Raena sonrió suavemente, sus ojos se calentaron mientras devolvía su atención al arroyo, mirando hacia abajo en él. Observó a los peces de colores moverse rápidamente de un lado al otro, curiosamente echaban un vistazo hacia ella y luego se alejaban sin tardar mucho.
El sonido de la brisa vespertina revolvía las altas hierbas del campo, le recordaba a Raena la carcajada estruendosa de Agardan. Aunque era raro, su risa se extendía a través del campo de batalla, desafiando la oscuridad que enfrentaban con una alegría que no permitía se le arrebate.
Se había vuelto aún más frecuente con el nacimiento de sus hijos. La sonrisa de Raena se iluminó al recordar cómo los sostuvo, a cada uno en un brazo. A pesar de que estaban creciendo, Agardan tenía la tendencia a llevarlos consigo como si fueran sus posesiones más preciadas. Su voz era suave mientras les susurraba sus sueños... sueños de un mundo donde podrían crecer sin miedo.