emociones. Alivio. Tristeza. Fuerza.
Y tal vez… esperanza.
Salí del aula con el estómago un poco revuelto y la cabeza llena. Las palabras de la profesora Torres daban vueltas en mi mente como si trataran de anclarme a algo más firme que el rechazo de todos los demás.
El pasillo ya estaba casi vacío. Solo algunos estudiantes pasaban, y aunque no decían nada, sus miradas seguían pesando. Miradas que decían “no eres de aquí”, sin necesidad de palabras.
Tenía tiempo libre antes de la entrega de mi dormitorio, así que decidí caminar un poco por ahí sin rumbo alguno.
Recorrí un pequeño pasillo que conectaba con los jardines traseros del colegio. Allí, lejos del ruido y del bullicio, descubrí un rincón tranquilo con árboles altos, bancos de piedra y una pequeña estatua desgastada por el tiempo. Nadie parecía ir por ahí, parecía bastante antiguo y sobretodo muy lindo.
Me senté en uno de los bancos apreciando lo linda que se veía aquella estatua a pesar de lo antigua y desgastada que estaba.
Saqué una libreta. No tenía nada especial, solo algunas hojas rayadas, algunos dibujos algunas frases, escribir era una de las pocas cosas que me ayudaban a soltar el peso de la cabeza. Comencé a anotar todo: lo que había pasado en clase, la burla, las palabras de la profesora, el comedor lleno, los rostros de los que me miraban como si estorbara.
Y al final, sin pensarlo mucho, escribí:
> “Quizás no pertenezca aquí. Pero tampoco pienso rendirme.”
Guardé la libreta. El sol comenzaba a bajar y el aire se enfriaba un poco, sabia que tenía que ir a buscar la llave de mi habitación, pero me quedé un rato más ahí, sentado. Callado. Respirando.
Tal vez no tenía amigos. Tal vez no tenía dinero. Tal vez no tenía a nadie aquí.
Pero aún tenía algo.
Y eso, por ahora, sería suficiente.
Cuando decidí levantarme de aquel banco escuché mi nombre por uno de los muchos parlantes que había al rededor del campus diciendo que fuera a administración a recoger la llave de mi habitación.
Caminé hacía allí mas perdido que otra cosa porque el campus era realmente enorme y en cualquier momento te podrías perder sin darte cuenta.
Después de unos cuantos minutos dando vueltas por todos lados como loco por fin logré llegar.
Al pie de la puerta estaba una señorita que probablemente era del personal administrativo
—estuve apunto de salir a buscarte— dijo con un tono de molestia
—Lo siento… me perdí un poco —respondí, bajando la mirada mientras me rascaba la nuca.
—Bueno, supongo que es normal el primer día —suspiró, dándose la vuelta—. Sígueme, tu llave está en el archivo.
Entramos a un edificio frío, con luces blancas y paredes llenas de tablones con horarios, normas y mapas del campus aunque claro.. eso no quitaba lo exageradamente sofisticado que se veía.
La señorita sacó una carpeta del estante, hojeó unos papeles con rapidez y me extendió una pequeña llave plateada con un llavero que tenía grabado: Ala C - Piso 2 - Hab. 12
—Tu dormitorio está en la zona este. Es uno individual, pequeño, pero funcional. No tienes compañeros —aclaró mientras me entregaba un pequeño folleto con instrucciones y un mapa—. Tienes que firmar aquí.
Tomé el bolígrafo y firmé en silencio sin protestar.
—Tienes hasta las ocho para instalarte. Mañana vendrán a inspeccionar que todo esté en orden. ¿Dudas?
Negué con la cabeza.
—Entonces, suerte —dijo con tono seco, volviendo a sus papeles.
Salí de la oficina con la llave en la mano, mirándola como si fuera un trofeo… o una advertencia. Tal vez ambas cosas.
Seguí el mapa con cuidado, cruzando jardines y pasillos que ya me resultaban menos intimidantes que por la mañana. Cuando por fin llegué al edificio marcado como "Ala C", subí por unas escaleras algo oxidadas hasta el segundo piso. Frente a la puerta número 12, me detuve unos segundos.
Puse la llave en la cerradura. Giró con facilidad.
El interior era pequeño, pero suficiente: una cama individual, un escritorio junto a la ventana, un pequeño armario y una estantería vacía. Todo olía a cerrado, como si nadie hubiera estado allí en mucho tiempo.
Solté mi mochila en el suelo y me senté en la orilla de la cama. Por la ventana, el cielo ya estaba pintado de tonos naranja y azul oscuro.
Era oficial. Este sería mi nuevo hogar.
No sabía por cuánto tiempo, ni si lograría encajar aquí,
pero por ahora… al menos tenía una puerta que cerrar...