P.V. Alexander
La cálida luz del sol acarició mi rostro, despertándome lentamente.
Al abrir los ojos, vi a la enfermera de siempre revisando los monitores a mi lado.
—Buenos días. —me saludó con una sonrisa profesional.
—Buenos días. —respondí, algo somnoliento.
—¿Se siente mejor hoy?
—Sí… supongo.
—Sobre las 14:00 le haremos unas pruebas. Si todo está en orden, podrá ser dado de alta mañana.
—Entiendo…
La verdad, no presté demasiada atención a lo que decía. Asentí por reflejo.
Cuando la enfermera salió de la habitación, el silencio volvió, más denso que nunca.
Miré al techo, perdido en pensamientos.
—Vale que no nos llevemos bien… pero ni siquiera una llamada. —murmuré, apretando los dientes.
La verdad es que mi familia nunca fue muy cercana…
Todo se torció cuando tenía ocho años y mi padre decidió volver a casarse.
No, no es que la mujer con la que se casó fuera mala… simplemente ya tenía una hija un año menor que yo. Y desde el principio, toda su atención se centró en ella.
Mi padre, por su parte, se encontraba en plena expansión empresarial. Vivía ocupado, siempre viajando, siempre negociando.
No me molestaba.
No del todo.
Tenía a mi abuelo materno, Javier, que me cuidaba y pasaba tiempo conmigo.
Era prácticamente mi único refugio. Mis padres no tenían hermanos, mi madre biológica falleció poco después de mi nacimiento, y mis abuelos paternos habían muerto antes de que ella se casara con mi padre.
Todo empeoró un año después, cuando mi madrastra quedó embarazada.
Mi medio hermano nació, y entonces sí… todo cambió.
Mi padre y su nueva esposa le dieron toda su atención.
Yo ya estaba acostumbrado a ser ignorado, y para ser sincero, nunca me trataron mal. Si pedía algo razonable, me lo daban. No había gritos, ni golpes. Solo distancia.
En cuanto a mi hermanastra, Elena…
Nuestra relación era… tibia. No nos odiábamos, pero tampoco nos llevábamos bien.
Simples conocidos bajo el mismo techo.
Pero lo verdaderamente crítico llegó cuando cumplí catorce años.
Mi abuelo… murió.
Mi padre, convencido de que heredaría todo su imperio, aguardaba con ansias la lectura del testamento.
Sin embargo, las cosas no salieron como él esperaba.
El abogado anunció que muchas de las pequeñas empresas del abuelo pasarían a manos de sus socios de confianza y a sus sirvientes leales. Lo suficiente para garantizarles una vejez digna.
Mi padre apretó los puños. Su expresión se endureció.
Y entonces llegó la bomba.
El resto de las propiedades, las acciones más importantes… y la mitad del dinero en las cuentas personales… serían para mí.
La otra mitad del dinero se donaría a organizaciones benéficas.
A mi padre, sólo le dejaron un chalet de lujo cerca de los Pirineos.
Pero lo que realmente desató su furia fue lo último:
Mi abuelo había dispuesto que la custodia de mi herencia no estaría en manos de mi padre, sino en las de su abogado de mayor confianza.
Además, la empresa matriz seguiría siendo manejada por el CEO actual hasta que yo cumpliera la mayoría de edad. Solo entonces podría decidir si dirigirla… o dejarla en manos del CEO.
Desde ese día, mi padre empezó a ignorarme por completo.
No solo eso. A veces, su mirada… era puro desprecio.
Mi madrastra dejó de dirigirme la palabra.
Y Elena… bueno, simplemente me evitaba.
A los diecisiete, el abogado me ayudó a emanciparme.
Usé parte del dinero que me dejó el abuelo para alquilar un pequeño piso.
Desde entonces, vivo solo.
Sin familia.
Sin visitas.
Sin llamadas.
Suspiré, cerrando los ojos por un momento.
—Supongo que es mejor así.
Me aferré a la sábana como si fuera lo único que aún me pertenecía.
Había aprendido a vivir sin ellos.
Lo que no sabía, era que el verdadero infierno —y los verdaderos milagros— apenas estaban comenzando.