—Déjame ir contigo, Abel —Aries sostenía las manos de Abel con fuerza. Sus ojos temblaban con una fina capa de líquido cubriéndolos, otorgando a ese par de olivas un brillo y un lustre distintos. Se dirigió directamente a la mansión prohibida tras su llegada al palacio imperial, solo para rogarle a Abel que le permitiera acompañarlo porque los refuerzos ya se habían ido antes de que ella llegara.
—Por favor, Abel —su voz se quebró cuando el silencio fue la respuesta que obtuvo de él—. Permíteme ayudar.
—Cariño —Abel soltó un suspiro superficial, enroscando sus dedos hasta estar sosteniendo sus manos—. Creo que deberías quedarte aquí.
—¿Por qué? —elevó un poco la voz, presa del pánico—. ¿Es porque crees que es peligroso y que quizás no puedas protegerme?
La ira se arremolinaba en sus ojos y pecho.
—Yo... no necesito tu protección si eso es lo que tanto te preocupa, Abel —dijo a través de sus dientes apretados—. Incluso si no me lo permites, me iré por mi cuenta.