La tarde avanzaba como si el sol se negara a caer. El aula del club de música vibraba con las notas de un bajo afinado con precisión quirúrgica. Kenji tocaba una línea melódica de fondo mientras Ishikawa, sentado en la batería, mantenía un ritmo ligero. Iura improvisaba con la guitarra, dejándose llevar por el vaivén de las emociones, sin seguir ninguna partitura, sólo los impulsos del momento.
—Ey, esto suena bien —murmuró Iura, deteniéndose para mirar a los otros dos—. ¿Le metemos letra o la dejamos instrumental?
Kenji deslizó los dedos por las cuerdas como si las conociera de toda la vida. No respondió de inmediato. Su mirada estaba fija en un punto indeterminado, perdida en algún lugar entre la música y sus pensamientos. Ishikawa lo notó.
—Kenji… ¿todo bien?
—Sí. Solo pensaba en algo que dijo mi mamá esta mañana —respondió, rompiendo el ritmo como si esas palabras hubieran desentonado en la melodía perfecta.
Iura alzó una ceja. —¿Te retó?
Kenji esbozó una sonrisa leve. —No exactamente. Me preguntó si alguna vez me permito simplemente... ser. No intentar ser el mejor hermano, ni el mejor estudiante, ni el chico ideal. Solo ser yo.
El silencio se instaló por unos segundos.
—¿Y qué respondiste? —preguntó Ishikawa, más serio de lo habitual.
—Que no lo sé.
Las baquetas de Ishikawa repicaron con suavidad contra el aro del tambor. Kenji suspiró, dejando el bajo a un lado. Sabía que esa pregunta lo había seguido durante días. Desde el pequeño encuentro con su madre en la cocina, cada gesto, cada mirada, cada palabra parecía tener una segunda capa que no podía ignorar.
—Tal vez por eso estás tan metido en esto —dijo Iura, señalando los instrumentos—. En la banda. Aquí no tienes que demostrarle nada a nadie. Solo tocar.
Kenji lo miró, agradecido, pero no respondió. En parte porque no quería aceptar lo cierto que era, y en parte porque en ese momento, la puerta del aula se abrió de golpe.
—¡Lo sabía! ¡Estás aquí! —Sawada irrumpió, con el uniforme ligeramente desordenado, el flequillo cubriéndole media cara, la respiración agitada.
Kenji arqueó una ceja. —¿Todo bien?
—¡No está bien! ¡Sota desapareció!
Los tres chicos se pusieron de pie casi al mismo tiempo.
—¿Desapareció? —preguntó Ishikawa.
—Estábamos en el patio. Le dije que me esperara mientras buscaba mis audífonos. Cuando regresé, ya no estaba. No está en la enfermería ni en la entrada. Ni siquiera en la sala de profesores. ¡Y tú eres su hermano mayor, así que haz algo!
Kenji tomó su mochila sin pensarlo y salió corriendo sin decir una palabra. Sawada lo siguió, e Iura e Ishikawa detrás.
El edificio de primaria se alzaba al otro lado del campus, separado por una verja baja y una caseta de vigilancia sin guardia. Kenji trepó por el pequeño muro sin detenerse, aterrizando con una fluidez que casi parecía coreografiada. Los demás llegaron segundos después.
—¿Sota tiene algún lugar donde se esconda cuando está molesto? —preguntó Kenji.
—No parecía molesto, solo me dijo que me esperaría… —Sawada miró al suelo—. No pensé que se iría.
Kenji respiró hondo. A pesar del impulso de señalar el descuido, optó por algo más sensato.
—No es tu culpa. Vamos a buscarlo.
El grupo se dividió. Kenji fue directo al aula vacía donde Sota solía jugar después de clases. No estaba. Fue al pequeño huerto donde Kyoko a veces lo llevaba a recoger plantas para experimentos escolares. Nada. Finalmente, su instinto lo guió al único lugar que había notado recientemente: un pequeño almacén detrás del gimnasio, donde una vez Sota había dicho que encontraba “paz” porque nadie pasaba por allí.
Y allí estaba.
Sentado, con los codos sobre las rodillas, mirando el suelo como si se hubiera detenido el tiempo. Kenji se acercó sin hacer ruido y se acuclilló frente a él.
—¿Por qué viniste aquí?
Sota no levantó la mirada. —Porque pensé que me habías olvidado.
Kenji frunció el ceño. —¿Qué?
—Estás todo el tiempo ocupado. Con la música. Con los amigos. Con Kyoko. Con todo. Y yo solo… quería estar contigo hoy. Pero no viniste.
Kenji sintió un nudo en el estómago. No porque las palabras fueran duras, sino porque tenían razón. Lo abrazó de inmediato, apretando con una fuerza que no usaba con nadie más.
—Nunca te olvidaría. Y si lo pareció… lo siento. A veces intento ser tantas cosas, que olvido lo más importante.
—¿Qué es lo más importante?
Kenji sonrió. —Tú.
De regreso, Sawada los vio desde la distancia. Apretó los puños al ver el abrazo. No era celos. O sí, pero no del tipo que creía. Era una añoranza profunda. Una vez, ella también había querido un hermano que la abrazara así. O alguien que la mirara con la misma calidez con la que Kenji miraba a Sota.
Esa noche, el grupo se quedó en casa de los Hori. La cena fue sencilla: arroz, curry y té. Sota se sentó junto a Kenji, como si no quisiera soltarlo nunca más. Kyoko les lanzó una mirada a ambos, mitad divertida, mitad enternecida.
—No lo vas a dejar ni para ir al baño, ¿cierto?
—No —respondió Sota con orgullo.
Kenji rió. —Tendré que llevarlo en la mochila.
En la sala, después de lavar los platos, Sawada se quedó sentada, observando cómo los tres hermanos bromeaban. Kenji era como un centro de gravedad para todos. Kyoko se apoyaba en él, Sota orbitaba a su alrededor, y hasta Miyamura, que había llegado un poco después, parecía más relajado cerca suyo.
—¿Quieres té? —preguntó Kenji, acercándose.
—¿Eh? —parpadeó—. Ah, sí… gracias.
Tomó la taza sin decir más. Lo observó alejarse. No era justo. No era justo que alguien pudiera ser así de completo. Y, sin embargo, no podía evitar mirarlo.
Cuando se fue, susurró:
—Eres el tipo de persona que hace que los demás quieran ser mejores.
No sabía si lo había escuchado, pero Kenji se detuvo por una fracción de segundo antes de cerrar la puerta del comedor.
Y sonrió.