Año imperial 1175 la era de la paz
Desde
que tengo memoria, siempre fui un niño “normal”. Incluso mis sueños eran
“normales”. Y lo peor es que yo creía que eso era ser especial.
Durante
años caminé con la frente en alto creyendo que tenía un propósito, que mi
estigma era prueba de ello. Y como es habitual, los demás también lo creyeron.
El estigma... esa maldición con forma de marca, grabada en el alma. ¿De dónde
viene? ¿Es parte del poder, o simplemente una imposición divina que los humanos
aceptamos sin pensar? Supongo que solo estoy divagando. Pero ahora, encerrado
en esta jaula hecha de huesos ajenos, ya no me quedan muchas cosas en qué
pensar.
Los
Scrolls salvajes me miran sin hostilidad. Me han confundido con uno de ellos.
Tal vez sea por mi piel pálida. Tal vez por mi estatura. El motivo no importa;
lo esencial es que no me han matado. Aunque no me permiten salir. He oído que
estas criaturas son incapaces de razonar, pero... ¿es eso cierto? Si se les
enseña, ¿no podrían aprender? Después de todo, son de vida corta como nosotros.
Compartimos origen. Compartimos el mismo Dios.
Recuerdo
que en la academia leí sobre una tribu de Scrolls civilizados, guardianes del
conocimiento. Eran sabios, políglotas, contadores de historias... jamás dudé de
esa información. Pero es difícil creerlo ahora que tengo frente a mí a estos
salvajes que gruñen como bestias y mastican la carne cruda de mis compañeros.
¿Cómo pueden tener alguna conexión con esa tribu ilustrada?
El
líder se acerca.
Sabe
que no soy uno de ellos. Lo veo en sus ojos. En su mirada de animal que huele
lo ajeno. Estoy convencido de que me va a matar. Se detiene frente a la jaula.
Está tan cerca que puedo sentir su aliento rancio, húmedo, podrido. No siento
miedo. Solo vacío.
Con su
mano izquierda abre la jaula. Uno de sus tentáculos de su brazo derecho agarra
un brazo ensangrentado. Es el brazo de mi hermano. Me lo extiende. Sé lo que me
está ofreciendo. Lo sé. Pero en lugar de rechazarlo o gritar, lo tomo. No para
comerlo. Lo tomo para tenerlo cerca. Para no olvidar su tacto. Esa noche no
comí. Ni bebí. Solo abracé el recuerdo.
Pasaron
días, o semanas. No lo sé con certeza. Los Scrolls se detuvieron frente a una
cueva. Era su nido. Había muchas hembras. Era la primera vez que los veía
reunidos así. De su interior salieron otros, más pequeños, más delgados...
debían ser los jóvenes.
Me
sacaron de la jaula. Me vieron. Vieron mi cuerpo demacrado. Vieron que el brazo
en la jaula estaba intacto. Incluso estas bestias entendieron que no había
comido. Ni bebido.
Me
arrastraron al interior de la cueva junto a los cadáveres no devorados.
Mientras me movían, traté de memorizar el camino: cuántas curvas, cuántas
bifurcaciones, dónde estaba la salida. Pero luego me detuve.
¿Para
qué?
¿Por
qué intento sobrevivir?
No lo
merezco. Mi alma me lo grita.
Esta
tragedia es culpa mía. Yo les prometí que valía la pena escalar la Escalera del
Paraíso. Yo los convencí. Les vendí un sueño.
Y
Klavos… él era una invocación débil. Podía controlar a dos o tres personas con
el vapor que exhalaba, pero ni siquiera había hecho un voto. Solo confió en mí.
En mi fe ciega. En mi arrogancia.
Yo los
arrastré aquí.
Y yo
los maté.
Durante
días permanecí en otra jaula, más oscura, más profunda. Sin saber cuánto tiempo
pasaba. No había luz solar, solo el resplandor débil de cristales enterrados en
las paredes. ¿Una mina? Tal vez. Pero eso no importaba. Nada importaba ya. No
comí. No bebí. Solo me dejé marchitar.
Entonces
soñé.
¿Fue un
sueño? ¿O un recuerdo?
Mi
hermano estaba ahí. Todos estaban ahí. Vivos. Sentados alrededor de una fogata.
Esperando el amanecer.
“Te
dejamos el resto a ti, hermanito”, me dijo él.
Me
desperté llorando. Como un niño. Y entonces entendí.
—Perdón,
hermano —murmuré, mientras las lágrimas me nublaban la vista—. Creí que morir
era lo mejor para mí… pero no puedo morir. No así. No sin cumplir tu sueño. No
sin ver el Paraíso con ustedes.
Me tragué la carne cruda. No sé de qué criatura era. ¿Humanos? ¿Scrolls? No
importa. Bebí agua lodosa. Y esperé. Esperé mi oportunidad.