Capítulo 4 – El Chico Del Mensaje Invisible

No sé si la vida es una cadena de casualidades o si simplemente hay personas destinadas a pasar brevemente en nuestro camino para dejarnos una huella suave, pero imborrable. Tenía apenas diecisiete años, acababa de empezar la universidad, estaba en esos primeros semestres donde todo es novedad, donde apenas aprendes a moverte en un mundo que se siente demasiado grande para ti.

En aquel tiempo, recibíamos unas clases particulares en una institución bastante conocida de la ciudad. Recuerdo que, una vez terminada la jornada, decidí ir a una sala de internet. Eran otros tiempos. Facebook recién aparecía, y lo más común era tener cuentas en Hi5 o Messenger. Era la época donde la forma de socializar era mucho más sencilla, mucho más pura, o al menos así lo sentía yo. La tecnología tenía un toque de misterio, y nosotros aún éramos ingenuos ante ella.

Estaba en una de esas cabinas viejas, navegando entre redes y correos cuando, de repente, me apareció un mensaje emergente en la pantalla:

“Eres hermosa, si me permites decirlo.”

Me congelé. Literalmente me quedé sin aire unos segundos. ¿Quién era? ¿Cómo había llegado ese mensaje ahí? No era una notificación de Facebook, no era Hi5, tampoco era un correo… Era un mensaje directo en la pantalla, como esos mensajes internos que salen cuando el administrador del ciber quiere llamarte la atención.

No supe cómo reaccionar. Me sentí invadida, pero también halagada. La curiosidad pudo más que el miedo, así que respondí. Mi respuesta fue breve, más por desconcierto que por otra cosa, pero él siguió escribiendo. Me dijo que era el chico que atendía el lugar y que, desde que entré, no había podido dejar de mirarme. Que le parecía linda y que tenía algo especial. Lo admito: mi curiosidad fue creciendo, pero no por el halago, sino porque me intrigaba cómo alguien podía tener ese tipo de control sobre los sistemas para hacer que un mensaje llegara así, sin redes sociales, sin contactos previos.

Lo que comenzó con una simple frase terminó en casi tres horas de conversación. Hablamos de todo un poco: de música, de películas, de la universidad, incluso de cosas sin sentido. No supe en qué momento, pero terminé dándole mi número de celular. Hasta hoy me sigo preguntando si fue un acto impulsivo o si, sencillamente, me dejé llevar por la sensación de sentirme especial para alguien.

A partir de ese día, empezaron los mensajes. Me escribía por correo electrónico, me enviaba frases, canciones, incluso pequeños textos que aún conservo. Tengo una carpeta en mi correo con su nombre. Ahí están, intactos, como pequeños recuerdos de una etapa que jamás se repitió.

Recuerdo uno en especial, lleno de palabras dulces y promesas inocentes. Decía:

"Hola princesa, la verdad no sé si te interese lo que voy a escribir, pero quería decirte que no te he dejado de pensar ni un solo instante. No sé qué me pasa, pero te pienso demasiado. Yo creo que es mucho para una mujer que no hace mucho conocí. No sé hasta dónde iremos a llegar, pero yo sí quisiera que fuera lo suficiente para disfrutar de tu amor. Solo te quiero regalar estas palabras, es de una canción, pero te las quiero regalar..."

Sus correos eran largos, llenos de frases que quizás sonaban cursis para cualquier otra persona, pero que para mí, con diecisiete años y un corazón lleno de anhelos, eran caricias al alma. A veces me escribía de madrugada. Otras veces se disculpaba por no escribir antes, y me hablaba de sus días, de sus sueños, de cómo se imaginaba una vida conmigo, aunque apenas nos conocíamos.

Solo una vez acepté verlo. Fue en una cancha del barrio, al aire libre, sin compromisos, sin expectativas. Cuando llegué, lo vi allí, nervioso, moviéndose de un lado a otro, con las manos en los bolsillos y una sonrisa tímida que apenas podía sostener. Era un muchacho, no mucho mayor que yo, con un aire de nobleza en la mirada que me desarmó. Caminé hacia él y él apenas levantó la vista. Nos saludamos, nos sentamos un rato a hablar de cualquier cosa. Se notaba incómodo, no porque fuera grosero, sino porque realmente estaba nervioso. Sus manos sudaban, estaban frías y temblaban levemente cada vez que las movía.

No hubo besos, no hubo abrazos prolongados. Lo máximo que pasó fue que me sostuvo las manos por varios minutos y me miró con una ternura que no había sentido antes. Me pidió disculpas… no sé bien por qué, quizá por sus nervios o por sentirse torpe. Su cara se sonrojaba, sus palabras se entrecortaban y yo… yo no supe qué hacer.

A veces me pregunto por qué no le di un beso a él. Por qué no correspondí a esa dulzura, por qué dejé que esa historia quedara inconclusa. Nunca volví a verlo, nunca más volvimos a coincidir. Los mensajes fueron apagándose con el tiempo, la vida siguió, otras personas llegaron, otras experiencias llenaron mis días… pero en alguna carpeta perdida de mi correo, aún están sus palabras, sus textos ingenuos, sus declaraciones de un amor que apenas nació y murió en la inocencia.

Hoy que lo recuerdo, me doy cuenta de que no todas las historias tienen que terminar con un final apasionado o desgarrador. Algunas simplemente quedan ahí, flotando como un susurro, como un breve encuentro que te hizo sonreír… y eso también es válido.