24-Enfrentamiento

Los alrededores de la mansión eran un campo de batalla.

Gritos, explosiones y el sonido metálico de espadas chocando inundaban el aire. Las llamas empezaban a consumir parte de la estructura mientras el caos se expandía.

Mis ojos regresaron al centro del conflicto: el Emperador Oscuro.

La espada en su mano... no era un simple arma. Esa hoja exudaba divinidad pura, una que desconocía, pero que incluso mis instintos reconocían como letal.

Un solo rasguño podría ser fatal.

El emperador se levantó lentamente entre el polvo y los escombros, sacudiendo su elegante traje ennegrecido por el combate.

—Impresionante. Si no fuera por esta espada, ya estaría acabado —dijo, dejando escapar una risa contenida.

La miró con admiración y luego fijó su atención en mí.

—Dime, ¿cómo conseguiste ese poder? No veo un arma divina en ti, pero puedes usar el poder de los dioses. ¿Cuál es tu secreto?

—¿Y qué harás si te lo digo? —pregunté con calma, sin bajar la guardia.

—Destruir al dios que gobierna este mundo —respondió sin titubeos, con la mirada encendida de determinación.

—Una meta… bastante peculiar —comenté con tono irónico.

Ni siquiera yo, con todo mi poder, sabía si podría enfrentarme a un dios. Pero algo me decía que él hablaba en serio.

—Lo siento —dije encogiéndome de hombros—. Ni siquiera yo sé cómo obtuve este poder.

El emperador entrecerró los ojos. Su espada comenzó a brillar con un aura dorada y oscura, como si las bendiciones de un dios caído despertaran desde su interior.

—Entonces lo averiguaré después de analizar tu cuerpo —dijo, con una sonrisa sádica.

—No voy a dejarme vencer tan fácilmente.

Me preparé.

Activé mi divinidad de fuerza, velocidad y la maestría del conflicto. Mi cuerpo se cubrió con un resplandor dorado, mi mente se afinó al máximo. La batalla estaba por comenzar.

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Exterior de la Mansión – Campo de Batalla

El caos reinaba en cada rincón.

Los soldados del Vizconde luchaban con todo lo que tenían, pero comenzaban a ceder ante el avance brutal de las tropas del Emperador Oscuro. Sus armaduras negras reflejaban las llamas, avanzando como una marea imparable.

La princesa Lernia estaba al frente, su espada corta temblando por el peso de la situación.

—¡Resistan! ¡No debemos rendirnos! —gritó, animando a los suyos.

Pero su voz era apenas un hilo frente a la tormenta.

Justo cuando la derrota parecía inevitable… una explosión luminosa estalló tras las líneas imperiales.

Una luz sagrada envolvió a Lernia y a sus caballeros. El calor que emitía no quemaba, sino que reconfortaba.

—¿Poder sagrado...? —murmuró la princesa—. ¿Quién...?

De entre la niebla dorada surgieron caballeros de armaduras blancas resplandecientes.

La Iglesia.

La Santa Iglesia había respondido al ataque.

Su llegada cambió el equilibrio del combate. Las tropas del emperador se vieron forzadas a retroceder. Por un momento, las esperanzas renacieron.

Pero entonces… tres presencias opresivas descendieron sobre el campo de batalla.

Como si el tiempo mismo se congelara, todos los presentes sintieron cómo sus cuerpos se paralizaban. Incluso los caballeros sagrados vacilaron.

Desde las sombras de la retaguardia imperial apareció un hombre cubierto por una armadura negra y roja. Su sola presencia helaba la sangre.

—Vaya, vaya… qué sorpresa encontrarme con la Santa en este lugar —dijo con una voz suave pero afilada como una hoja.

Del otro lado, protegida por sus caballeros, la Santa respondió con serenidad.

—Yo también estoy desconcertada… un General del Imperio Oscuro en persona.

La Santa Ángela, aunque poderosa, solo había alcanzado el Reino de Campeón. Ella lo sabía. No podía enfrentarse sola a uno de los tres grandes generales del emperador.

—O quizás debería decir los generales… —añadió, notando las otras dos presencias ocultas.

—Solo seguimos órdenes —respondió el general, encogiéndose de hombros—. Pero ahora que nos encontramos… por orden de nuestro emperador, vendrás con nosotros.

El general dio un paso al frente.

Pero justo antes de que pudiera avanzar… dos auras abrumadoras estallaron sobre el cielo.

El aire se volvió pesado. Incluso el general y la Santa rompieron a sudar frío.

Una luz cegadora cayó sobre la mansión, cubriendo toda la zona como si descendiera un dios.

El verdadero combate apenas comenzaba.