Capítulo 8

Una vez que Antón salió de la mansión, ella se levantó a preparar su desayuno, puesto que el que tenía en la mesa estaba salado como para una vaca.

—¿No te han enseñado que la comida no se vota a la basura? —preguntó Gina con una sonrisa burlista. Alexa no dijo nada y continuó preparándose algo de comer. Al abrir la nevera, Gina sostuvo la puerta del refrigerador y le impidió abrirlo.

—¿Me puedes dar permiso? —pidió Alexa con mucha educación y sensibilidad.

—No lo haré. Acabas de botar tu desayuno y esperas sacar más del refri; no lo permitiré.

—¿Sabes que estaba salado? Nadie podría comerlo —replicó Alexa con debilidad.

—No me interesa. Tengo órdenes estrictas de no dejarte hacer lo que te dé la gana.

Mientras discutía con Gina, por qué en realidad tenía hambre, los pasos de alguien se escucharon.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó Ana a la vez que acomodaba su cartera sobre el mostrador.

—Señorita Ana, el joven Antón no se encuentra.

—¿Y por eso abusas de su esposa? —gruñó Ana, muy enojada al ver a la empleada recostada sobre el refrigerador.

—Señorita Ana, usted no...

—Cállate, no seas igualada. Debes saber cuál es tu lugar en esta casa. Tú eres la empleada y ella su esposa —gruñó molesta.

—Sí, claro, y usted su amante —replicó Gina sonriente.

—¿Cómo te atreves? Esto lo sabrá Antón.

—No se preocupe, señorita. Yo solo iba por una manzana, pero ya se me quitó el apetito —respondió Alexa para tratar de apaciguar las aguas.

Se alejó de la cocina; aunque moría de hambre, sabía que todo lo que esa empleada hacía era por órdenes de Antón. Ana torció los ojos a Gina y salió tras Alexa, quien caminaba con mucha pesadez.

—Sé que estás mintiendo —susurró Ana tras de Alexa—. ¿Dime, aún no desayunas?

—Sí, ya lo hice.

—Ven, vamos, te invito a desayunar fuera —murmuró a la vez que la llevaba de la mano.

—Pero no puedo salir; él no me...

—Tú tranquila. Yo me arreglo de él.

Subieron al auto y salieron rumbo a una cafetería. Aunque Alexa era la esposa de Antón, a Ana le caía muy bien. Sabía que esa joven estaba en contra de su voluntad en aquella casa y, más aún, se había casado obligada.

Llegaron a una cafetería de la alta sociedad donde Alexa se sintió un bichito diminuto.

—Siéntate —murmuró Ana a la vez que le abría la silla.

Alexa tomó asiento y, una vez que pasaron su plato, ella lo devoró como si no hubiera comido en un par de días.

—¿Le has dicho a Antón lo que Gina hace contigo?

Alexa sonrió con la pregunta de la hermosa mujer frente a ella. Decirle a su esposo sobre lo que la empleada hacía con ella. Definitivamente nunca lo haría. ¿Cómo si a él le importara lo que a ella le pasara?

—Solo cumple órdenes de él —replicó aun masticando lo poco que le quedaba.

—No creo que él haya dado esas órdenes.

Apenas Alexa había acabado de comer cuando sintió el apretón en su brazo. Con rapidez, volteó a ver al hombre que la sujetaba con fuerza y se encontró con la mirada desenfrenada de Antón.

—¿Cómo te atreves a salir de la hacienda?

—Antón, déjala; fui yo quien la sacó.

—Tú te callas —gruñó molesto, a la vez que jalaba a Alexa para que se levantara—. No vuelvas a regresar a casa —replicó con irritación a Ana.

Arrastró a Alexa hasta el auto y la empujó contra él. Él posó sus manos sobre el borde del auto y clavó su mirada directo a los ojos esmeralda de Alexa.

—No vuelvas a salir de casa sin mi consentimiento —rugió, apretando los labios contra sus dientes.

Estaban tan cerca que absorbían el mismo aire que soltaban; solo eran centímetros los que los separaban. Ella mantenía sus ojos abiertos como un girasol; su córnea empezó a eliminarse en un agua cristalina que opacó su visión. El nudo en su garganta sostenía las lágrimas que amenazaban con salir. Las reprimió con gran esfuerzo mientras le aterraba la forma en que él la miraba. En un segundo, presionó sus ojos para liberar las lágrimas que se habían estancado en ellos.

Lentamente, Antón fue cambiando su rostro. Se perdió en la mirada temerosa de Alexa y sintió apachurrado su corazón al ver esos ojos hermosos llorar. Cerró los suyos a la vez que suspiró profundo y, segundos después, se apartó de ella.

—Entra al auto —replicó de espaldas a ella.

Rápidamente, Alexa entró y se acomodó en el asiento trasero. Segundos después, Antón entró.

Alexa reprimió sus lágrimas lo más que pudo; sentía un nudo en su garganta. Su corazón se estaba ahogando con su propia sangre, que no podía circular por la tensión de estar cerca de Antón.

El silencio perduró entre ellos; solo se escuchaban los suspiros de ambos. Ella tenía la mirada perdida en las lejanas llanuras del hermoso paisaje. Él mantenía sus ojos cerrados con su cabeza recostada en el asiento; por alguna razón, su corazón se volvió loco mientras recordaba la cercanía en la que estuvo con Alexa.

—¡Damm! ¡Detente! —rugió.

Al detenerse el auto bajó y cerró la puerta. Luego, se acercó a su chófer y le dio las órdenes de llevar a su esposa a casa.

Alexa sintió un alivio profundo en el momento en que el auto se puso en marcha; dejó caer las lágrimas que había retenido. Deseaba poder lanzarse del auto y morir al caer.

Sintió burbujas en su corazón que hacían un nudo en su garganta; intentó ahogar el llanto, pero se hizo más fuerte. Damm la escuchó llorar y no pudo contener las lágrimas; dejó rodar una pequeña lágrima por el mentón y su corazón se agudizó.

—¿Desea que detenga el auto, señora? —preguntó con la voz quebrada.

—Sí, por favor —respondió ella en agonía. Se sentía tan triste; necesitaba el abrazo de su padre o su madre.

Al bajar del auto, Damm la abrazó y ella lloró con fuerzas sobre el hombre.

Una vez que se calmó, pusieron el auto en marcha. Al llegar a la mansión, encontró a Gina parada en la entrada con una sonrisa de oreja a oreja.

Alexa pasó corriendo a su habitación, donde se encerró y siguió con su llanto. Hace ya dos semanas que no veía a su madre; estaba encerrada en ese lugar como una prisionera.