El campo de batalla, que solo momentos antes había estado envuelto en un torbellino de luz y oscuridad, ahora estaba cubierto por un silencio casi surrealista. El olor a ozono todavía impregnaba el aire, rastros de los rayos psíquicos que Kaizen había conjurado. El suelo, una vez firme y sólido, estaba agrietado y polvoriento, un testimonio de las extrañas fuerzas que habían sido desatadas. Sobre todo, había una tensión sutil, como si el universo mismo esperase el resultado de esta confrontación.
Kaizen permanecía de pie, una figura imponente en medio de la destrucción que le rodeaba. Su cuerpo aún vibraba con las secuelas de la energía que había canalizado.