Al salir de la sala del trono, Mei se me acercó con urgencia. Me habló al oído con tono serio:
—Kurayami, tienes que llevar a la niña a un lugar seguro antes de que comience la batalla.
Bajé la mirada al suelo, pensando dónde podría esconderla o con quién dejarla. No conocía a nadie en esta ciudad. No podía arriesgarme a que le hicieran daño. Miré hacia la entrada del castillo, donde Mei ya hablaba con Elena.
—¡Kurayami, ven! —me gritó Mei, llamándome con la mano.
Cuando me acerqué, ella no perdió tiempo:
—No tenemos mucho margen. Hay un carruaje que va camino a la ciudad de los semihumanos, y debe pasar por la ciudad de los elfos. Nos ofrecieron llevar a Elena sin cobrarnos nada. Es nuestra mejor opción.
Guardé silencio unos segundos, mi expresión endurecida.
—¿Y quiénes son esas personas? —le pregunté, desconfiado—. ¿Y si le hacen daño?
—Tranquilo —me dijo con firmeza—. Son la hija del rey y sus escoltas personales. Estará segura, te lo prometo.
Suspiré. Aunque no me gustaba la idea, asentí con un débil “está bien”.
Mei tomó la mano de Elena y la guió hacia el carruaje. Elena, al comprender que nos separábamos, se giró y corrió hacia mí. Me abrazó con fuerza, con una expresión entre triste y esperanzada.
—Espero que este no sea nuestro último abrazo. Vuelve con vida, Kurayami. Te estaré esperando en la ciudad de los elfos.
La abracé con fuerza. Era una niña fuerte, pero también muy frágil. Luego, sin más palabras, subió al carruaje, que partió de inmediato, desapareciendo por el camino.
Me quedé unos segundos viendo el horizonte, hasta que ya no pude ver ni la silueta del vehículo. Entonces me giré y regresé con mis hermanos, que me esperaban cerca de la entrada del castillo.
Mientras hablábamos sobre los próximos movimientos, el caballero se nos acercó.
—Hay habitaciones para cada uno en el castillo. Descansen y estén listos para mañana.
Antes de que se alejara, uno de nosotros le preguntó:
—¿Contra qué reino vamos a luchar?
El caballero se detuvo, girando su cabeza hacia nosotros.
—No es un reino… —dijo con gravedad—. Son personas que se hacen llamar dioses. Y otras razas se han aliado con ellos. Se hacen llamar a sí mismos “el nuevo reino” y “la nueva era”.
Sus palabras nos dejaron en silencio. Era un enemigo completamente distinto a todo lo que imaginábamos.
La tarde transcurrió rápida y silenciosa. Cuando el sol se ocultó entre las montañas, la noche cayó sobre el reino. Una noche fría, cubierta de neblina. En el cielo brillaban dos lunas: una roja como sangre, la otra azul como el océano profundo.
Cada uno de nosotros entró a su habitación. Al entrar, encontré comida caliente servida sobre una pequeña mesa. El olor era delicioso, y el sabor aún más. Lo disfruté en silencio, sabiendo que quizás sería la última comida tranquila en mucho tiempo.
Al terminar, me acosté en la cama. Y en pocos minutos, el sueño me venció.