Una luz dorada estalló desde mi cuerpo, irradiando como un sol naciente. Esa luz no se detuvo... se expandió, devoró el campo de batalla, reemplazando la realidad misma.
En un parpadeo, el mundo cambió.
El cielo se tornó carmesí, pesado y sin vida. No soplaba viento. No se escuchaban sonidos. Solo un silencio sepulcral reinaba sobre un terreno estéril y desolado.
Y en esa tierra maldita…
Espadas rotas, lanzas oxidadas, yelmos abollados y escudos resquebrajados yacían esparcidos hasta el horizonte. Un cementerio de armas, testigos mudos de incontables batallas olvidadas.
Un santuario… nacido de la guerra.
Frente a mí, el Emperador Oscuro permanecía inmóvil. La espada en su mano irradiaba un aura antinatural.
Este era mi terreno ahora.
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[Punto de Vista: Alexander]
Así que… este es el concepto de Ares.
La realización cayó sobre mí como un rayo: estaba dentro de una manifestación real de su divinidad.
"Guerra"
Este campo… no era solo un paisaje ilusorio. Era una Barrera de Realidad Divina, una técnica suprema en la que un Dios sustituye el mundo físico con su propio dominio sagrado. Un lugar donde la divinidad se expresa sin restricciones. Aquí… soy el verdadero Dios de la Guerra.
Puedo sentirlo…
Cada arma, cada trozo de armadura, cada fragmento oxidado bajo mis pies… es parte de mí.
Y es gracias a esta conexión que puedo ver la verdad.
—Así que lo notaste —dijo el Emperador Oscuro. Su voz vibraba como un eco lejano, distorsionada… antinatural.
Sus ojos ya no eran humanos. Emitían un fulgor oscuro, contaminado por una voluntad ajena.
—Estoy impresionado. Que un simple humano logre invocar una Barrera de Realidad Divina y crear su propio santuario… es digno de respeto —dijo con una sonrisa torcida—. Una lástima que no logré robar tu poder cuando tuve la oportunidad. Pero no fallaré de nuevo.
—No volveré a bajar la guardia —respondí con frialdad—. Esta vez… lucharé como un verdadero dios.
Tomé la espada más cercana, una hoja larga y rústica, y la envolví en mi divinidad. Su superficie rota empezó a brillar como si renaciera en mis manos.
Y entonces, nos movimos.
Como sombras en medio del fragor de la guerra, nuestras armas chocaron con una fuerza que desgarró el aire. Una onda expansiva rugió, levantando una tormenta de polvo y metal oxidado.
¡Clang!
Mi espada se resquebrajó en el primer intercambio.
No me importó. Tomé otra y volví al ataque.
Y así siguió. Espada tras espada. Una danza brutal entre dioses que sacudía los cimientos del campo de batalla.
Pero algo era evidente: ninguna de estas armas podía hacer frente a la suya. Una espada que contenía el alma de un dios caído. Cada choque lo confirmaba: su arma no era solo poderosa… era anómala.
—¿Eso es todo lo que tienes? Esperaba algo más emocionante —provocó el Emperador Oscuro con una risa burlona.
A pesar de sus palabras, percibí algo. Un temblor en su voz. Un cambio casi imperceptible en su aura.
¿Está... nervioso?
Lo miré sin responder.
Porque dentro de mí, algo comenzaba a despertar.
No... no es miedo.
Es emoción. Por alguna razón, estoy sonriendo.
La siguiente espada se rompió en mis manos. No tomé otra.
En vez de eso… extendí la mano hacia atrás.
Vacía.
Pero no era necesario tocar nada.
La guerra no necesita una forma física. La divinidad tampoco.
Mi palma se cerró en el aire, como si empuñara algo invisible.
El Emperador Oscuro se lanzó hacia mí con una velocidad abrumadora, y yo hice lo mismo.
Y entonces…
¡Chispas estallaron en el aire!
De mi mano desnuda surgió un resplandor. Invisible para los mortales, pero más cortante que cualquier acero.
Una hoja de guerra pura. La manifestación de mi voluntad como dios.