En el edificio más alto de la capital, el joven apuesto y elegante Antón entró con una ancha sonrisa, saludando a todo el que pasaba por su lado. Tras impresionar con su belleza varonil, ahora impresionaba con la grata educación que no acostumbraba a mostrar.
Se sentó en su escritorio recordando todo lo que había vivido en solo dos días. Deseaba tomar el celular y llamarle a su amada; apenas había pasado una hora desde que la dejó en casa y ya la extrañaba.
—¿Bro, puedo?
—Adelanté.
—Te perdiste el fin de semana. ¿Dónde te fuiste? —indagó Hanson.
—Por ahí...
—¿Por ahí? ¿Qué es eso? Bro, ¿piensas ocultarme las cosas?
—Hay cosas que no se deben contar —respondió con una sonrisa que brilló hasta sus ojos.
—¿Esos ojos?
—¿Qué pasa con mis ojos?
—Brillan... ¿Estás enamorado?
Antón tragó saliva y sostuvo su sonrisa.
—Ve a trabajar.
—Antón, mírame. No me digas que te atraparon.
—Hanson, ve a trabajar.
Esta vez sonó más serio y su amigo acató la orden, ya que Antón era su jefe.
Caminó hasta la puerta y se detuvo.
—A mí no me engañas. Estás enamorado.
Lo dijo señalándole a su amigo y este agarró un libro y lo lanzó contra él.
—Ve a trabajar o bajo tu sueldo.
—Está bien. Está bien, ya me voy.
Antón quedó suspirando y sonriendo al recordar a su amada esposa. Cambió su sonrisa cuando tomó en cuenta que no debía contarles a sus amigos que estaba enamorado de la mujer de la que un día juró vengarse. Tenía que cambiar su actitud porque si Hanson descubría que estaba enamorado, su madre podría descubrirlo de igual forma.
Por la tarde, almorzó con su amigo. Intentó mostrarse tal cual era antes de hacer ese viaje, así su amigo se olvidó de esa loca idea de que él estuviera enamorado. No veía la hora de que terminara el día para poder ir a casa.
Tenía que encontrar alguna reunión importante en el extranjero para que su madre se marchara de casa y así pudiera disfrutar de su amada. Toda la tarde pasó pensando en qué hacer para estar con su esposa sin que nadie notara el amor que se tenían.
Cuando llegó la tarde, salió media hora antes; total, era el jefe de los jefes y no tenía que rendirle cuentas a nadie. Lo único que quería era llegar a casa y estar con su esposa. Al llegar, preguntó por su madre; la empleada supo decirle que no se encontraba en casa.
—Salió hace una hora, señor.
Después de eso, caminó hasta el despacho, posó su maletín sobre el escritorio y subió a su habitación. Encontró a su amada en el balcón y la abrazó desde atrás.
—Qué susto... ¿Qué hora llegaste? —preguntó ella mientras él la sostenía.
—Acabo de llegar. —Miró hacia el jardín; al no ver a nadie, la besó—. Entremos, nos pueden ver.
Antón cerró las cortinas y, a la misma vez, puso seguro en la puerta. Luego se acercó a su amada y la besó, ardiendo en deseo. Sus lenguas se adentraban en sus bocas, las manos de ambos recorrían sus cuerpos y, en minutos, ya estaban sobre la cama, amándose con todo el corazón.
—Te amo, mi pequeña Alexa —susurraba mientras la abrazaba con delicadeza.
—No sé cómo pasó, pero también te amo —respondió ella al acariciar con sus finas manos el rostro de Antón.
Se amaron por dos horas. Cuando la noche cayó, se introdujeron en la ducha y luego él bajó hasta su despacho y terminó el trabajo que no había podido concluir en la oficina.
—Señora, hay algo que tiene que saber —susurró Gina al momento que Carlota llegaba.
—¿Qué cosa? —la empleada hizo una pausa— Al grano, no me gustan los rodeos.
—El joven Antón y la mujercita esa estuvieron encerrados dos horas en la habitación.
—Gracias, Gina, por tu información. Sigue vigilándola.
—Estoy para servirle, señora.
Luego de eso, Carlota se dirigió hasta el despacho, abrió la puerta con brusquedad y se encontró con su hijo concentrado en el escritorio.
—¿Qué haces aquí tan temprano?
—Trabajar —respondió él.
—¿Por qué traes trabajo a casa?
—Porque de ahora en adelante trabajaré desde casa —respondió Antón con firmeza.
—¿Por qué? Siempre has trabajado en la oficina.
—Está muy lejos. Es una hora de camino y pierdo mucho por hacer.
—¿Recién te das cuenta? —preguntó Carlota tratando de acorralarlo—. ¿Qué hacías en la habitación encerrado con ella?
Antón soltó el esfero y suspiró profundo.
—Quieres una nieta, ¿no?
—Sí.
—Entonces... creo que tu pregunta está de más —trató de ser lo más convincente posible.
—Mucho cuidado, Antón. No quiero que te envicies. Recuerda que una vez que ella se embarace, no volverás a tocarla.
—¿Algo más que tengas que recordarme? —preguntó Antón, cortante.
—No, nada más —respondió Carlota.
—Entonces, déjame solo —gruñó a la vez que continuaba revisando las carpetas.
Carlota notó a su hijo raro; él jamás le había hablado de esa forma. Se quedó pensativa ante ese cambio repentino. Supo que debía actuar antes de que Antón terminara enamorándose y echándose para atrás.
—Anita, querida. Ahora ya puedes volver a ver a Antón.
—Lo siento, tía, pero tengo mi orgullo y no volveré a buscar a un hombre que no me ama y nunca me amará.
—Pero ¿qué dices? Claro que te ama. Después de esto serás su esposa.
—Ya no quiero —respondió la joven y cortó.
—Eres estúpida —resopló Carlota con molestia a la vez que cortaba.
Si Ana no quería volver a ver a Antón, había más mujeres que estaban dispuestas a conquistar a su hijo; una de ellas era Luna, la hija del dueño del centro de manicomios donde se encontraba el padre de Antón. Sin dudarlo dos veces, agarró el teléfono y le llamó.
Horas después, Luna llegó hasta la hacienda Montalvo. Carlota la recibió de la forma más amable y cordial.
—¿Y Antón?
—Está en el despacho.
—¿Y ella? ¿Está aquí? —preguntó con ansiedad.
—Tranquila; no es competencia para ti. Ya sabes, es solo para cobrarme las que hizo su padre —respondió Carlota, intentando que ella no sintiera dudas.
Minutos después, Gina fue a avisarle a Antón que la cena estaba lista.
—Avísale a mi esposa que baje.
—La señora Carlota no ha dado la orden... —respondió la empleada.
—¿Perdón?
—Joven Antón, su mamá no pidió se coloque puesto para ella.
—Ahora ve y ponlo —gruñó enfadado.
—Está bien, señor —murmuró Gina.
Cuando estaba por irse, la voz de su jefe la detuvo.
—Ah, otra cosa.
Ella se giró sonriendo, pensando que Antón se había arrepentido de su petición.
—Mucho cuidado con ponerle más sal de lo normal en el plato de ella.
La empleada trató de defenderse de esa acusación, pero él no le escuchó.
—Ahora márchate.
Gina salió del despacho furiosa, aunque no lo mostró frente a él. Pero una vez que cerró la puerta, sacó todo a flote, caminó hasta donde estaba su jefa y fue a decirle la orden que Antón había pedido. Carlota apretó los puños mientras escuchaba lo que su empleada le decía.
—Gracias y haz lo que te pide.
—¿Está segura? —preguntó la empleada, algo admirada de que ahora todos apoyen a la joven.
—Sí —gruñó Carlota mientras pensaba en que era perfecto lo que iba a suceder en aquella cena.