Entre ellos no se había intercambiado palabra alguna cuando su padre alzó su mano y abofeteó a Belcebú en las mejillas. La diferencia de altura era abrumadora, así como la presencia que él portaba.
El cuerpo más pequeño de Belcebú se tambaleó hacia atrás y casi cae al suelo, pero se negó a hacerlo. Su cuerpo era pequeño, pero eso no significaba que su orgullo fuera tan pequeño como su cuerpo. No se permitiría mostrarse sumiso ni mostrar miedo a su padre, a quien tanto respeta, teme y también manchado por un pequeño odio.
—¿Sabes qué error has cometido? —preguntó su padre.
La pregunta que le hizo su padre solo podía tener dos resultados. Primero, si le decía que no, se enfrentaría a otra bofetada en las mejillas una vez más. Belcebú quería hacerlo pero entonces no sabía qué falta había cometido. Sus ojos instintivamente fueron a mirar hacia el invernadero pero se detuvo al recordar lo perceptivo que era su padre.