Mientras la sujetaba con fuerza y la llevaba a rastras, escuchó una frágil voz de una mujer gritar el nombre de él.
—¡Antón! —detente —gritaba Cloe, que le había visto hace segundos atrás.
—Te están llamando —le dijo por si no había escuchado.
Él no dijo nada y siguió jalándole mientras la mujer tras ellos continuaba nombrándole. Cansada de su jaleo, Alexa se detuvo en seco, soltándose de su agarre.
—¿Qué haces? —preguntó molesto a la vez que la volvía a agarrar.
—Te están llamando, ¿por qué huyes? —le preguntó a la vez que se detenía y se volteaba a ver a la mujer de cabello corto que venía dando grandes zancadas para alcanzarlos.
—¿Sabes cuántos Antón hay en este mundo? —replicó a la vez que volvía a caminar.
—No lo sé. Al único que conozco es a ti —respondió ella mientras le seguía el paso.
Una vez que el auto negro se parqueó delante de ellos, se introdujeron en él y se perdieron de los ojos de la mujer.
—Buenas noches, señor Antón y señora —replicó el hombre vestido de negro.
—Buenas noches, Wilson —respondió él mientras bajaba el vidrio para tomar aire.
Ella también saludó, aunque no conocía al hombre.
De camino a la villa, ellos dos conversaban de cosas de trabajo; al parecer, Antón también era alguien importante en el archipiélago. Media hora después llegaron a una hermosa villa; no era enorme como la hacienda, pero al menos era la cuarta parte y estaba a la orilla del mar.
La noche ya había caído. Se introdujeron a la villa, donde lo primero que hicieron fue bañarse. Antón se encaminó hasta la habitación, sacó su terno con el que había salido de la capital; por completo olvidó que moriría de calor una vez que cruzara la sierra.
Una vez que se duchó, se sintió fresco. Salió de la ducha con la toalla colgando de sus hombros. Caminó con la cabeza agachada mientras secaba su cabello. Al fijarse en los pies de alguien sobre su cama, se llevó una fuerte impresión.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a la vez que cerraba la puerta.
—Dijiste que no vendrías y, sin embargo, vienes tomado de la mano con otra —reclamó muy molesta Cleo.
—No puedes estar aquí. ¡Márchate! —gruñó a la vez que le abría la enorme puerta de vidrio por donde había entrado.
—¿Es alguien importante para ti? —preguntó con lágrimas en sus ojos.
Antón entrecerró los ojos y no pudo decir nada, porque en realidad no sabía cómo explicar lo que estaba sintiendo por Alexa. Pronto tocaron la puerta y eso hizo acelerar el corazón de Antón. ¿Qué mierda le estaba pasando? se preguntaba a la vez que sentía miedo de que su esposa descubriera que había otra mujer dentro de la habitación donde dormirían juntos.
Al ver la cara roja de Antón, Cleo caminó a pasos rápidos y abrió la puerta. Antón tragó grueso al ver a las mujeres paradas en la puerta. Alexa abrió los ojos como girasol al ver en la habitación a aquella misma mujer que les venía siguiendo. Luego miró a Antón, que estaba solo en toalla.
—Lo siento —replicó a la vez que se retiraba—. No quise interrumpir.
—¿Quién eres? ¿Y qué eres para mí, Antón? —gruñó la mujer, dejando en claro lo que le pertenecía.
De espaldas a ella, Alexa suspiró y sintió cómo sus venas encendían la ira en su corazón. Apretando sus puños, tomó valor y replicó en tono terminante.
—Pregúntele a él —siempre delante su educación.
—Es mi esposa —se escuchó desde el fondo de la habitación.
Esas palabras cayeron como un balde de agua fría en el corazón de Cleo. Las lágrimas se desprendieron de sus pupilas y lloró sin vergüenza.
—¿Cuándo te casaste? —preguntó con la voz quebrada.
Alexa siguió su camino hasta la sala, dejando a la pareja que discutiera su relación. Al fin y al cabo, ella solo era un vientre alquilado para traer al mundo a una niña de ojos verdes.
—Ja… —sonrió con desgano. Ahora resultaba que uno tenía que parir los hijos como los pedían. Se preguntaba qué pasaría si llegase a tener un niño varón o si fuese niña y no sacara los ojos verdes que su suegra quería.
Expulsó esos pensamientos, porque aún ni intimaba con Antón y ya estaba pensando en cómo serían sus hijos. A diferencia de la capital, la empleada del archipiélago era amable y le atendía de lo más bien.
—Esta es la ropa que la señora Carlota dijo que se le compre.
Alexa miró los pijamas tan pequeños que la mitad de sus nalgas se quedarían al descubierto. Tragó grueso al pensar que eso era lo que tendría que usar. Se sonrojó un poco, porque ella siempre andaba cubierta desde el cuello hasta los pies; al vivir en la sierra, esa siempre fue su vestimenta.
—Puede usar la otra habitación mientras el joven habla con la señorita Cleo —murmuró la anciana.
—¿Le conoce? —preguntó un tanto asombrada.
—¿A la señorita Cleo? Sí. Ella ha venido un par de veces con el joven —respondió la anciana.
—Ah, ya veo porqué llegó hasta aquí —murmuró Alexa en voz baja.
Se encaminó hasta una de las habitaciones para bañar su cuerpo que había sudado todo el camino. Su suegra le había hecho viajar tal como estaba. Por medio camino quería sacarse todos los trapos que cargaba encima.
En la habitación de Antón, Cleo se impulsó hasta donde se encontraba el hombre recién duchado. Con sus ojos cenizos, le miró directo a los ojos mientras se colgaba del cuello.
—Antón, dime que todo esto es una broma. Por favor, dijiste que jamás te casarías, que seríamos una pareja todo el tiempo, aunque estuviéramos lejos —murmuró la mujer a la vez que se tragaba las lágrimas.
—Vete. Mañana iré hasta el hotel donde te estás quedando para hablarlo.
—No quiero irme —gruñó molesta la mujer.
—Lo nuestro no va más —gruñó Antón, ya enrojecido por el coraje que sentía.
No podía decirle a Cleo sobre su venganza; eso era algo familiar y solo lo sabían personas más allegadas a la familia. Además, tampoco tenía ganas de explicarle tales razones.
Minutos después salió y dio órdenes a su empleado de que retirara a la mujer de la villa y no le dejara entrar más.
—¿Dónde está mi esposa? —preguntó Antón, aún con su toalla envuelta en la cintura.
—Está en la habitación del fondo tomando una ducha —replicó la empleada.
Dicho esto, Antón se dirigió hasta la habitación, tocó la puerta débilmente, pero esta se abrió con facilidad, ya que no estaba cerrada.
Al encontrar la puerta del baño cerrada, se retiró de la habitación y se dirigió a la suya. Se vistió con una playera y una división ajustada a su cuerpo, donde se reflejaban sus brazos fuertes y su abdomen plano y cuadriculado.
Alexa se miraba al espejo y se veía una y otra vez el trasero. Más de las veces había visto chicas así, pero ella nunca se había atrevido a usar ese tipo de ropa.
Bajó a cenar con sus shorts cortos, dejando al descubierto sus largas y gruesas piernas. Llevaba puesta una blusa negra de licra ajustada a su cuerpo que reflejaba los medianos senos que posee y un abdomen plano, como si no tuviera estómago.
Al escuchar los pasos, Antón llevó la mirada hasta la joven y la observó desde los pies hasta la cabeza, sintiendo su corazón acelerarse a mil por hora. Se quedó mirándole y se perdió en esos ojos hermosos.
Ella también observó al hombre parado frente a ella; la ropa que carga le hacía ver joven, como lo reflejaban en sus papeles. Se veía tan guapo con su porte varonil y esos brazos gruesos que podían bien alzarla con solo un brazo.
—La cena está lista —respondió la anciana, interrumpiendo las miradas de ambos.
Él carraspeó su garganta y llevó la mirada hasta el comedor.
—Gracias, Rosa —replicó, aún con el corazón latiendo—. Vamos a la mesa —Gruñó, intentando construir nuevamente su pared de hielo.
La cual se desplomó al momento en que Alexa pasó delante de él dejando a su vista las nalgas que poseía. Los shorts eran tan cortos que apenas llegaban al borde de las nalgas. Tragó grueso mientras bajaba la mirada hasta el suelo.
Cada uno se sentó en su asiento y empezaron a cenar. Antón no pudo mantener la mirada sobre su plato. Se perdió nuevamente en ese rostro hermoso. Ella sentía la mirada penetrante de Antón caer sobre ella; no se atrevía a alzar la mirada, ya que podría dejar al descubierto los sentimientos que habían surgido.
—¿Te gusta? —preguntó él para romper el hielo.
—¿Qué cosa? —preguntó ella, aún con su mirada en el plato.
—El archipiélago —respondió él, contemplando cada movimiento de ella.
—Es hermoso.
—Quién, ¿yo? —preguntó él y sonrió, haciendo que su rostro se volviera rojo.
Ella alzó la mirada y sonrió ante la pregunta de su esposo. Cuando estaba a punto de responderle, una llamada les interrumpe.
—Disculpa —pidió él a la vez que se alejaba del comedor.
Ella sintió su corazón apachugado, pues imaginó que era esa mujer la que estaba llamando. Un segundo después escuchó a Antón decirle al chófer que alistara el auto. Con gran decadencia, llevó la última cucharada a la boca.
—Vuelvo en un rato —se escuchó desde atrás; ella asintió sin regresarlo a ver.
Cuando escuchó la puerta cerrarse, dejó rodar un par de lágrimas y se preguntaba por qué lloraba si ese hombre se había malvado con ella. ¿Acaso le gustaba? Eso no podía estar pasando. El hombre la odiaba y lo único que buscaba era una venganza. Reprimió las lágrimas al imaginar que la única que iba a salir perdiendo si se enamoraba era ella.