P.V. Alexander
Han pasado dos días desde el incidente.
Por la televisión, dijeron que todo fue causado por una filtración de gases en el túnel.
Que las personas simplemente se desmayaron… y alucinaron.
Una explicación conveniente. Demasiado conveniente.
Hoy finalmente me han dado el alta.
Estoy de pie frente al hospital, con una pequeña bolsa de pertenencias en la mano y un montón de pensamientos pesados en la cabeza.
Aunque, si soy sincero… el verdadero susto lo viví cuando intentaron sacarme sangre.
La aguja de la jeringa no pudo atravesar mi piel.
Se rompió. Simplemente se partió.
El silencio en la sala fue absoluto. Las miradas de los médicos… lo decían todo.
Tuve que usar un hechizo para engañar sus sentidos. El mismo que aprendí de aquella extraña pareja, hace apenas unos días.
A veces me cuesta aceptar que mi vida ha cambiado tanto en tan poco tiempo.
Al salir, llamé un taxi.
Le di mi dirección, y me senté en el asiento trasero.
Miré por la ventana mientras el paisaje desfilaba.
Y entonces lo noté.
Todo se ve distinto. No solo con más detalle, sino con… capas.
Rastros de magia flotando por cada calle, cada rincón.
La ciudad en la que viví toda mi vida… ahora parece un lugar nuevo, vibrante, lleno de secretos invisibles.
Tardamos unos 20 minutos en llegar al complejo residencial donde vivo.
Después de pagar, subí a mi piso.
Lo primero que hice fue conectar mi móvil.
Una vez encendido, comenzaron a aparecer notificaciones: llamadas perdidas, mensajes…
Respondí algunos saludos de mis amigos. Nada urgente. Solo curiosidad.
Luego llamé a Nelson, el abogado que se encarga de todo lo relacionado con la herencia de mi abuelo.
Solo para ponerlo al tanto.
Esa noche, pedí comida a domicilio.
No tenía fuerzas para cocinar.
El primer día fuera del hospital se sintió… igual que siempre.
Y sin embargo, todo era diferente.
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Ya pasaron dos días desde entonces.
Y hoy, por razones que aún no entiendo, me dirijo a la casa de mi padre.
Él fue quien pidió verme.
Lo cual, de por sí, ya es extraño.
La residencia está en las afueras de la ciudad, una pequeña mansión escondida entre árboles y rejas de hierro.
Lujo discreto. Frialdad evidente.
Toqué el intercomunicador.
La voz que respondió fue la de mi madrastra, Ana.
—¿Sí? …Ah, eres tú. —respondió con un suspiro audible antes de abrir la puerta.
Entré. Ya me esperaba en el vestíbulo, con los brazos cruzados y expresión impaciente.
A su lado estaba mi medio hermano, Javier, de siete años.
Me miró con curiosidad… y cierta desconfianza.
Para él, soy un extraño. Y no lo culpo.
—Tu padre te espera en su despacho. —dijo Ana, sin molestarse en ocultar su tono molesto.
Asentí, sin decir nada.
El camino hacia el despacho lo conocía bien, aunque hacía años que no lo recorría.
Al llegar, toqué la puerta con suavidad.
—Adelante. —respondió la voz grave de mi padre.
—Hola, padre. —saludé al entrar.
—Siéntate. —ordenó sin levantar la vista de los papeles que revisaba.
Obedecí.
La atmósfera era tensa, como siempre.
—Hace poco recibí una llamada del hospital. Me dijeron que habías sido ingresado. —dijo finalmente, con frialdad.
—Tu secretaria, supongo. —pensé, aunque no lo dije en voz alta.
No tenía ganas de discutir, así que le conté una versión edulcorada de los hechos.
Lo que todo el mundo cree: el gas, el desmayo, la alucinación.
Nada más.
—Ya veo. —respondió, sin emoción.
Un silencio incómodo se apoderó de la sala.
Entonces, alzó la vista.
Sus ojos, grises y calculadores, se clavaron en los míos.
—Pronto cumplirás dieciocho años. —dijo lentamente.
Asentí.
—¿Qué planeas hacer con la empresa de tu abuelo?
Así que era eso.
Su repentino interés ya tenía sentido.
Dentro de 29 días, cumpliré 18.
A partir de ese momento, podré disponer de toda la herencia como desee.
Incluyendo las acciones de la empresa matriz.
—No tengo intenciones de cambiar nada. —respondí con calma—. Todavía estoy en el instituto, así que planeaba dejar que todo siguiera como hasta ahora.
Era la verdad.
No me interesa dirigir una empresa.
Y mucho menos una que mi padre desea controlar con tanta desesperación.
Él no respondió.
Solo volvió a bajar la mirada a sus documentos.
Pero lo vi.
Durante un instante, vi ese destello de frustración en sus ojos.
La misma mirada de siempre… esa mezcla de desprecio y derrota.
No dije nada más.
Tampoco él.
El silencio volvió a llenar la habitación.
Y mientras me quedaba ahí sentado, en medio de aquel despacho adornado con diplomas, trofeos y falsas sonrisas enmarcadas…
Me di cuenta de algo:
Mi lugar nunca estuvo en esta casa.
Y sin embargo…
Quizás, ahora, con lo que soy…
Puedo elegir dónde sí pertenezco.