Caminamos durante un buen rato hacia el Reino de los Humanos.
Al entrar, el panorama era desolador: todas las casas estaban destruidas, envueltas en llamas.
No había rastro de vida.
Seguimos avanzando entre los restos carbonizados de la ciudad, hasta llegar al palacio.
Este estaba igual que el resto: en ruinas.
Por dentro parecía abandonado desde hacía siglos, como si nadie hubiera vivido allí jamás.
Finalmente llegamos a la sala del trono.
Allí, nos encontramos con una escena terrible.
El cuerpo sin vida del caballero yacía en medio de la sala.
Tenía una espada atravesada en el abdomen, y su cabeza había sido arrancada con brutalidad y clavada en la pared como una advertencia.
Fue una muerte espantosa. Luchó hasta el final… pero fue en vano.
Nos acercamos al trono.
Sentado en él, estaba el cuerpo del rey.
Tenía el cuello cortado, la mirada vacía y la sangre aún seca en su túnica real.
En su mano sostenía una carta.
La tomé con cuidado y comencé a leerla en voz alta:
“Si estás leyendo esto, es porque estoy muerto… y el general también. Me imagino que luchó hasta el final. Él jamás se rindió. Creía en mí, y en que algún día alcanzaríamos una era de paz. Le fallé.
Las otras razas… y nuestros enemigos… son demasiado poderosos.
Sé que son ustedes quienes leen esto. Héroes. Ustedes fueron creados por el primer y único héroe invocado hace más de cien años.
Antes de morir, él entregó unas espadas especiales al antiguo rey del reino. Y desde entonces, las hemos protegido.
¿Dónde están?, se preguntarán. Solo deben destruir este trono. Ahí encontrarán las armas. Son doce… una para cada uno.
Lo siento por no habérselas dado antes. Espero que les sean de ayuda...”
Al terminar de leer, Akira no esperó más. Con una fuerte patada, destruyó el trono.
Debajo de este, oculto, había un compartimiento de madera.
Al abrirlo, encontramos una caja sellada que contenía doce katanas, tal como decía la carta del rey.
Cada uno tomó una.
Daichi se acercó en silencio, tomó dos.
La segunda era la de Iko. La sujetó con fuerza… como si al hacerlo pudiera cargar con su voluntad.
Nos alistamos.
Algunos se cambiaron de ropa o reforzaron sus armas.
Yo me adentré en una de las habitaciones laterales y encontré una armadura blanca, igual a la del caballero.
Sin pensarlo, me la puse.
Era una armadura de hierro, blanca con rayas rojas, y una capa carmesí que descendía desde el cuello hasta las piernas.
El casco ocultaba casi todo el rostro, dejando solo los ojos visibles… aunque la sombra del interior los volvía casi imperceptibles.
Puse una espada en mi espalda y aseguré la katana en mi cintura.
Al salir, mis hermanos y hermanas ya me esperaban afuera del castillo.
Me dijeron que me veía bien, aunque la armadura cubría completamente mi cuerpo.
Sin perder más tiempo, nos dirigimos hacia nuestro destino final.
La batalla definitiva.
Mataríamos a los dioses.
Acabaríamos con esta guerra.
Pero justo al salir de la ciudad humana… una figura solitaria nos esperaba.
Una persona que, por su postura, parecía haber estado aguardando nuestra llegada desde hace tiempo.