Pasados varios meses en esa misma tónica de coquetería por debajo de la mesa, mientras se acercaba la gran fecha de la fiesta de quinceañera, ya mi paciencia se me estaba yendo a los pies esperando que pasara lo que ya todas mis compañeras habían experimentado, y que yo estuve a punto de vivir en ese muro de mi casa. Pero para mi pesar, ese día me enteré —en medio de la fiesta— que ese hombre que me tenía como gelatina, con ese vaivén de emociones, tenía una bellísima novia con la cual llevaba ya varios años.
Quise pensar, después de que mi corazón se rompiera en mil pedazos esa noche, que esa había sido la razón por la cual no se había atrevido a besarme; trataba de evitar arrebatarme mi primer beso, sabiendo que no podíamos avanzar de ahí. Sí, ese hombre evitó que me convirtiera en “la otra” sin querer, y por eso le estaba eternamente agradecida. En cada libro que leía, “la otra” siempre era un ser cruel, una mujer manipuladora y sin escrúpulos que se metía en relaciones con el único fin de quedarse con el hombre y hacer sufrir y llorar a la protagonista. Obviamente, yo no quería ser así. Con cierta tristeza decidí no volver a verlo y enfocarme en lo que realmente se me daba bien: estudios y libros.
Pasaron tres años desde la última vez que había sentido algo por un hombre, al menos de manera involuntaria. Ya estaba en el último año del bachillerato, preparándome para las prácticas empresariales a las que nos sometían con el fin de experimentar lo que se sentiría estar en un trabajo con exigencias reales. Para mi agrado, pude conseguir las prácticas en otra institución, lo cual me hacía sentir, de cierta manera, como en casa.
Allí no podíamos utilizar ropa particular, debíamos usar uniforme. Pero debo admitir que eso no me molestaba, ya que —al contrario de muchas compañeras— mi uniforme no estaba modificado al punto de parecer sacado de una película para adultos. ¡No! El mío tenía el largo adecuado, hasta la rodilla, y mi pechera siempre estaba donde pertenecía: el pecho, no bajo la falda generando otros efectos visuales.
En esa institución tuve la oportunidad de distinguir a un profesor que era abogado. Hablar con él durante los recesos era el momento que más esperaba en el día. Me sentía atraída por su maravilloso cerebro; con su elocuencia podía conversar durante horas. Aunque yo no tenía sus conocimientos avanzados, escuchaba mis opiniones, las respetaba e incluso me corregía de forma amable cuando consideraba que mi percepción era errónea.
En una de tantas conversaciones, comenzamos a hablar ya no de política, problemas legales o vida escolar, sino de temas más personales: su vida, mi vida, mis aspiraciones. Llegué a esperar ansiosa cada salida del colegio para ir a cumplir mis prácticas y tener la oportunidad de seguir conociendo a ese hombre que me tenía maravillada. Y debo aclarar que no era por su físico: era un hombre común, nada en su apariencia generaba un impacto inmediato. Pero su forma de hablar, de expresarse y de mostrar interés genuino al escucharte como si fueras lo más importante del mundo… eso no tenía precio. Ok, probablemente lo había desarrollado gracias a su profesión, pero era un talento natural. Como decimos en mi país: “Tenía un no sé qué, en un no sé dónde… pero me tenía completamente loca”.
Faltaba muy poco para terminar las clases y, por tanto, las prácticas. Ese día decidí ir un poco más arreglada de lo habitual. Quería que las últimas impresiones que el abogado tuviera de mí, fueran esas.
—Hola, buenas tardes —dije sonriendo mientras me colocaba frente a su escritorio, nuestro lugar habitual de conversación durante los descansos.
—¡Holaaa! —respondió alargando la última vocal, levantando la vista para mirarme. La verdad, seguía con uniforme, pero me había maquillado un poco, cosa que nunca hacía. Además, me había puesto un brillo de labios con aroma y sabor a fresa, delicioso (sí, lo probé, era imposible no hacerlo; no sé cómo lo preparaban, pero era un gusto culposo porque me lo comía sin querer, lamiéndome los labios). También me había soltado el cabello, algo poco habitual para mí.
—Estás preciosa —me dijo, como si se le hubiera escapado, bajando rápidamente la cabeza. Aun así, noté cómo se sonrojaba por su comentario—. Ya sabes, lo digo con el debido respeto.
—Lo sé… gracias por decírmelo. Digo… sé que lo dices con respeto —respondí, riéndome nerviosa. ¿De dónde había salido esa risa tonta? ¡Concéntrate! Es un hombre, no seas una niña—. Pero te agradezco mucho que me lo digas, no suelo recibir muchos halagos, la verdad —agregué.
Él me miró con cierta sorpresa.
—¿Cómo es posible? Si eres preciosa hasta con uniforme, no me imagino cómo te verías sin él —se corrigió enseguida, bajando la cabeza y cubriéndose el rostro con las manos, evidentemente avergonzado—. Me refiero a con ropa particular, no malinterpretes, no es lo que quise decir.
—Te entendí desde el inicio —respondí divertida, entendiendo su vergüenza. Esa frase había sonado con doble sentido, pero se lo perdoné—. Eres el único que me ha dicho algo tan bonito sin un ápice de morbo, así que gracias —comenté mientras entrelazaba nerviosa mis dedos.
—¿Y tu novio? ¿No te dice lo hermosa que eres? —me preguntó, mirándome con cierta esperanza en la expresión.
—La verdad… no tengo —respondí, y de inmediato él formuló otra pregunta.
—¿Y el anterior?
—La verdad… y evitando que preguntes por el anterior del anterior… nunca he tenido novio, ni siquiera he dado mi primer beso —reí nerviosa—. ¡Dios mío! ¿Qué acabo de decir? ¡Tierra, trágame y escúpeme en Timbuktú!
Él me miró sorprendido y sonrió, pero no supe interpretar su expresión. Quise retirarme rápido, pero cuando intenté hacerlo, me sostuvo del brazo.
—Hoy salen temprano los estudiantes, de hecho, ya sonó la campana mientras hablábamos y seguramente ya se han ido. ¿Me acompañas a mi salón a ordenar las sillas?
—Sí, claro —acepté, aunque sonó más a excusa que a petición. Su agarre en mi brazo no se soltaba y me seguía mirando, mientras mi corazón palpitaba tan fuerte que lo sentía retumbar en mis oídos.
Su mano bajó de mi brazo hasta mi palma, entrelazando sus dedos con los míos mientras me guiaba hasta su salón. Caminamos en silencio, sujeta de su mano, y eso me ponía más nerviosa.
—Pasa —me indicó.
Entré y noté que todo estaba perfectamente ordenado. Me giré para decírselo y quedamos frente a frente. Él me tomó de la cintura y apoyó su frente contra la mía. En ese instante, un miedo inesperado me inundó el pecho. Sabía que él no me haría daño, que me gustaba, pero una parte de mí temblaba (quizá era un recuerdo bloqueado, algo que tenía relación con mi infancia).
—Déjame ser tu primer beso —susurró.
—¿Eh? —mi corazón martillaba con tanta fuerza que sentí que me desmayaría si no fuera porque me sostenía de la cintura. Él, un hombre brillante, educado, seguro… me pedía permiso para besarme. Lo miré a los ojos y vi en ellos la esperanza, así que asentí, casi por instinto.
Sus manos subieron lentamente desde mi cintura hasta mi rostro, sin rozar mis pechos, y me tomó con suavidad. Con sus pulgares acarició mis mejillas de manera dulce y gentil. Quise relajarme, quería que pasara… realmente lo deseaba, pero cuando lo vi acercarse a mis labios, bajé la mirada.
—Lo siento… no… no puedo —susurré casi sin voz. Él, aún sosteniéndome el rostro, me besó en la frente. Se quedó unos instantes acariciando mis mejillas mientras yo tenía las manos apoyadas en su pecho.
—No lo sientas. Si aún no estás preparada, nadie debe obligarte —respondió, soltándome con dulzura.
Me puse de puntillas, le di un beso en la mejilla y me marché.
Muy a mi pesar, al día siguiente lo enviaron de viaje y terminé mis prácticas una semana después. No volvimos a vernos.
Ojalá hubiera grabado sus palabras ese día. Quizá habría entendido antes que cuando alguien dice “nadie debe obligarte a hacer algo que no quieras”, también se refería a mí misma.