Una vez que llegaron a casa, Antón rodeó a su esposa desde la espalda y le propinó un beso suave y delicado en su cuello. Luego la giró para que quedara frente a él.
—Perdóname, soy un imbécil.
—No digas eso, amor. Hasta yo me pondría histérica si me dicen que alguien toma de la mano a mi esposo.
Él sonrió y aspiró el aire que su amada expulsaba; la besó en esos labios que le sabían a miel.
—No quiero perderte. Te amo tanto —susurró mientras la besaba.
—No me perderás. Siempre estaré junto a ti —murmuró ella mientras sacaba la camisa de su amado.
Estando en el baño, se desnudaron, y se introdujeron en la ducha. Antón sentía que no habría más vida si no era junto a Alexa. Bajo la cálida agua que salía de la ducha, se amaron.
En casa de los Durant, Mario tomó la llave y sacó una copia. Sin que nadie lo supiera, entró a la habitación de Ramiro e intentó darle una pastilla. Antes de que esta fuese puesta en la boca de Ramiro, varios pasos se escucharon.
Al abrirse la puerta, él se escondió en el baño de la habitación; los nervios le estaban carcomiendo.
—¿Hay algún avance, señor Durant?
—No. Ya envié hacer unos exámenes para poder aplicar la medicina correcta.
—¿Otros? Mi madre dijo que ya le habían hecho.
—No he recibido tales exámenes de los que hablas.
—Qué raro. De todos modos, haga lo necesario para que mi padre se recupere.
—Así lo haré, Antón. Tenemos un trato, ¿verdad?
—Sí, señor Durant. No se preocupe, encontraré a su hijo, así tenga que buscarlo debajo de las piedras.
Ambos rieron mientras la mirada de Ramiro se perdía en la puerta del baño. Dentro, la preocupación en Mario creció; si su suegro llegaba a obtener esos exámenes, descubriría que Ramiro estaba tomando una medicina equivocada durante años.
—Papá, solo Dios sabe cuánto te necesito.
Dicho eso, palmeó un beso en la frente de su padre, salió y el doctor Durant se quedó tomando las muestras. Instantes después, salió. Seguido de él, salió Mario, subió hasta la terraza y, con mucho nerviosismo, llamó a Carlota.
—Otra vez tú. Que no se haga costumbre...
—Señora, cállese y escuche. Lo que tengo que decirle es algo sumamente importante.
—No me asustes.
—No. Si con esto no se va a asustar, va a desear desaparecer.
—Al grano, no me pongas nerviosa —rugió Carlota.
—Durant hará unos exámenes a su esposo; su hijo acaba de enterarse de que nunca se le hicieron los exámenes a Ramiro.
—Debes impedirlo —sugirió Carlota.
—Imposible. Ese viejo es obstinado. La verdad saldrá a la luz. Usted y Luna están en graves problemas.
—No. Eso no pasará.
—¿Y qué hará para impedirlo?
—Matarlo si es necesario.
—¿Cómo piensa entrar al manicomio?
—No hablo de Ramiro. Hablo de Durant.
Mario sonrió y malvados planes se le cruzaron por la mente; era lo que siempre había deseado: acabar con su suegro. Nunca había matado a nadie, por esa razón no se atrevía a acabar con su suegro, pero ahora se le estaba presentando una oportunidad y no pensaba desaprovecharla.
—Hágalo. Es todo suyo.
—Así es que trabajas...
Esa voz le obligó a cortar la llamada. Mario guardó su móvil mientras miraba a su suegro.
—Es mi hora de descanso.
—Vienes dos veces a la semana, cobras un sueldo como diputado, tras de eso llegas cuando se te da la gana y tienes el descaro de tener horas de descanso. Eres un desvergonzado.
—Respéteme —gruñó Mario.
—No. Respeta tú al personal que trabaja tal cual lo dispone el horario. Quiero que ahora mismo te marches de mi centro.
Mario apretó los puños y miró el patio del manicomio; deseaba lanzar al hombre desde el quinto piso, pero la multitud le impedía hacerlo. Al lanzarlo, seguramente lo verían.
Antón puso a trabajar a todo su personal para que buscaran incesantemente al hijo de Durant; aquel hijo al que tanto buscaba estaba postrado en una cama, apenas haciendo un movimiento de su dedo.
—¿Raquel? ¿Escuchas?
—¿Qué cosa?
—El sonido, viene desde la habitación.
Raquel lanzó las tazas que llevaba en sus manos y corrió hasta la habitación; llevó sus manos a la boca cuando empezó a ver el movimiento de los dedos de Axel.
—¡Despertó! ¡Mi esposo despertó! Ja, ja, ja, ja... Raquel brincó como una niña. Abrazó a su vecina y, con tanta emoción llamó a Alexa.
Ella se encontraba en clases y el sonido de su móvil atrajo todas las miradas de los ahí presentes.
—¡Apague ese celular, señorita Ruiz!
El apellido lo pronunció con mucho odio.
—Sí, licenciado —respondió ella y apagó su móvil.
—No contestó —reprochó Raquel al momento que colgaba. El doctor llegó y revisó a Alex, quien permanecía con la mirada rodando por toda la habitación.
—¿Dónde estoy? ¿Quiénes son? —preguntó Axel.
—Soy tu esposa. ¿Recuerdas?, llevas varios años en coma.
—Al parecer, perdió la memoria —replicó el doctor.
—No puede ser, doctor. ¿Estás seguro?
—Habrá que hacerle unos exámenes —sugirió aquel doctor de barrio.
—Mis piernas, ¿por qué no puedo mover mis piernas?
Las tres personas ahí presentes se miraron con asombro, mientras el hombre intentaba moverse.
—Axel, no sé qué pasa.
—¿Quién eres tú? ¿Por qué estoy así? ¿Qué me pasó? Alguien puede explicarme.
—Raquel, necesitamos llevarlo al hospital.
—Está bien, llamaré una ambulancia.
La ambulancia no demoró en llegar; subieron a Alex y Raquel se fue junto a él. Insistió en llamar a su hija, pero ella no contestaba.
—Paciente despertando de coma, habitación 143.
—¿Cuántos años? —preguntó Mikel.
—Trece años —respondió Andriu—. Necesito de tu ayuda.
—Está bien, doctor.
Le siguió hasta la habitación, tomaron los signos vitales, hicieron el chequeo correspondiente y varios exámenes.
—Avísales a los familiares que ingresen.
—¿El nombre del paciente, doctor?
—Axel Ruiz... —respondió Andriu y Mikel se quedó helado.
—¿Axel Ruiz?
—¿Acaso lo dije en chino? Ve y tráeme sus familiares.
—Sí, sí, ya voy.
Salió corriendo.
—¿Familiares de Axel Ruiz?
—Aquí —alzó la mano Raquel.
—¿Usted es la madre de Alexa?
—Sí. ¿Conoces a mi hija?
—Estudió en la universidad con ella. ¿Ella no sabe aún que su padre despertó?
—No contesta, le llamé, pero no sale la llamada. ¿Tú podrías avisarle?
—Claro, la U está cerca; iré por ella.
—Gracias, joven.
—Pase al consultorio del doctor Andriu.
Mikel salió aún con su bata puesta, llegó a la universidad e ingresó por ella. Apenas acababa de salir de su última hora de clases.
—Mikel, ¿qué haces aquí? Dijiste que no tenías clases hoy.
—Y es verdad, pero vine a verte; tengo que llevarte al hospital.
—¿Hospital? ¿Qué sucedió? ¿Le pasó algo a Antón?
—Antón está bien, tranquila. Es algo que te devolverá la vida. Lo sabrás cuando llegues al hospital.
—Dime qué es.
—Antón pasará por mí.
—Vamos, mientras más pronto lleguemos, mejor —replicó Mikel.
Agarró la mano de Alexa y la llevó a toda prisa. En las afueras de la universidad, Antón observó a su amada esposa tomada de la mano con su amigo; fue como si le subiera la sangre a la cabeza.
Salió para enfrentarlos, pero no pudo porque ellos subieron al auto y se marcharon. Apretó sus puños y sintió cómo la sangre le hervía; regresó a su auto, pateó la llanta y con brusquedad cerró la puerta.