11-Lazos rotos

P.V. Alexander

Después de mi respuesta, el silencio volvió a caer como una losa sobre el despacho.

Por unos segundos, pensé que la conversación terminaría ahí.

Pero no. Aún había más.

—Déjame encargarme de la empresa. —dijo mi padre, sin levantar la voz, pero con ese tono que no admitía réplica—. Tengo tiempo. Ahora que la mía va por buen camino, puedo hacerlo.

No lo dijo como una propuesta. Lo dijo como una orden.

No supe qué responder.

No porque tuviera dudas… sino porque la situación era tan absurda que no encontraba las palabras adecuadas.

—…Me lo pensaré. —fue lo único que pude decir.

—¿Qué tienes que pensar? —replicó con el ceño fruncido—. No tienes ningún conocimiento sobre manejo empresarial.

Se inclinó hacia mí, como si quisiera aplastarme con la sombra de su experiencia.

—Además, es mejor que la dirija un familiar a que un desconocido.

Ah, claro. Ahora sí somos familia.

Ya no quería seguir hablando.

Mi paciencia comenzaba a agotarse.

En los últimos años, ya me había dado cuenta de por qué el abuelo no le dejó la empresa a él.

—Aunque me lo contó el abogado —recordé en silencio.

Mi padre siempre se jactó de ser un empresario exitoso.

Pero la verdad es otra.

Su agencia de viajes nació gracias a los contactos que hizo en Estados Unidos, amigos cuyos familiares tenían hoteles en zonas turísticas.

Los acuerdos fueron simples, y el negocio despegaría sin demasiadas complicaciones.

Su comienzo fue bueno… muy bueno.

Pero eso solo alimentó su ego.

Expandió sus operaciones, invirtió en nuevos destinos… y luego empezó a probar suerte con acciones y otros sectores.

El problema era que no aceptaba consejos. Nunca lo hizo.

Las decisiones erráticas comenzaron a acumularse.

La mayoría de las inversiones fracasaron.

Solo algunas funcionaron… lo justo para mantenerlo a flote. Lo suficiente para que creyera que tenía la razón.

Incluso cuando decidió invertir en una nueva cadena de hoteles, justo después de casarse con mi madre —una cadena que mi abuelo desaconsejó rotundamente—, lo hizo sin vacilar.

Perdió todo.

Casi lleva su empresa a la quiebra.

Y fue mi abuelo quien le salvó.

Como siempre.

Nunca cambió. Nunca aprendió. Solo se volvió más arrogante.

¿Y ahora pretende manejar una empresa que supervisa tecnologías emergentes, automóviles, restaurantes de lujo, hoteles internacionales… y una línea aérea?

No. Solo alguien con un deseo de autodestrucción dejaría algo así en sus manos.

—Ya no importa —pensé mientras me levantaba de la silla.

Lo miré a los ojos.

Su mirada era dura. Pero la mía era más firme.

—La empresa seguirá dirigida por el actual CEO. Lo siento, padre. Pero no creo que tengas la habilidad para manejarla.

Sus ojos se abrieron, llenos de incredulidad.

Y luego… de furia.

—¿Hablas en serio? —escupió, sin disimular el desprecio.

—¡Maldito mocoso! ¿Qué sabes tú?

—Te crees mucho solo porque ese viejo te dejó todo…

Y entonces ocurrió.

Nombró a mi abuelo… ese “viejo”.

Algo dentro de mí se rompió.

Sentí una presión subir desde mi estómago hasta el pecho.

Una furia fría. Contenida, pero poderosa.

Mi cuerpo actuó solo.

Mis ojos lo miraron, vacíos de emoción. Pero mi aura se derramó como una tormenta.

Densa. Afilada. Llena de sed de sangre.

El aire en el despacho cambió.

Se volvió espeso. Asfixiante.

Mi padre palideció.

Su rostro, tan acostumbrado a la seguridad y el control, ahora mostraba algo que jamás pensé ver en él: miedo.

No dije nada más.

Me giré lentamente, con pasos firmes hacia la puerta.

—Adiós, padre. —murmuré sin volver la vista—. Creo que deberías tomarte un tiempo para aclarar tus ideas.

Y salí.

No tenía intención de mirar atrás.

Ni de volver a involucrarme con esta familia.

El apellido puede unirnos por sangre…

pero el respeto y el valor se construyen con actos.

Y yo… ya elegí mi camino.