Capítulo 38: El colegio

Me alisté para partir al colegio. Se sentía raro. Era como ir por primera vez al colegio. Era como iniciar el año escolar. Para ellos todo era igual, pero para mí todo era distinto, parecía un mundo desconocido que no reconocería hasta lanzarme a él. Era necesario hacerlo. Estaba convencido de eso.

Estacioné donde siempre, si bien el colegio contaba con estacionamientos propios, prefería no llamar la atención. Estaba listo para ser bombardeado. Frente al colegio, inhalé todo el oxígeno que pude contener para luego soltarlo, traté de relajarme y para finalizar mi osadía, crucé el umbral. No sentí nada. Creí que me generaría otra sensación. De alguna manera esperaba ser bombardeado de preguntas, de lamentos, de llantos, de piedad, de intereses. Supongo es mejor así. La gente llegaba y pasaba sin siquiera detenerse a mirarme, solo era alguien del montón. Imaginé que los inspectores tendrían cuidado de mi situación, mas ninguno se acercó ni me presenció con otra mirada diferente a la de cualquier alumno. Algo decepcionado a la vez que agradecido, retomé el camino al salón. Iba cinco minutos tardes. No era el único. A mi lado pasaba gente apresurada para llegar lo antes posible, ya que muchos atrasos serían un problema para ellos.

El profesor me hizo pasar. Las miradas recayeron en mí. Conociendo la vida estudiantil, supuse que la mayoría ya sabía. No me hice problemas en intentar llamar la atención, ya la tenía toda. Me senté donde siempre. Mi compañero de al lado, un gran amigo; algo insensible, se quedó mirándome más de lo considerado normal. Como saludo a su atención le levanté las cejas, como alguien cansado. Cansado de llegar al colegio, cansado de estar ahí, cansado de la vida. A punto de abrir la boca, se detuvo y se permitió prestar atención a lo que el profesor continuaba explicando.

No pasaron ni veinte minutos cuando el inspector general Rocco interrumpió la clase. Todos se levantaron para saludarlo, incluyéndome, al unísono lo saludamos y a su orden, volvimos a sentarnos.

—¿Esta Absalon Salieri?

Todos voltearon a verme, algunos para no hacerlo tan obvio, solo me juzgaron de reojo.

—Aquí estoy —levanté la mano por obligación.

—Venga conmigo —dijo al instante.

Me hizo salir de la sala.

—Gracias, puede continuar la clase —ofreció al profesor.

Caminamos hasta su oficina sin discutir nada. Él iba adelante mío, con un paso apresurado y firme. Una vez en su oficina, sentado en una gran silla y separados por una mesa de trabajo, se atrevió a hablar.

—Salieri. No quiero rodeos. Sabemos sobre su situación familiar y sentimos el pésame.

—Gracias.

—Bien tienes todo el derecho de asistir a clases. No obstante, como directiva del colegio creemos que lo mejor para ti y tu entorno es que regreses a tu actual hogar hasta que sea apropiado.

—Ya han pasado tres semanas.

—Lo sabemos, pero me temo que esto no es algo para tomar a la ligera, sé por experiencia propia que el sentimiento de perder a alguien no es tan simple de olvidar. Y no solo afecta nuestro comportamiento, también lo hace a quienes nos rodean, más si es algo como lo que te aconteció —dio cuenta de sus palabras y me consideró con calma—. Lamento la insensibilidad.

Al igual que él, me di cuenta de que mi mandíbula se apretaba con fuerza y mis manos se contraían en la ropa.

—No hay problema con eso, volver es algo que ya decidí —dije para calmarme a mi antes que a él.

—No tenemos problemas con que vuelvas al colegio si es así como lo prefieres, pero al menos deja que te ayudemos. Tenemos una pedagoga en psicología que te puede ayudar a tratar algunos temas sensibles, para hacer amena tu vuelta y tu progreso. También si tienes algún problema o no te sientes muy bien, tienes todo el derecho a salir, a tomar aire y a darte un respiro.

—Agradezco la disponibilidad, pero no creo que sea necesario una psicóloga.

—No me malentiendas. Es algo que va si o si, si es que tienes planeado volver a colegio a largo plazo.

—No creo que sea correcto obligarme.

—No lo es. Sin embargo, también tienes que considerar que como colegio, según la situación podemos suspenderte tanto para tu propia salud como para la de tus compañeros.

—Entiendo. Agradezco entonces la ayuda que me brindará la psicóloga.

El tono sarcástico lo omitió. Hay que ser ingenuo para intentar mostrar poder con alguien que tiene mucha mayor jerarquía que uno. No hay ganar o perder, es saber qué hacer, retroceder o avanzar. Detenerme o continuar.

—Igualmente para no ver afectada tus horas de descanso, te dejaremos escoger los horarios según estén disponibles. También necesito el número de teléfono de tu tutor y su nombre completo.

Le di el teléfono de Esmeralda y ofrecí una disculpa al no saber su nombre completo. No tuvo mayor problema, yo tampoco. Los horarios los pedí en la colación, la idea era que almorzara lo antes posible, para luego tener media hora con la sicóloga. Todos los días hasta que haya un progreso u ocurra algo que dificulte nuestro encuentro. Según lo que me dijo el inspector general Rocco era algo complicado de hacer, pero que era algo que se podía intentar y que en gran parte dependería de la disponibilidad de la sicóloga. Sin tomarse un tiempo la llamó, le consultó por la complejidad de la propuesta, la aceptó sin problema. Comenzaría ese mismo día. Agradecí y me agradeció. Cuando estaba listo para volver, el recreo terminó. La nueva clase estaba por comenzar. Matemáticas. No tenía una relación muy agradable con el profesor. Pues siempre que presenciaba sus clases, prefería conversar o quedarme dormido, al ser demasiado monótonas y robotizadas. Se dedicaba a leer lo que tenía en el cuaderno o en un Power Point para luego darnos ejercicios simples. Si bien estos ayudaban a los que les costaba, al momento de realizar las pruebas, la dificultad incrementaba en exceso y daba por creído que teníamos que aprender por nuestra cuenta. Eso no me complicaba, el problema era que sus ejercicios demasiado diferente y complejos en relación a la materia de las clases. Pasado un año con el mismo profesor, todos los alumnos comprendieron que la clase solo era un relleno de su trabajo, que no era algo útil de prestar mucha atención. Ya que uno mismo tenía que aprender de manera autodidacta. Si bien uno aprendía mejor así, en algunos casos perjudica a los que les cuesta estudiar sin una base sólida. Al no saber por dónde y cómo empezar. En sus clases si no me dormía, usaba el celular, dibujaba o estudiaba algo más, al igual que la mayoría de mis compañeros. Por alguna razón el llamado de atención siempre era para mí, o al menos eso dejaba ver.

—Joven Salieri. ¿Entendió lo que expliqué?

No me salvaría, aunque quisiera.

—Sí.

—Así veo. Puede darme el resultado del siguiente ejercicio.

—No lo he hecho.

Nadie lo ha hecho, ni siquiera hemos llegado a pasar la materia de los siguientes problemas.

—Pues debería prestar atención entonces.

—No ha explicado cómo se hace.

—Salieri, debe entender que esta clase no solo es para usted, no puedo adelantarme a donde usted quiera sin antes haber enseñado a todos, no todos tienes sus altas capacidades, ¿comprende? —decidí no decir nada—. Si es muy lenta la clase o usted es un experto en la materia, puede salir del salón de clase y volver cuando le plazca, yo no tengo ningún problema. Vaya a lavarse la cara, respire aire fresco, de un paseo si desea —continuó, pero seguí escuchando.

Me aseguré de que no tenía nada sobre la mesa. Agarré mi mochila y me paré frente a él para salir. Se sorprendió al ver que en realidad me aferre de sus palabras. Algunos alumnos deseosos de hacer lo mismo me miraron intrigados. Si supieran que solo me era posible al no tener motivos para seguir ahí, ni en la clase, ni en el colegio.

No tenía ocupaciones a lo largo del día. Anticipé la hora del almuerzo para luego dirigirme al gimnasio, donde finalmente ofrecería mi respuesta:

—Una semana. Necesito una semana para ver si me acostumbro o si esto no es lo mío.

Ninguno de los dos tuvo problemas con mis términos. Comenzaríamos ese mismo día. No sabía cómo iniciar la clase personal de estudio y menos como entablar una conversación con ella, no sabía si tratarla como una niña pequeña, como alguien igual a mi o alguien superior, por mi seguridad decidí optar por la segunda opción.

—Comencemos con ecuaciones exponenciales y logaritmos. ¿Hasta dónde recuerdas?

Me observó como si le hablara en otro idioma. Le mostré el único cuaderno de ejercicios que tenía en la mochila.

—Perdón que te pregunte, pero ¿sabes cómo realizar estos problemas?

—No.

¿Por qué lo dice como si fuera algo bueno?

—Entiendo. Comencemos por las propiedades entonces.

Devolví las hojas del cuaderno y comenzamos a estudiar. Vania realmente no sabía nada de matemáticas, le costaba incluso el algebra más básica. No comprendía como siempre se mantuvo así, sin saber de la asignatura. Supongo que para su futuro no la encontraba significativa.

Pasamos horas estudiando, el tiempo se esfumó más rápido de lo que imaginé. Ahora tocaba mi hora de entrenamiento. Ella comenzó explicándome los pasos a seguir, no entendía nada e intentarlo me costó un buen rato. Estábamos haciendo poses y ejercicios extraños. No lograba comprender su sentido y encontraba que no era útil aprender esto. Decidí no decir nada, solo lo aprendería tal como hizo ella con las matemáticas. Al final decidió que pelearíamos sin mucho contacto. Me cedió el casco, los guantes y la protección para los pies. Ella estuvo buen rato golpeándome y yo recibiendo los golpes. No era algo que me gustaba, pero me vi obligado pues ella atacaba cuando yo intentaba algo, a la vez que se defendía de mis golpes. Me costó entenderlo. Cuando decidimos parar el entrenamiento para irme me arrepentí y pedí una última pelea.

—Sin retenerte por favor.

Yo estaba exhausto, pero tenía que comprobarlo. No se demoró en ponerse en posición y comenzar. Justo como pensé, los ejercicios que practicamos antes eran para mejorar la correcta posición del puño y de los pies a la hora de realizar cualquier movimiento. Los pies de Vania se movían ligeros, pero con audacia. Sus puños tenían precisión e iban con gran potencia. Su cuerpo se movía como un látigo. Cuando yo lanzaba una patada, ella se deslizaba ligeramente hacia atrás al instante que daba un empujón en el pie atacante, similar al que practiqué hace nada. Cambiaría el sentido de mi patada y me haría perder toda fuerza. Luego, de su deslizamiento aprovechaba el pie que tenía detrás para dejarlo adelante y con la velocidad del semi giro, levantó su pie antes delantero para golpearme.

Pensando en lo que ella hacía, no reaccioné y la patada rozó a un centímetro de la cara. Era imponente. Se bien que se retuvo y no tenía la intención de acertarlo, si lo recibía el dolor sería lo de menos, probablemente me noquearía. Quedé fascinado.