Un gran lazo rojo estaba atado al cuello blanco de Belcebú. Miró a su madre, que entró en la habitación. Al ver cómo sus ojos todavía evitaban mirarla a ella, levantó la mano para indicar al resto de los sirvientes que se marcharan antes de caminar rápidamente hacia su querido hijo.
—Cariño, ¿todavía estás enojado? —preguntó su madre.
Belcebú no miró a su madre y se puso en silencio los calcetines blancos. No era solo enojo lo que sentía por haber sido abofeteado en las mejillas, sino también decepción hacia su madre que solo había observado desde lejos sin ayudarlo ni detener a su padre.
Como siempre, su padre era el Rey, la persona que gobernaba la casa según sus decisiones. Era difícil ir en contra de su elección ya que tendría que enfrentar consecuencias. Su madre, siendo la reina de la casa, debería poder brindarle alguna protección, pero no lo hizo.
Belcebú la miró y luego volvió a mirar hacia otro lado.